“La reforma de la Iglesia ha de comenzar en nosotros mismos”. ¿Hay que reubicar, actualizar y acomodar la Iglesia? (I)
"La realidad de la situación innegable de la Iglesia es la de hallarse en una muy grave crisis moral y de fe. La vida del cristiano discurre muy alejada de la necesaria coherencia entre fe y vida. ¿Qué hacer?"
"El punto de partida ineludible radica en la respuesta individual a la llamada también individual. Los cristianos debemos cambiar nuestras vidas y vivir como discípulos de Jesús. Los cristianos hemos de realizar en nosotros la conversión"
"La verdadera identidad del cristiano no es una tarjeta que así lo exprese. Es el discipulado. Exigencias de vida del mismo"
"El testimonio de los primeros cristianos: la práctica de la bondad, basada en el amor"
"La verdadera identidad del cristiano no es una tarjeta que así lo exprese. Es el discipulado. Exigencias de vida del mismo"
"El testimonio de los primeros cristianos: la práctica de la bondad, basada en el amor"
No reflexionaré como teólogo. No lo soy. Tampoco, he de reconocer, me ha sido de utilidad la teología elaborada al dictado del poder imperante, de escritorio y alejada de la realidad (cfr. Delgado, La despedida … cit., págs. 373- 386). Intento algo mucho más modesto y sencillo. Pretendo compartir con quien lo tenga a bien mi experiencia de vida. No busco imponer a nadie doctrina alguna. Mi itinerario, sin duda complejo, sólo aspira a ser respetado.
Es el fruto maduro de un profundo discernimiento sobre una situación personal -la mía- e institucional -de la Iglesia- con sus circunstancias, que acabó por aflorar una posterior voluntad de colorear la vida de sabor evangélico. Daré testimonio, en consecuencia, de mi caminar concreto, de cómo entendí el cristianismo y de las exigencias en el estilo de vida que, en mi personal perspectiva, implicaba de modo necesario. Intento que mi vida se rija por el Evangelio (suprema prioridad) con coherencia y fidelidad. Eso sí, siempre en el marco de la débil condición humana.
1. Una realidad innegable
Es una muy triste evidencia. Como, en su día, dijo Alfred Loisy, “Jesús anunció la venida del Reino de Dios y lo que vino fue la Iglesia”. Ni cuando se formuló esta valoración ni siquiera en el momento presente resulta fácil, por muchos matices que se señalen, negar su adecuación a la realidad. Condensa y expresa una imagen cierta e indisociable de lo que ha ocurrido en ‘el misterioso taller de Dios’ (Goethe). Y sigue ocurriendo, sin duda.
Un colaborador habitual de RD, tan ponderado como José Antonio Pagola, ha entendido que “una de las herejías más graves es hacer de la Iglesia el ‘sustitutivo’ del Reino de Dios”. Hasta tal punto esta situación del pueblo de Dios es ahora una realidad palpable que incluso se ha hablado del “abismo entre la fe y la vida” (Joseph Tobin, arzobispo de Newark). En definitiva, la Iglesia católica parece que, en el devenir del tiempo, ha venido olvidando algo frente a lo cual Francisco ha adoptado, dada su trascendencia, una posición no exenta de connotaciones obsesivas: subrayar que la coherencia necesaria entre la fe y la vida pertenece al ADN del cristianismo.
Es más, tal estado de cosas repercute directamente en el modo como se viene ejerciendo la autoridad en su seno: “exigir de los otros cosas, también justas, pero que ellos no ponen en práctica en primera persona. Tienen una doble vida” (Francisco). Lo cual se manifiesta como “… una herida en la Iglesia y en la que la autoridad no es: ’yo mando, tú haces’. No, es otra cosa, es un don, es una coherencia” (Ibidem). Doble vida, rigidez patente, polarización extrema, esquizofrenia pastoral: ‘dicen una cosa y hacen otra (cfr. Delgado, La despedida de un traidor. La búsqueda personal de Dios, Sevilla 2023, págs. 95-106). En este contexto, José María Castillo ha calificado la situación institucional presente como de grave crisis moral y de fe, a la vez que ha denunciado la escandalosa marginación del Evangelio.
