Adelanto editorial: 'El camino de la fe' editado por San Pablo Michael Moore: "'Creer' se conjuga en gerundio. Yo 'voy creyendo'"
"Los últimos días de Jesús –litúrgicamente conmemorados en la llamada «semana santa»– condensan simbólicamente el drama de una existencia vivida totalmente a favor de Dios y totalmente a favor del hombre"
"El sentido de la vida y de la muerte, las apuestas innegociables y las tentaciones insidiosas, la imagen de Dios y la verdad del hombre, el grito y el silencio, la noche y la espera, se encuentran y se tensionan en el drama del misterio pascua"
"Mi propósito es más modesto: intentaré un ejercicio de meditación creyente en voz alta, a partir de algunas de las muchas provocaciones que contienen los relatos de la pasión y pensando en un público amplio, con deseos de ir un poco más allá de las «piadosas» homilías y catequesis tradicionales"
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"Mi propósito es más modesto: intentaré un ejercicio de meditación creyente en voz alta, a partir de algunas de las muchas provocaciones que contienen los relatos de la pasión y pensando en un público amplio, con deseos de ir un poco más allá de las «piadosas» homilías y catequesis tradicionales"
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Frente a tantos hombres y mujeres de otras religiones y culturas, los cristianos nos animamos a afirmar –osadamente– que en Jesús de Nazaret Dios se ha vuelto cercano y palpable, caminante y camino. Así, en el evangelio de Juan, lo oímos autoproclamarse «Yo soy el camino, la verdad y la vida» (Jn 14,6).
Por eso, toda teología, toda catequesis, toda espiritualidad que se precien de cristianas, deben volver la mirada una y otra vez a la historia concreta del profeta galileo (cf Heb 12,2). Contemplando su vida y sus opciones, sospechamos cómo es Dios, nos asomamos a su inagotable misterio. Y, configurando nuestra historia con la suya, nos aseguramos de andar por senderos de verdadera humanización. Porque de eso se trata en el camino de la fe: volvernos un poco más humanos en el seguimiento de aquel que, de tan humano, era divino: «Así de humano solo puede serlo el mismo Dios»[1].
De un modo particular, los últimos días de Jesús –litúrgicamente conmemorados en la llamada «semana santa»– condensan simbólicamente el drama de una existencia vivida totalmente a favor de Dios y totalmente a favor del hombre. Lo uno y lo otro, ambos totalmente, sin confusión pero sin separación; porque forma parte de nuestra fe tanto el afirmar la no identidad entre el Creador y la creatura (¡solo Dios es Dios!) como el proclamar la urgencia de descubrir a Dios en el hombre. Al menos desde la encarnación, lo humano es el lugar privilegiado para descubrir lo divino y el «test infalible» para mostrar que en verdad amamos a Dios... a quien no vemos (cf 1Jn 4,20).
El sentido de la vida y de la muerte, las apuestas innegociables y las tentaciones insidiosas, la imagen de Dios y la verdad del hombre, el grito y el silencio, la noche y la espera, se encuentran y se tensionan en el drama del misterio pascual. Y, como en un espejo, se ofrece a nuestra vida, para confrontarla: ¿Cómo quiero vivir?, ¿cómo quiero morir? Son preguntas impostergables que debemos animarnos a plantearnos. Se suele decir que morimos como vivimos. Y de lo único que estamos absolutamente seguros es de que moriremos, aunque no sepamos cómo ni cuándo; pero sí podemos ir delineando el desde dónde queremos encarar lo uno y lo otro, y esto implica un estilo de vida. De eso se trata la fe, que es camino. Y que debe recorrerse en seguimiento de aquel que se nos ofrece como el camino, pero que a la vez crea el espacio de la libertad por medio del Espíritu para recrearlo desde la irrepetibilidad de nuestro ser individual. Porque, como testimonia el poeta León Felipe:
«Nadie fue ayer,
ni va hoy,
ni irá mañana
hacia Dios
por este mismo camino
que yo voy.
