Cuando ya hemos superado más de la mitad de la vida, hemos podido aprender cuanta verdad encierra ese capítulo 3 del libro de Eclesiastés al recordarnos que “hay un tiempo para cada cosa”: tiempo para nacer y morir, tiempo para reír y llorar, tiempo para plantar y arrancar, y parece que la lista del autor sagrado no vaya a terminar, como si nos invitara a continuarla desde nuestra propia experiencia de vida en polos a veces contrapuestos.

Estamos viviendo una etapa impensada, difícil, ardua, larga, en la que ni podemos imaginar qué vendrá después, ni casi cómo vivir el hoy porque las implicaciones de la pandemia que se van dibujando paso a paso, nos dejan sin palabras, sin aliento.

No conseguimos borrar de nuestro corazón el miedo, pero estamos convencidos que nada malo podrá sucedernos, deseamos sembrar seguridad y fortaleza, pero temblamos ante la expansión de la enfermedad, esperamos que la etapa escolar pueda desarrollarse con normalidad, pero tememos por los posibles contagios que pueden afectar de modo especial a jóvenes y niños.

Necesitamos confiar, vivir realmente de fe, seguros de que todo aquello nos ha llevado a vivir esta etapa de confinamiento, abrirá un camino nuevo para que podamos alcanzar un mundo diferente, y, dejando atrás todo aquello que en nuestra vida no nos podía servir para acercarnos a Dios, emprendamos el verdadero camino de la fe y la confianza. 

Todo tiene su momento, tras la lluvia sale el sol, tras las lágrimas la sonrisa, tras la angustia la serenidad, tras el miedo la seguridad, tras la soledad y el silencio la eterna presencia amorosa de Dios Padre.