Memorias de una experiencia educativa y misionera El diario perdido de Salaverri
El filosofo Luis Hernando Vargas se ha propuesto salvaguardar la memoria del paso de José María Salaverri por Colombia
El religioso marianista fue uno de los fundadores del Colegio Interparroquial del Sur, institución educativa que la Arquidiócesis de Bogotá le confió a la congregación en 1965
Un diario inédito de 1970 conserva detalles y anécdotas del trabajo del sacerdote, un verdadero antecedente para pensar en los desafíos de la pastoral urbana en América Latina
Un diario inédito de 1970 conserva detalles y anécdotas del trabajo del sacerdote, un verdadero antecedente para pensar en los desafíos de la pastoral urbana en América Latina
| Miguel Estupiñán, corresponsal en Colombia / En Twitter: @HaciaElUmbral
El viejo José María Salaverri había olvidado por completo la existencia de aquella agenda. Fechada en 1970, contenía detalles y anécdotas sobre el trabajo de los marianistas en los inicios del Colegio Interparroquial del Sur, una institución educativa que la Arquidiócesis de Bogotá había puesto en manos de los religiosos en 1965 y con la que él estuvo vinculado entre 1966 y 1972 (año de su regreso a España).
Dos décadas después, fuentes por el estilo le sirvieron al sacerdote para escribir un libro sobre aquella epoca, los seis años más felices de su vida, tal y como solía decir. Pero de esa agenda en particular no volvería a saber sino pasado un buen tiempo. Por eso, cuando Salaverri la encontró, le escribió a Luis Hernando Vargas para contarle sobre el hallazgo como quien informa sobre un tesoro desenterrado entre las arenas del tiempo. El mensaje de correo electrónico le llegó a su antiguo alumno acompañado de un documento de Word, en el que el marianista había sacado en limpio las anotaciones. Al leerlas, Luis Hernando Vargas viajó imaginariamente a los lejanos años de su adolescencia. Todo lo referido le era familiar y entrañable: los nombres de la gente, las realidades sociales que componían el cuadro de la cotidianidad y aquella prosa directa y sencilla que ya le conocía a su antiguo maestro de bachillerato.
Desde la muerte de Salaverri, ocurrida a inicios de 2018, su amigo colombiano se ha convertido en un verdadero custodio de la memoria. Sabe que en el diario hay algo de un valor inmenso, conserva en su biblioteca algunos libros escritos por su profesor y no pierde oportunidad para hablar sobre la gesta de aquellos misioneros españoles que le apostaron a la educación, mientras otros sacerdotes tomaban la vía armada.
Día a día en el sur de Bogotá
“10 de marzo de 1970.Estando cenando, nos viene una señora con un niño y una niña. Una historia triste. El esposo se voló del todo. Llevaba tres años sin casi aparecer por la casa, pero pagaba el colegio de los niños. Ahora los han echado de la casa. Ella consiguió un puestito en el que le pagan 800 pesos, pero tiene que pagar 350 de arriendo de una piecita en nuestra misma calle, pero hacia abajo. A ver si podíamos meter a la niña en la Presentación […] Aparte de mil cosas más, una muchachita de unos 16 años en confesión: Padre, me acuso de haber robado por necesidad… Es que, si no, mis hermanitos se hubieran muerto de hambre”.
Esta anotación retrata el escenario. La violencia política de mitad de siglo y el avance del despojo en los campos de Colombia habían cambiado para siempre el rostro de las principales ciudades del país. La capital había visto asentarse en el sur de la sabana miles y miles de familias, en un éxodo por mejores condiciones de vida. El drama humanitario era innegable y en tiempos del arzobispo de Bogotá Crisanto Luque algo se había hecho para enfrentar los desafíos pastorales que la realidad de marginación planteaba a la Iglesia católica: algunos sacerdotes fueron enviados a estudiar sociología en Europa y, también con apoyo del prelado, una red de párrocos se constituyó en el sur de la ciudad con el fin de unir fuerzas y recursos.
La llegada de Luis Concha al palacio arzobispal en 1959 supuso modificaciones en la agenda. ¿Qué aspectos de las reformas planteadas por el Concilio privilegiar? ¿Cómo enfrentar los brotes de rebeldía dentro del clero? Dichas preguntas eran solo algunas de las que había en el ambiente cuando la curia le entregó la dirección del Colegio Interparroquial del Sur a los marianistas a finales de 1965. Estos habían comenzado a llegar al país ese mismo año. Y mientras algunos, vinculados a instituciones como el ICODES y el CELAM, habrían de mostrar su entusiasmo hacia la teología de la liberación en los años venideros, otros, como Salaverri, llegado a Bogotá al año siguiente para unirse al colegio en calidad de profesor, serían mucho más reservados en su actitud frente a dicha corriente de pensamiento.
Tal actitud, sin embargo, no le impediría al sacerdote tener como un santo a Gerardo Valencia Cano, misionero, obispo de Buenaventura y uno de los integrantes del grupo conocido como Golconda. Lo que Salaverri se negaría a hacer sería justificar teológicamente el recurso a la violencia revolucionaria, una práctica cada vez más extendida en aquellos años. “¿Será ése el camino? Lo he pensado. No, no me veo con una metralleta en la mano”, dejó escrito en su diario el 1 de marzo de 1970.