Para cada hombre guarda
un rayo nuevo de luz el sol...
y un camino virgen
Dios»[2].
Camino: no es una autopista ni un atajo al cielo; es sendero apenas esbozado que se ofrece para ser transitado con las pocas certezas que da la fe. Pocas, pero suficientes.
Camino de la vida a la Vida, pasando por la(s) muerte(s). Y si nuestra existencia creyente no manifiesta hoy movimientos –porque estamos abatidos o anestesiados en una fe poco madura– deberá hacerse camino, porque la vida misma con sus interpelaciones y sorpresas nos obliga constantemente a deconstruir(nos) para reconstruir(nos). Nos invita –más aún–, nos exige cambiar, desinstalarnos, salir (cf Gén 12,1; He 7,3). De lo contrario, de la parálisis se pasa al anquilosamiento y, de este, a la necrosis de la vida espiritual o, lo que es bastante común en muchos creyentes, a la infantilización de la experiencia de fe, olvidando así el testimonio paulino: «Cuando yo era niño, hablaba como niño, pensaba como niño, razonaba como niño; pero, al hacerme hombre, dejé todas las cosas de niño» (1Cor 13,11). En la vida creyente, como en la vida biológica, envejecer es inevitable, pero madurar es optativo.
Decir que la fe es camino, implica, entre otras cosas, afirmar que supone un proceso. Por eso sostengo que el creer se conjuga en gerundio: cuando me preguntan a mí si creo (en Dios, en los hombres, en la vida, etc.), me gusta responder «voy creyendo». Pienso que esta fue también la experiencia que tuvieron aquellos hombres y mujeres que se cruzaron con Jesús por las calles polvorientas de Galilea: primero hubo un encuentro con aquel judío marginal, seguido de cierta seducción ejercida por él; luego vino el seguimiento y la convivencia para, al final, proclamar la confesión de fe. Comenzaron sospechando y terminaron creyendo. En otras palabras: la entrega total que supone la fe se da, en todo caso, al final (que implica un nuevo comienzo) de un devenir nunca exento de vaivenes. Al inicio de su ministerio, el evangelista Juan narra este sugestivo diálogo entre Jesús y unos discípulos del Bautista que lo observaban: «“¿Qué buscáis?”. Ellos le respondieron: “Rabbí –que quiere decir `Maestro´–, ¿dónde vives?”. Les respondió: “Venid y lo veréis”. Fueron, pues, vieron dónde vivía y se quedaron con él aquel día» (Jn 1,38-39). La fe, entonces, es un encuentro que presupone una búsqueda, una búsqueda de sentido y un mínimo de apertura a que otro me lo pueda revelar. Sentido que solo se va develando en el seguimiento, en la convivencia, en la praxis (más que en las capillas y entre los libros): «venid y veréis».
Desde estas convicciones tan pensadas como experimentadas, lo que comparto ahora con el lector son algunas breves reflexiones en torno a los últimos días de Jesús pero que, como decía al inicio, condensan todos los momentos de una vida, haciendo emerger su sentido último. He escogido el género literario de «meditación teológica»; no haré, pues, exégesis bíblica de los textos, especulaciones dogmáticas ni meras consideraciones «moralizantes». Tampoco pretendo ofrecer ni guiarme por una hipotética reconstrucción histórica exacta de los hechos, empresa del todo imposible dada la alta teologización de los acontecimientos narrados. Mi propósito es más modesto: intentaré un ejercicio de meditación creyente en voz alta, a partir de algunas de las muchas provocaciones que contienen los relatos de la pasión y pensando en un público amplio, con deseos de ir un poco más allá de las «piadosas» homilías y catequesis tradicionales. Lo haré desde la certeza fundante –como espero ya haber aclarado suficientemente– de que la fe es un camino. Es don –ofrecido desde siempre a todo hombre– pero también es tarea que se asume y se tiende-distiende en el ejercicio dramático de la libertad. Subrayo: la fe no hace referencia (al menos en primer lugar) a un catálogo de verdades –más o menos entendibles– a las que nos debemos adherir –con mayor o menor convicción–, sino a una actitud global frente a la vida y, más en concreto, frente al misterio del Dios que envuelve, atraviesa y sostiene nuestras historias.
