"La generalidad del pueblo español no aprueba el testimonio de la Iglesia" La perspectiva general del testimonio (II)
"Por mucho que se pueda priorizar el hecho de pertenecer a la Iglesia católica, profesar unas creencias concretas, abrazar una doctrina determinada, no es esto, ni mucho menos, lo que, en mi opinión, atrae al hombre o la mujer actuales""Lo que sugestionaba a los paganos era el testimonio de los cristianos por su conducta humanizadora ante las necesidades, enfermedades y sufrimientos de los demás. Igualmente por la humanización de las relaciones humanas. La práctica de la bondad"
En la Iglesia, “la prioridad absoluta no es la doctrina, sino el Evangelio” (Francisco).
Según los Evangelios, las preocupaciones de Jesús “no fueron preocupaciones relacionadas con la religión, sino con la condición humana” (Castillo).
Según los Evangelios, las preocupaciones de Jesús “no fueron preocupaciones relacionadas con la religión, sino con la condición humana” (Castillo).
En mi anterior entrega, manifesté que los obispos en España, según la opinión de Mons Benavent, no parecía que se sintiesen comprendidos. Un sector muy considerable de la sociedad da la impresión, en efecto, que han marginado todo cuanto suene a religión católica. Ésta, en su personal percepción, ha perdido su autoridad y credibilidad. Ya no genera cultura (Francisco) ni, en consecuencia, es muy atractiva. Lo cual, guste o no, se ha venido traduciendo en un progresivo abandono de la institución misma. En realidad, no hago más que mal constatar una realidad evidente. La Iglesia está sumida en una profunda crisis moral y de fe.
No creo necesario tener que insistir en que la Iglesia ha de crecer, sobre todo, por atracción (Benedicto XVI, Francisco), por el testimonio de vida de quienes nos decimos seguidores de Jesús, por el cómo vivimos y reaccionamos o respondemos ante las realidades de diferente tipo que la vida nos pone delante a diario. Por mucho que se pueda priorizar el hecho de pertenecer a la Iglesia católica, profesar unas creencias concretas, abrazar una doctrina determinada, no es esto, ni mucho menos, lo que, en mi opinión, atrae al hombre o la mujer actuales. No es esto lo que hará crecer la Iglesia, lo que hará avanzar la evangelización, responsabilidad de todos y particularmente recordada e impulsada de nuevo por Francisco.
En este marco general, mi experiencia, y la de muchos humanos con quienes convivo, me dice que, ahora mismo, “la experiencia religiosa, en palabras de Elaine Pagels en Más allá de la fe, incluye muchas más cosas que lo que creemos (o lo que no creemos)”. ¿Qué es lo que, en definitiva, nos atrae? ¿Qué buscamos realmente o qué estamos llamados a realizar si respondemos en positivo a la llamada individual de Jesús?
Una de las cosas que más llamó mi atención, al encontrarme en mi vida con la gran aportación de Elaine Pagels, fue comprobar que hubo de pasar mucho tiempo para que “… el hecho de ser cristiano se convierte prácticamente en sinónimo de aceptar cierto conjunto de creencias” (Pagels). En efecto, “… la cristiandad había sobrevivido a brutales persecuciones y había prosperado durante generaciones -incluso siglos- antes que los cristianos expresaran sus creencias en forma de credos” (Ibidem). La idea de una comunidad unificada aparece con posterioridad. “Fue por primera vez en el siglo IV, (…) cuando los obispos cristianos, por orden del emperador, decidieron en la ciudad de Nicea, (…) ponerse de acuerdo sobre una declaración común de sus creencias: el llamado credo de Nicea, que para muchos cristianos sigue siendo hoy en día lo que define su fe” (Ibidem). Unificación que culminaría posteriormente con la aprobación definitiva del canon del Nuevo Testamento.
En Roma, subraya la gran historiadora de las religiones, los enfermos, “que frecuentaban los templos de Esculapio, el dios griego de la sanación, tenían que pagar cuando consultaban con los sacerdotes sobre hierbas, ejercicios, baños y medicamentos” (Ibidem). De igual modo, “aquellos que deseaban acceder a los misterios de la diosa egipcia Isis, (…) tenían que pagar unas tasas considerables por su iniciación y aún debían gastar más para comprarse la vestimenta ritual, las ofrendas y todo el equipo”(Ibidem).
Frente a esta realidad y como contraste, San Ireneo, en su obra monumental Adversus Haereses, en el siglo II, da testimonio de los muchos que se acercaban, por primera vez, a los lugares de reunión de los cristianos en la esperanza de beneficiarse de algún milagro, que algunos conseguían. “Los cristianos no cobraban dinero y San Ireneo reconocía que lo que el espíritu podía hacer no tenía límites” (Pagels). Es más, la gran historiadora de las religiones señala que “… aquellos que estaban necesitados podían encontrar una ayuda práctica inmediata en casi cualquier lugar del imperio, cuyas grandes ciudades -Alejandría en Egipto, Antioquía, Cartago y la propia Roma- estaban entonces, como ahora, abarrotadas de personas procedentes de todo el mundo conocido” (Ibidem).
En esta misma línea, Pagels nos relata que Tertuliano, apologista cristiano del siglo II, escribe que, a diferencia de otros grupos, “… los miembros de la ‘familia’ cristiana aportaban dinero voluntariamente a un fondo común para mantener a los huérfanos abandonados que vagaban por las calles y por los vertederos de basuras. Los grupos cristianos también llevaban alimentos, medicinas y solidaridad a los presos que hacían trabajos forzados en las minas, estaban desterrados en las islas constituidas en penales o sencillamente cumplían condena en una cárcel. Algunos cristianos incluso compraban ataúdes y cavaban tumbas para enterrar a los pobres y a los criminales…”. Es más, Tertuliano nos habla, en su Apología, que “un día determinado, cada cristiano, si lo desea, aporta una pequeña donación, pero sólo si desea hacerlo, y únicamente si puede, ya que no existe obligación alguna; todo es voluntario”.
