"La ley de la vida es el Evangelio, seguir a Jesús" La travesía que abrevia
“Lo que necesitamos es mucho más que un cambio estructural, organizativo o funcional” (Carta, n. 5) y que es necesario que “empecemos reformando la Iglesia con una reforma de nosotros mismos” (Francisco).
El cristianismo no debería olvidar, como ha hecho, que “su esencia está constituida por Jesús de Nazaret, por su existencia, su obra y su destino concretos, es decir, por una personalidad histórica” (Romano Guardini).
“Jesús es la Palabra que tenemos que escuchar y la que tenemos que seguir. Solamente eso, nada más y también, ‘nada menos’. Nos queda Jesús solo” (José M. Castillo). ¿Dónde está la coherencia para acomodar la vida personal al modelo exigido.
Todo lo anterior cuestiona radicalmente la concepción de la Iglesia como ‘religión de creencias’: Es obligada la lectura de Mt 25, 31-42.
“Jesús es la Palabra que tenemos que escuchar y la que tenemos que seguir. Solamente eso, nada más y también, ‘nada menos’. Nos queda Jesús solo” (José M. Castillo). ¿Dónde está la coherencia para acomodar la vida personal al modelo exigido.
Todo lo anterior cuestiona radicalmente la concepción de la Iglesia como ‘religión de creencias’: Es obligada la lectura de Mt 25, 31-42.
Hace unos días, recordé lo que para mí, desde hace bastante tiempo, constituía la esencia, el punto nuclear, del cristianismo, que, por cierto, no es coincidente, ni mucho menos, con el mensaje de la Iglesia católica (cfr. G. Delgado, La despedida de un traidor. La búsqueda personal de Dios, 2023). Posteriormente, el papa Francisco, en medio de los riesgos y avatares del Sínodo de la sinodalidad y del Sínodo de la Iglesia en Alemania, puntualizó en la misma línea ideas, a mi entender, claves para la reforma necesaria de la Iglesia actual y, sin embargo, como tantas veces en su dilatada historia, echadas, en la vida real, en saco roto.
La mentalidad ahora imperante (fruto de una verdadera sobreactuación), ha sido, en efecto, impulsada por el propio Francisco. Sin embargo, los procesos abiertos al respecto han actuado ciertas tentaciones y riesgos, a la vez que se ha evidenciado la necesidad de centrar tanto esfuerzo y consumo de energía. Tan es así, que el propio Francisco, en su Carta al Pueblo de Dios que peregrina en Alemania, 2019, se ha sentido obligado a subrayar que “lo que necesitamos es mucho más que un cambio estructural, organizativo o funcional” (Carta, n. 5) y que es necesario que “empecemos reformando la Iglesia con una reforma de nosotros mismos” (Video del Papa, Agosto 2021). ¡Casi nada!
Pensar en transformar la propia vida, hablar de poner sabor evangélico a la misma, significa, ante y sobre todo -y mucho más allá de cambios estructurales y organizativos-, seguir a Jesús, ser su discípulo, imitar su modo de vida, volver de nuevo, pero de otro modo, a situar la vida personal en el entorno de Jesús. Sus palabras y dichos, su mensaje, su actividad o modo de vivir constituyen, desde mi personal perspectiva, “el testimonio principal de la vida y doctrina de la Palabra hecha carne, nuestro Salvador” (Const. Dei Verbum, n. 18); e integran, principalmente, lo que siempre se ha conocido como los Evangelios (Marcos, Mateo, Lucas y Juan) y contienen la esencia del mensaje cristiano.
El cristianismo, por tanto, no debe olvidar nunca que “… no es, en último término, ni una doctrina de la verdad ni una interpretación de la vida. Es esto también, pero nada de ello constituye su esencia nuclear. Su esencia está constituida por Jesús de Nazaret, por su existencia, su obra y su destino concretos, es decir, por una personalidad histórica” (Romano Guardini, El Señor, 1958). Es más, el citado teólogo subraya vigorosamente que “no hay ninguna doctrina, ninguna estructura fundamental de valores éticos, ninguna actitud religiosa ni ningún orden vital que pueda separarse de la persona de Cristo y del que, después, pueda decirse cristiano. Lo cristiano es Él mismo, lo que a través de Él llega al hombre y la relación que a través de Él pueda mantener el hombre con Dios” (Ibidem, La esencia del cristianismo. Una ética para nuestro tiempo, Madrid, 2013).
Jesús de Nazaret -nunca he dudado de ello- es el punto de partida y llegada del nuevo camino a seguir: el cristianismo, el reino de Dios. Otra cosa muy diferente es la coherencia de cada cual para acomodar la vida personal al modelo exigido y al que individualmente estamos llamados. José María Castillo, uno de los grandes expertos en la teología de la encarnación o humanización de Dios, dejó dicho: “Jesús es la Palabra que tenemos que escuchar y la que tenemos que seguir. Solamente eso, nada más y también, ‘nada menos’. Nos queda Jesús solo”. No es extraño, en consecuencia, encontrarse en el Evangelio con esta recomendación de lo alto: “Escuchadlo” (Mc 9, 7; Mt 17, 5; Lc 9, 34).