Por si las anteriores pinceladas no fuesen suficientes, el propio Francisco, en la Carta al Pueblo de Dios que peregrina en Alemania (29.06.2019) realizó el siguiente diagnóstico: “Hoy, sin embargo, coincido con Ustedes en lo doloroso que es constatar la creciente erosión y decaimiento de la fe con todo lo que ello conlleva no sólo a nivel espiritual sino social y cultural. Situación que se visibiliza y constata, como ya lo supo señalar Benedicto XVI, no sólo ‘en el Este, donde, como sabemos, la mayoría de la población está sin bautizar y no tiene contacto alguno con la Iglesia y, a menudo, no conoce en absoluto a Cristo’ sino también en la así llamada ‘región de tradición católica [dónde se da] una caída muy fuerte de la participación en la Misa dominical, como de la vida sacramental’. Un deterioro, ciertamente multifacético y de no fácil y rápida solución, que pide un abordaje serio y consciente que nos estimule a volvernos, en el umbral de la historia presente, como aquel mendicante para escuchar las palabras del apóstol: ‘no tengo plata ni oro, pero te doy lo que tengo: en el nombre de Jesucristo de Nazaret, levántate y camina’ (Hch 3,6)” (n. 2).
Este acertado diagnóstico papal -¿quién se atrevería a negarlo?- es extensible, haciendo los cambios necesarios, al conjunto de toda la Iglesia. La grave situación que la configura en la actualidad se detecta a lo largo y a lo ancho de la misma. A todos preocupa y ocupa, aunque desde posiciones muy encontradas. ¿Qué hacer? ¿Cómo afrontar esta realidad tan vieja y escandalosa por antievangélica? ¿Cómo actuar una radical revisión de todo el entramado institucional y doctrinal? ¿Cuáles serían los obstáculos más importantes? ¿Es posible y viable en el momento presente?
2. Un punto de partida ineludible
La innegable realidad que he pretendido sintetizar en el apartado anterior nos interpela, directamente y de manera inmediata, a todos los que pretendemos, y decimos, seguir todavía a Jesús. Prescindir de ella supone un muy grave error de partida. Es, precisamente, esta realidad la que estamos llamados a cambiar radicalmente y de modo prioritario. Para abordarla, no se exige, en mi modesta opinión, fundada en la experiencia de un muy complicado proceso de conversión personal, plantearse cuestión alguna previa metodológica. Exige, eso sí, que no es poco, la respuesta en positivo a la llamada personal e individual y cambiar sustancialmente el estilo o modo de vida.
a. La conversión personal
Se diga lo que se diga, se impulsen las reformas que sean, se milite en un bando u otro, se tenga la esperanza puesta, o se desconfíe, en el movimiento sinodal, creo, como ha subrayado Francisco (cfr. Delgado, La despedida … cit., págs. 117-125), que los cristianos debemos cambiar y abordar, en nuestras vidas, la propia conversión personal (Newman). Actitud esencial y de primerísimo orden. Siempre actitud ineludible. Actitud que “… supone una invitación a tomar contacto con aquello que en nosotros y en nuestras comunidades está necrosado y necesita ser evangelizado y visitado por el Señor. Y esto requiere coraje y confianza porque lo que necesitamos es mucho más que un cambio estructural, organizativo o funcional” (Francisco, Carta … cit., n. 5).
¡Qué razón le asiste a Francisco y qué poco se habla de ello en la Iglesia! ¿Por qué será? ¿Por qué se teme y se rehúye este planteamiento tan esencial? Los cambios estructurales y organizativos, así como una más adaptada y eficaz distribución de funciones, pueden aparecer como necesarios en un momento dado y, en consecuencia, habrá que realizarlos de acuerdo con las especificaciones técnicas debidas. Pero, no pasan de ser meramente instrumentales. Lo importante, y lo que debe ir creciendo, es la vida personal y comunitaria. Empeño complicado de llevar a la práctica, que reclama coraje y una voluntad resuelta de convertirse en discípulo de Jesús (cfr. Delgado, La despedida … cit., págs. 297-333), que es a lo que cada cual está llamado de modo individual.
Desde mi muy limitada y humilde manera de ver la situación real del cristianismo en su forma católica (cfr. Delgado, La despedida …cit., págs. 133-141), en la hora presente, creo que, efectivamente, es víctima de una tentación abundantemente extendida en el panorama eclesial y que revela -aquí radica su gravedad y los riesgos que conlleva el abrazarla- una muy grave deficiencia en el entendimiento de la esencia del cristianismo. Deficiencia que hunde sus raíces en la noche de los tiempos.