Salaverri era consciente de que hacían falta reformas radicales en el país: todos los días se topaba con la pobreza en el colegio y en las calles del barrio. Pero su lucha la encaminó a través de la escuela y en pocos años saltó a los titulares la institución en la que por entonces dejaba la piel. “En 1971 nos presentamos al concurso nacional Coltejer para elegir los mejores bachilleres de Colombia –recordaría el sacerdote, pasadas varias décadas–. Cada colegio presentaba un equipo de tres estudiantes del último curso, quienes eran interrogados sobre cualquier materia. Los nuestros, que fueron eliminando contrincantes, llegaron a la final contra el San Bartolomé-La Merced (el colegio más famoso de Bogotá) ¡Y vencimos! Confieso que fue una alegría inmensa: como la culminación de un ideal”.
Reflexiones historiográficas
Quien se acerque al diario de 1970 dominado por sus prejuicios seguramente desdeñará el contenido. La pretensión del cronista no era la del escritor profesional, sino la del maestro de escuela que toma nota de la realidad de sus estudiantes, para pensar en cómo ayudarlos mejor. Muchas veces el tono del texto roza con la zozobra. ¡Eran tantas las necesidades! Pero el sacerdote nunca se aproximó a estas superficialmente, de hecho criticaba a los “sociólogos de despacho”, tanto como rechazaba la representación fácil de la pobreza. He aquí lo que escribió alguna vez, después de uno de sus escasos ratos de ocio:
“Día 16 de enero, viernes. Visto Oliver, de Carol Reed. Un musical a base de la novela de Dickens. Me gustó, pero me hizo hasta daño. Me gustó a pesar de sus convencionalismos, de su niño bonito, de sus mundos paralelos que nunca se encuentran: ladrones y gente bien, de su irónico God is love, de las concesiones al público, de la ligereza con que se trata un tema tremendamente actual… y ahí empezaba el dolor. Porque es lógico que los ingleses traten de modo sonriente un asunto así. Los pobres gamines, la miseria reconcentrada y generalizada que pintó Dickens es ya historia para ellos. Pero aquí en Bogotá, en América Latina, es un presente vivo. Hay cientos de Oliver Twist por nuestras calles y no precisamente niños bonitos como Mark Lester, sino con todas las lacras del abandono y de la miseria. Entonces a uno le duele que se trate con ligereza ese tema y que la gente que lo ve puede pensar que eso es algo superado […] Hay quienes tranquilizan su conciencia con limosnas; otros con palabras revolucionarias”.
El documento, pues, resulta valioso en diversos niveles. Habla, por una parte, del perfil docente de un sector del clero que administró la escuela católica durante un periodo de transformaciones en la Iglesia, en el que la institución religiosa se enfrentó de diferentes maneras al problema de la injusticia estructural. La sociología de la educación tiene en el diario una fuente de primer orden. En él se retrata también una trayectoria de vida. El paso de un misionero español por las barriadas del sur de Bogotá y sus devaneos por asegurarles a sus alumnos más necesitados, al menos, un par de zapatos o alimentación, si acaso la ausencia de estos bienes comprometía la asistencia a clase. Esto le escribió Salaverri el 10 de junio a un grupo de niñas ricas, a las que les había dado retiros espirituales pero aprovechado la ocasión para reunir de sus manos donaciones para los estudiantes más pobres del Interparroquial:
“Queridas amigas, aquí les mando en forma de diario (auténtico) la historia del mercadito que me dieron al finalizar los retiros. Os lo escribo para que veáis cómo un sacrificio en realidad muy pequeño para vosotras puede hacer felices a otras personas. ¡Ojalá os acostumbréis a pensar siempre más en los demás y os pongáis vosotras mismas en contacto personal con los necesitados! Estoy seguro que cerca de vosotras hay gente que necesita vuestro mercadito, vuestra sonrisa y vuestra comprensión”.
La sociología de la religión, por su parte, tendrá en el documento un testimonio de la multiplicidad de opiniones que una misma institución eclesiástica reunió, mientras se transitaba de la denominada “década del desarrollo” (1960) hacia la “década de la liberación” (1970). Pasados los años, los marianistas le imprimirían al modelo pedagógico del Colegio Interparroquial del Sur una decidida opción liberacionista. De sus aulas saldrían en la década de 1980 jóvenes como Antonio Hernández Niño, comprometidos con el activismo político y la defensa de los derechos humanos, bajo elementos de inspiración cristiana.
Ciertamente, otra fue la orientación que Salaverri procuró privilegiar a inicios de la década anterior, juzgando como ingenuidad la obsesión revolucionaria de algunos estudiantes, no así la brega cotidiana por salir adelante. Esas transformaciones en las opciones institucionales dan cuenta del campo en disputa que es el escenario mismo de una congregación religiosa y cómo no siempre la pluralidad de puntos de vista ha trasegado entre aguas tranquilas. Sigue sin estudiarse en detalle cómo vivieron las comunidades religiosas los años inmediatamente posteriores al Concilio Vaticano II y cómo muchas narrativas hoy hegemónicas sobre aquellos años son, en realidad, la versión que ganó posicionamiento en el concierto de varios relatos en juego.
El diario de 1970 de José María Salaverri da cuenta de una riqueza de matices que no encuentra con facilidad uno al revisar textos escritos por teólogos venidos a “historiadores”. A Luis Hernando Vargas hay que agradecerle por haber conservado este documento, testimonio también de que lo que ocurre entre los pasillos de un colegio tiene el potencial de cambiar vidas para siempre.