En este sentido, una de las acciones de los cristianos, que más atraía y sugestionaba, era la relativa a la asistencia que prestaban, no obstante los riesgos que corrían, a las personas afectadas del mal de la peste. La reacción habitual, incluso en la familia y en los médicos, era huir ante el temor del contagio. “Sin embargo, refiere Pagels, algunos cristianos estaban convencidos de que contaban con el poder de Dios para curar o aliviar los sufrimientos. Estos cristianos dejaban asombrados a sus vecinos paganos cuando decidían quedarse para cuidar a los enfermos y a los moribundos …”.
Ante este modo de comportarse en la vida diaria, cabe preguntarse a qué obedecía tan diferente y admirada actuación de los cristianos. La respuesta entiendo que no puede ser otra que el recuerdo de cómo vivió Jesús, cómo reaccionó ante el dolor y el sufrimiento de los demás, cómo enseñó e intimó a relacionarse y amar a todos. Los cristianos tenían delante el mensaje humanizador de Jesús, su ejemplaridad -amarás al Señor (…) y amarás a tu prójimo (Mc 12, 29-31), sobre todo a los más necesitados. Este nuevo código moral, esta original manera de profesar y vivir la religión se ve ratificada con una especial dimensión trascendente en el texto de Mt 25, 35-46 (el llamado juicio ateo).
El mismo Tertuliano, según refiere Pagels, nos ha dicho que los miembros de lo que llamaba la ‘peculiar sociedad cristiana’ practicaban este estilo de vida y llamaban la atención de sus contemporáneos. Lo resumió así en su Apología: “Lo que nos diferencia a los ojos de nuestros enemigos es la práctica de la bondad basada en el amor: ‘¡Mirad -dicen- cómo se aman los unos a los otros’”.
En los primeros tiempos, después de la muerte de Jesús, muchos cristianos imitaron el estilo de vida de Jesús, transmitida oralmente y, posteriormente, en los relatos evangélicos, que mostraban reiteradamente cómo las preocupaciones de Jesús «no fueron preocupaciones relacionadas con la religión, sino con la condición humana» (Castillo). Toda su vida pública manifestó, precisamente, su «empeño por humanizar este mundo» (1), ya, en aquel tiempo, tan deshumanizado. Creo, como se ha dicho con frecuencia, que aquí radica la gran originalidad del cristianismo.
No es extraño, por tanto, que, para Francisco, al decir del cardenal Kasper, “la prioridad absoluta no es la doctrina, sino el Evangelio” que, “… entre los escritos del Nuevo Testamento sobresalen (…), por ser el testimonio principal de la vida y doctrina de la Palabra hecha carne, nuestro Salvador” (Const. Dei Verbum, n. 18).
Tampoco es extraño que muchas personas, no religiosas ni adscritas a Religión oficial alguna, manifiesten su respeto y admiración por la gran labor humanizadora que realiza la Iglesia en tierras de misión y en las periferias actuales. Es, precisamente, este trabajo y servicio humanizador lo que, a mi entender, hace que la Iglesia conserve todavía gran parte de su credibilidad.
Es aquí, consecuentemente, donde se ha de enmarcar el sentido y el papel del testimonio de vida de todos y cada uno de los creyentes y, muy especialmente, de quienes tienen encomendada la función de ser guía del Pueblo fiel de Dios. Con gran satisfacción, he visto, recientemente, cómo el testimonio de vida se pone e invoca como instrumento eficaz para la evangelización. Me refiero a estas palabras de mons Prado, recién estrenado obispo de Guipúzcoa (2):
*"El gran desafío es la Evangelización y la transmisión de la fe. El camino a recorrer, a mi juicio, el del testimonio. Hacer creíble el Evangelio con una vida cristiana que llame la atención por su calidad evangélica. O, lo que es lo mismo, que podamos sostener con nuestra vida lo que queremos predicar de palabra".
*”Sueño con una Iglesia al servicio del Evangelio y de la sociedad, en la que los cristianos, desde una vida sencilla pero profunda y realmente evangélica, nos sintamos bien en nuestra propia piel como creyentes, en medio de una sociedad que nos está pidiendo a gritos, como aquellos griegos que decían a Felipe en vísperas de la Pascua: ‘Queremos ver a Jesús’. Se lo tenemos que anunciar y mostrar con nuestra vida. Las palabras mueven, pero el ejemplo arrastra. Como último apunte diría que todo esto está en estar muy cerca de los que más sufren, sin dejar de atender a todos, como lo haría una madre. Y la Iglesia es y tiene que ser para la sociedad y para todos como una madre. Como una madre que sabe de esperar, de curar, de sanar, de acoger, de ternura”.
Difícilmente se puede expresar con más claridad y precisión. Este es, sin duda, el verdadero camino para la nueva evangelización.
1. He reflexionado, siguiendo la estela de Hans Küng, José María Castillo y el papa Francisco, sobre lo que estimo el más grande misterio del cristianismo: la encarnación/humanización del Dios trascendente en la persona humana de Jesús de Nazaret,en el libro La despedida de un traidor. La búsqueda personal de Dios, de inmediata aparición. A él nos remitimos.
2. https://www.religiondigital.org/diocesis/Fernando-Prado-obispo-san-sebastian-entrevista-evangelio-iglesia-sociedad-claretiano_0_2502349749.html
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