Para ilustrar o mejor conocer los riesgos inherentes a la misma se ha de poner en valor el protagonismo activo de la persona de Jesús de Nazaret. A este respecto, quiero, en primer lugar, recordar la enseñanza de Jesús ante el hecho de que sus discípulos no habían podido curar al niño endemoniado (Mt 17, 17-20; Lc 9, 37-41; Mc 9, 18-24). Jesús exclamó:
"¡Oh generación incrédula y descarriada! ¿Hasta cuándo voy a estar entre vosotros? ¿Hasta cuándo os tendré que soportar? Traédmelo aquí (…) ¿Por qué no pudimos arrojarlo nosotros? Él les dijo: A causa de vuestra poca fe; os aseguro que si tuvierais fe como un grano de mostaza, diríais a esta montaña: Desplázate y se desplazaría, y nada os sería imposible”. Enseñanza a no olvidar: el cristiano se ha de distinguir por su fe, por su confianza en Jesús, por fiarse de Él, por ordenar la vida en sus diferentes manifestaciones conforme a cómo la vivió Jesús. Esta perspectiva tan básica nos trae el recuerdo de Pablo en su Carta a los filipenses: “Todo lo puedo en aquel que me conforta” (Flp 4, 13).
En este orden de cosas, podemos aludir, en segundo lugar, a las interpretaciones de Romano Guardini y José María Castillo, verdaderamente iluminadoras. El primero señaló, ya hace mucho tiempo, que “el cristianismo no es, en último término, ni una doctrina de la verdad ni una interpretación de la vida. Es esto también pero nada de ello constituye su esencia nuclear. Su esencia está constituida por Jesús de Nazaret, por su existencia, su obra y su destino concretos; es decir, por una personalidad histórica (…) No hay ninguna doctrina, ninguna estructura fundamental de valores éticos, ninguna actitud religiosa ni ningún orden vital que pueda separarse de la persona de Cristo y del que, después, pueda decirse que es cristiano. Lo cristiano es Él mismo, lo que a través de Él llega al hombre y la relación que a través de Él puede mantener el hombre con Dios”. El segundo ha subrayado que “Jesús es la Palabra que tenemos que escuchar y la que tenemos que seguir. Solamente eso, nada más y también ‘nada menos’. Nos queda Jesús sólo”. No es infrecuente, por tanto, la invitación reiterada a escucharlo (Mc 9, 7; Mt 17, 5; Lc 9, 34).
Si esto es así, yo, personalmente, no lo dudo, creo que, al margen de la posible necesidad/conveniencia de abordar cualquier reforma estructural, se ha de abordar, de modo prioritario, la cuestión decisiva referida al seguimiento de Jesús, a ser sus discípulos, a permanecer en su palabra. Esta actitud, que conlleva una respuesta individual muy comprometida, ha de resolverse con carácter previo. Es más, si se margina o no está en permanente interacción, todo se vendrá abajo y será, a no tardar demasiado tiempo, inútil e ineficaz. ¿Cómo es que tan esencial actitud no es objeto prioritario y permanente de la acción evangelizadora? ¿Cómo es que no se insiste en esta dimensión en los planes pastorales y en los mensajes que, por los responsables del gobierno en la Iglesia, se envían al Pueblo de Dios?
Francisco (Homilia de 1 de abril de 2020) ha insistido en el carácter identitario de la actitud que venimos reclamando. “La identidad cristiana, ha proclamado, no es una tarjeta que dice ‘soy cristiano’, una tarjeta de identidad, no. Es el discipulado. Tú, si permaneces en el Señor, en la Palabra del Señor, en la vida del Señor, serás un discípulo. Si no te quedas, serás uno que simpatiza con la doctrina, que sigue a Jesús como un hombre que hace tanta caridad, es muy bueno, que tiene los valores correctos, pero el discipulado es la verdadera identidad del cristiano”.
Enseñanza muy pertinente en los tiempos actuales en los que tan poco se habla de la identidad cristiana y tanto se reclaman reformas estructurales y organizativas. No es tiempo, en mi opinión, para exhibir identidades meramente formales. Esa no es la identidad del cristiano. No es prioritaria. La verdadera identidad radica en el discipulado. Si sois realmente mis discípulos, ‘conoceréis la verdad, y la verdad os hará libres’ (Jn 8, 31). Pero para ello hay que ‘permanecer’ firmes y fieles a la tensión de vivir como vivió Jesús. Este es, en realidad, el camino al que nos invita Jesús para la libertad y para la vida (Francisco).
Como ya lo vengo subrayando (últimamente, en mi testamento La despedida … cit., pág. 299), no se trata de mostrar una cierta simpatía o admiración ante alguien que hizo el bien y fue admirable por tantas cosas. No se trata, en modo alguno, de aceptar doctrinas e interpretaciones de la jerarquía a la que haya que obedecer y mostrar sumisión absoluta. Se trata de algo muy diferente, mucho más comprometedor y directamente relacionado con la persona humana con quien se convive en sociedad. Se trata, con la respuesta, de ‘estar dispuestos a un camino de conversión que cambia el corazón’ (Francisco).