Y, como en todo camino, hay luces y sombras: por eso, las meditaciones se ofrecen para ser masticadas al claroscuro del misterio pascual. Hay tramos donde vamos muy deprisa, otros donde nos tambaleamos, caemos, nos quedamos paralizados... o intentamos atajos para ir más rápido, aunque no lleguemos más lejos. Creo que un poco de todo esto experimentaron también Jesús y sus discípulos yendo y llegando a Jerusalén.
Hay tramos donde vamos muy deprisa, otros donde nos tambaleamos, caemos, nos quedamos paralizados... o intentamos atajos para ir más rápido, aunque no lleguemos más lejos. Creo que un poco de todo esto experimentaron también Jesús y sus discípulos yendo y llegando a Jerusalén
Antes de partir, permítanme un solo consejo del cuaderno de bitácora para itinerantes: en este recorrer la pasión, durante el que tropezaremos con tantos sufrimientos, injusticias y sinsentidos padecidos por Jesús y que harán brotar también algunos nuestros y actuales, déjense guiar por el mismo Espíritu que condujo y sostuvo a nuestro maestro, evitando caer en la tentación de escapar rápido hacia el domingo de Resurrección, como si fuese el happy end de una historia que ya conocemos. No seamos spoilers del misterio pascual: la seriedad de la vida (de fe) no lo permite ni lo soporta. Al dolor hay que transitarlo, nombrarlo y asumirlo. Y aceptar que a veces alcanza redención ya, pero muchas otras todavía no.
Los invito, pues, a caminar conmigo en un andar pausado y contemplativo donde, sin duda, lo más importante no será lo que yo pueda decir, sino el eco y la provocación a reflexionar que ojalá estos rumores susciten en los lectores, desde lo que hoy están viviendo en sus biografías concretas[3]. A pensar rezando y a rezar sintiendo el camino de la fe a la luz (y las sombras) del misterio pascual, musitando, orantes, con el poeta:
«Mi fuerza y mi fracaso
eres Tú.
Mi herencia y mi pobreza.
Tú, mi justicia,
Jesús.
Mi guerra
y mi paz.
¡Mi libre libertad!
Mi muerte y vida,
Tú.
Palabra de mis gritos,
silencio de mi espera,
testigo de mis sueños,
¡cruz de mi cruz!
Causa de mi amargura,
perdón de mi egoísmo,
crimen de mi proceso,
juez de mi pobre llanto,
razón de mi esperanza,
¡Tú!
Mi tierra prometida
eres Tú...
La Pascua de mi Pascua,
¡nuestra gloria
por siempre,
Señor Jesús!»[4].
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[1] L. Boff, Jesucristo liberador. Ensayo de Cristología crítica para nuestro tiempo, Sal Terrae, Santander 1980, 189.
[2] León Felipe, Obra poética escogida, Espasa-Calpe, Madrid 1985, 40.
[3] Si se me permite el consejo, sugiero no abordar más de una meditación por día. Y leerla un par de veces... masticarla, paladearla... aunque duela. Creo que el contenido teologal que encierra cada momento de la vida de Jesús durante la semana santa nos confronta –si nos animamos– de un modo bastante profundo y movilizador. En definitiva, lo más importante no es lo que le sucedió a él sino lo que nos está sucediendo hoy, a cada uno de nosotros, en nuestra vida de creyentes. Jesús vivió su vida (y su muerte); compete a cada quien asumir maduramente la propia.
[4] P. Casaldáliga, «¡Señor Jesús!», en: Antología personal, Trotta, Madrid 2006, 53.
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