PREPUBLICACIÓN: 'Para alcanzar amor', de Pedro Miguel Lamet (La Esfera de los Libros) "¿Puede el biógrafo plasmar el alma secreta de su personaje?"
En el V Centenario de la conversión de Íñigo de Loyola, Pedro Miguel Lamet publica "Para alcanzar amor" (La Esfera de los Libros)
Novela histórica protagonizada por uno de los personajes más influyentes de la Historia de España y narrada desde la óptica del teólogo e historiador Pedro de Ribadeneira
Al echar la vista atrás sobre todo me preguntaba una y otra vez: ¿puede el biógrafo plasmar el alma secreta de su personaje? Incluso, como es mi caso, cuando desde niño lo traté, veneré, amé y seguí intensamente, ¿puede un hombre conocer cabalmente a otro hombre? Según mi experiencia, sus hechos externos, sus escritos más íntimos, la colección de sus cartas, sus obras, permiten sin duda aproximarnos a él. Pero ¿quién entra a fondo en el misterio de un alma, los recovecos recónditos de una vida, sus horas de soledad y sufrimiento, duda y miedo, el vacío o la plenitud de una existencia? ¿Quién puede trasladar al papel uno solo de sus sentimientos de amor, búsqueda y encuentro? Sobre todo, cuando, como es mi caso, se trata de escribir la vida de un conductor de almas, un fundador, un padre, e incluso un místico que ha buceado en el misterio y saltado hasta los arcanos infinitos.
Estas y otras preguntas me hacía yo ante las piedras doradas y el fluir de las límpidas aguas del río Tajo al regresar a mi natal Toledo. Todo parecía nuevo y distinto. ¡Cuántos años vividos, experiencias almacenadas, viajes y encuentros que han marcado en mi rostro surcos de existencia desde entonces!
Apenas iba a cumplir los catorce años cuando estaba abandonando este mundo la bellísima emperatriz Isabel de Portugal. Nadie quería creérselo. Rubia, delgada, etérea como un querubín, parecía incorruptible. Corría el año de 1539 y junto a mi madre a codazos esperábamos la comitiva del populacho, que desde antes del amanecer se agolpaba en las calles adyacentes para asistir a la salida del túmulo. Un temblor de ángeles silenciosos embriagaría, imagino yo, el palacio de Fuensalida cuando doña Leonor, la esposa de Francisco de Borja, duque de Gandía y marqués de Llombay, untó el cadáver de ungüentos y perfumes y lo amortajó con el hábito franciscano. Isabel había pedido que solo ella, su amiga portuguesa de la infancia y camarera mayor, tocara su cuerpo muerto.
De acuerdo con sus últimas voluntades, la emperatriz no fue embalsamada. A las tres de la tarde, entre miradas de curiosos, dejaba el palacio su féretro ante los ojos atónitos del pueblo de Toledo, mientras el cardenal, el corregidor y el ayuntamiento esperaban su llegada en la plaza del Conde. Treinta y dos grandes de España sacaron el ataúd a hombros junto a los mayordomos de la pareja imperial y los duques de Gandía, y se lo entregaron al corregidor. El catafalco de plomo encerrado en caja de madera, que iba cubierto de un paño negro con una cruz de terciopelo morado, fue conducido en procesión hasta este mismo puente de Alcántara. Pasaron frente a Santo Tomé y San Salvador, bajaron por Trinidad y cuatro calles.
El Tajo impregnaba de húmedo silencio un atardecer de mayo ungido de tristeza. Todos los estamentos, según me describía mi madre señalándolos con el dedo, iban representados en aquel mudo cortejo: cabildo, cofradías, capellanes mozárabes, curas, beneficiados, órdenes y conventos. El marcial paso de la guardia del emperador custodiaba el cadáver junto a los pajes del príncipe, que iban con hachas encendidas, con los maceros y las cruces de guía del cardenal y el emperador. Tras los restos iba Valdés, el capellán de la emperatriz, obispo electo de León. Le seguía el príncipe Felipe y, a su lado, el cardenal Tavera visiblemente afectados. Detrás, junto a otros nobles, caminaba erguido, pero pálido como la cera, el marqués de Llombay, caballerizo mayor de la emperatriz, que cumplía ese día diez años de su boda, los mismos transcurridos al servicio de doña Isabel.
—Mira, Pedro, es Francisco de Borja, duque de Gandía, grande de España —me dijo entonces mi madre al oído. Mi padre, Álvaro Husillo Ortiz de Cisneros, había muerto hacía cuatro años cuando yo aún solo tenía diez. Entonces mi madre, Catalina de Villalobos, que había dado a luz a tres hijas antes de a mí mismo, subsistía con escasos bienes de fortuna. Con el fin de que yo viniera a este mundo, hizo la promesa a Nuestra Señora de que, si lograba tener un niño, me haría capellán de Nuestra Señora. He de añadir un dato que he guardado toda mi vida en secreto: mi padre, que era jurado del ayuntamiento de Toledo, y toda mi familia Husillo eran de judíos conversos, cristianos nuevos que aún hoy, como contaré, no son bien vistos por nuestros contemporáneos, aunque el padre Ignacio siempre defendería el privilegio de llevar en las venas la misma sangre de Nuestro Señor Jesucristo.
¿Quién me iba a decir entonces que aquel encumbrado Borja, que vi por primera vez por las calles de Toledo, iba a ser con los años sucesor de Ignacio de Loyola en el gobierno de la Compañía de Jesús y que me encargaría a mí, Pedro de Ribadeneira, la comprometida misión de escribir la primera biografía de nuestro padre y fundador?
"Para alcanzar amor" (La Esfera de los Libros) está disponible en la página web de la editorial.
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