Se trata, a partir de la llamada y el oportuno discernimiento, de dar ‘el paso decisivo, ese que va de la admiración por Jesús a la imitación de Jesús” (Francisco). ¡Casi nada! Y, para darlo en serio, hay que tener una fe muy firme, gran coraje y mucho amor. No basta con una respuesta inicial que no sea consciente de su desarrollo posterior. El seguimiento de Jesús, el ser su discípulo, comporta un verdadero proceso existencial, a lo largo de toda la vida del creyente y del discípulo. El encuentro inicial marca un movimiento que, si se mantiene la tensión de fidelidad necesaria, si se permanece, dará lugar a ulteriores desarrollos. La fe inicial, a partir del seguimiento concreto de Jesús a lo largo de la vida, se hará más firme, crecerá y se extenderá, se fortalecerá, se ampliará e intensificará. Se hará adulta en la prueba. No se está ante algo estático, sino dinámico, en movimiento, susceptible de experimentar diferentes modificaciones.
Creo necesario insistir en esta perspectiva, que acabo de enunciar. La gente de la calle, con quien el seguidor de Jesús está en contacto a diario en las diferentes facetas de la vida social, profesional y hasta religiosa, aprecia, y valora, la singularidad del cristiano por su conducta y comportamiento en todos los órdenes de la vida. A la gente le daba igual el rito que practicaran o la doctrina que profesaran o la organización que aglutinara a los cristianos. Lo que atraía y llamaba la atención de los extraños siempre tenía que ver con su conducta y su comportamiento respecto de las personas con quien se convivía.
En efecto, en los inicios del cristianismo (cfr. Pagels, E., Más allá de la fe, Barcelona 2003, págs. 17 y ss. y Delgado, G., La despedida … cit., págs. 181 y ss.), ‘lo que atraía a los extraños que se acercaban a una reunión de cristianos’ (Pagels), era ‘la fuerza espiritual’ que les unía entre sí, el contemplar cómo se apoyaban y ayudaban, de modo gratuito, ante la adversidad y la enfermedad, el ver cómo se amaban siguiendo la enseñanza de Jesús (Mc 12, 29-31). El cristiano se diferenciaba y apreciaba por los extraños a la vista de lo que se ha llamado la ‘estructura social radicalmente nueva’, que formaban (cfr. Mt 25, 35-46).
Tan era así que Tertuliano (s. II), respecto de la que denominaba “peculiar sociedad cristiana”, subrayaba, a diferencia de los miembros de otros grupos, que los cristianos voluntariamente aportaban donaciones, ayudas en forma de alimentos, medicinas y solidaridad con los presos o en forma de compra de ataúdes y excavación de tumbas. Especialmente llamativa era la actitud de acompañamiento y asistencia en los casos de peste que asolaban ciudades enteras del imperio. El propio Tertuliano habla de “lo que nos diferencia a los ojos de nuestros enemigos es la práctica de la bondad basada en el amor: ‘¡Mirad -dicen- cómo se aman los unos a los otros!”.
¡Qué diferente es este comportamiento en los momentos actuales! Si por algo se distingue el proceder de quienes se dicen seguidores de Jesús es por la polarización extrema. Ahora no podría repetirse el testimonio de Tertuliano. Ahora los cristianos no se diferencian -hablamos en general- por ‘la práctica de la bondad basada en el amor’. A fuer de sinceros, ahora, muy triste realidad, se podría decir: ¡Mirad como se odian los unos a los otros! En el fondo, no se aprecia en el comportamiento de los cristianos diferencia notable sobresaliente con el resto de los paganos (cfr. valoración de Joseph Tobin, arzobispo de Newark).
He de confesar que me ví muy gratamente sorprendido, y confirmado en mis posiciones al respecto, cuando Francisco, en el Video, correspondiente al mes de agosto de 2021, afirmó tajantemente que “la reforma de la Iglesia ha de comenzar en nosotros mismos”. ¡Impecable! Se trata de recorrer el camino del verdadero Maestro, que vino a servir y no ser servido. Se trata de dirigir cada día nuestros pasos al encuentro del otro (Francisco). Se trata de ejercer la responsabilidad que atañe a cada seguidor de Jesús en la evangelización, Y, ésta, no lo olvidemos, se lleva a cabo mediante el testimonio de vida,
(Continuará)
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