Cuando Juan Bautista quiso saber quién era Jesús (‘¿Eres tú el que viene o esperamos a otro?’), Éste respondió a sus dos discípulos enviados al respecto: ”Marchad y anunciad a Juan lo que habéis visto y oído: ’Los ciegos recobran la vista; los cojos andan; los leprosos quedan limpios y los sordos oyen; los muertos resucitan; a los pobres se anuncia la buena nueva’” (Lc 7, 22).
Si se entendiesen, en toda su profundidad, las enseñanzas precedentes, el cristiano o seguidor de Jesús se cuestionaría muy en serio la concepción tradicional de la religión que ha venido impulsando la Iglesia católica: una religión de creencias. El cristiano se realiza y se conoce por la conducta, por la vida que lleva, por el testimonio que encarna. No por los ritos que practique ni por lo que piense y diga acerca de sus creencias y doctrinas. Lo determinante para saber y conocer quién es seguidor o no de Jesús, es su conducta, su hacer, su vida, “su bondad, su honradez, su humanidad” (José María Castillo). Lo puedes verificar, sin género alguno de duda, en Mt 7, 15-27 y Lc 6, 46-49; 13, 24-30. Es más, Tertuliano (s. II) ya nos ofreció este testimonio: “Lo que nos diferencia a los ojos de nuestros enemigos es la práctica de la bondad basada en el amor: ’Mirad -dicen- cómo se aman los unos a los otros” (Apología, 39). En la actualidad, se podría decir, por el contrario, ‘mirad cómo se odian’ (Polarización extrema).
Como referencia, para mí, definitiva de la vida a que estamos llamados, hay que recordar el juicio final (Mt 25, 31-46) o ‘juicio ateo’ (expresión atribuida al gran teólogo Karl Rahner): “Porque tuve hambre y me disteis de comer, tuve sed y me disteis de beber, era emigrante y me recogisteis, estaba desnudo y me vestisteis, estaba enfermo y me asististeis, estaba en la cárcel y visitasteis”. Y ¿cuándo hicimos todo esto? “Os digo que cuanto hicisteis al más pequeño de mis hermanos, a mí me lo hicisteis”. Y, al contrario, esto es, ¿cuándo no te acogimos o no te prestamos asistencia? “Os digo que cuanto dejasteis de hacer a uno de estos más pequeños, a mí dejasteis de hacerlo”.
Quiero concluir esta breve, aunque trascendental reflexión, con unas palabras luminosas de quien fue uno de mis más grandes amigos: “Por tanto, la ley de los cristianos es Jesús mismo: su profunda humanidad, su bondad, su tolerancia, su cercanía a todo el que sufre, su capacidad de comprender sobre todo a los más alejados. Mucha gente que se considera cristiana, no se da cuenta de que su ley de vida es el Evangelio (…). Lo que importa no es observar normas y cumplirlas, sino ‘seguir a Jesús’. Esto ante todo y sobre todo’” (José María Castillo).
Como ya habrás advertido, el cristianismo, el mensaje de Jesús, es otra cosa. Jesús entendió la religión no según el modelo tradicional sino a través de lo humano. Toda la vida pública de Jesús fue un hacer, que consistió, precisamente, en atender las preocupaciones de sus seguidores, de sus escuchantes, de la gente, que salía e iba a su encuentro. Esto es, las preocupaciones de cada día, las propias de la condición humana. ¿Por qué nuestra religiosidad habría de consistir en algo diferente? Puede parecer sorprendente. Pero, al encarnarse Dios en la persona humana de Jesús (humanización), cuanto más humanos nos hacemos, o cuánto más nos comportamos como tales, más ‘divinos’ nos volvemos.
Lo que nos lleva a Dios es vivir como vivió Jesús, imitar su estilo de vida, intentarlo, al menos. Esto es, aliviando el sufrimiento humano, cualquiera sea su causa; sanando y acompañando a enfermos y dolientes; paliando el hambre de los necesitados; perdonando los pecados y errores de los demás; mejorando las relaciones humanas; siendo tolerantes y amando y respetando a todos, aunque sean adversarios, enemigos o piensen de manera diferente a nosotros, etc. Todo estriba en la atención y la lucha por sanar y dar vida, como hizo Jesús. Aunque, en muchos casos, ello nos enfrente, como le ocurrió también a Jesús, con los hombres de la religión oficial.
En definitiva, no es necesario ser un genio ni un gran teólogo. Como expresó monseñor Bienvenido, en Los miserables de Victor Hugo, “él prefería la travesía que abrevia: el Evangelio”.
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