Los dos pilares de Madre Teresa: "Jesús encarnado en la Eucaristía y Jesús encarnado en los pobres" El Papa, en la misa en Macedonia denuncia: "Nos hemos acostumbrado a comer el pan duro de la desinformación"

El Papa, en la misa en Macedonia
El Papa, en la misa en Macedonia

"El Señor vino para darle vida al mundo y lo hace desafiando la estrechez de nuestros cálculos, la mediocridad de nuestras expectativas y la superficialidad de nuestros intelectualismos"

"Hemos buscado el resultado rápido y seguro y nos vemos abrumados por la impaciencia y la ansiedad. Presos de la virtualidad hemos perdido el gusto y el sabor de la realidad"

"Hambre de pan, hambre de fraternidad, hambre de Dios. Qué bien lo entendía esto Madre Teresa, que quiso fundamentar su vida sobre dos pilares: Jesús encarnado en la Eucaristía y Jesús encarnado en los pobres"

Tras la emocionada visita al Memorial de Madre Teresa, el Papa Francisco se dirigió en coche a la Plaza Macedonia, para presidir la eucaristía. En su homilía el Papa recuerda los "dos pilares" de Madre Teresa (eucaristía y pobres) y ha denunciado las prisas, la superficialidad, la impaciencia y la ansiedad de la cultura actual, asegurando, entre otras cosas, que "nos hemos acostumbrado a comer el pan duro de la desinformación".

El Papa recorre los 800 metros que separan el Memorial de la Madre Teresa de la Plaza de Macedonia en un pequeño papamóvil. La plaza, llena de gente, con banderas del Vaticano y de Macedonia, asi como de otros países, como Croacia.

El altar, sencillo, presidido por un Cristo y, a la derecha, una imagen de la Virgen, y los concelebrantes, obispos del país y los del séquito papal.

La primera lectura de la Carta de Pablo a los Corintios. Salmo responsorial 30. “A tus manos, Señor, encomiendo mi espíritu”.

Lectura del Evangelio de Juan: “Es mi Padre el que os da el verdadero pan del cielo”.

Texto íntegro de la homilía papal

«El que viene a mí no tendrá hambre, y el que cree en mí no tendrá sed jamás» (Jn 6,35), nos ha dicho el Señor hace un instante.

En el Evangelio, se concentra alrededor de Jesús una muchedumbre que tenía todavía delante de los ojos la multiplicación de los panes. Uno de esos momentos que quedaron grabados en los ojos y en el corazón de la primera comunidad de discípulos. Fue una fiesta... la fiesta de descubrir la abundancia y solicitud de Dios para con sus hijos, hermanados en el partir y compartir el pan. Imaginemos por unos instantes esa muchedumbre. Algo había cambiado. Por unos momentos, esas personas sedientas y silenciosas que seguían a Jesús en busca de una palabra fueron capaces de tocar con sus manos y sentir en sus cuerpos el milagro de la fraternidad, que es capaz de saciar y hacer abundar.

El Señor vino para darle vida al mundo y lo hace desafiando la estrechez de nuestros cálculos, la mediocridad de nuestras expectativas y la superficialidad de nuestros intelectualismos; cuestiona nuestras miradas y certezas invitándonos a pasar a un horizonte nuevo que abre espacio a una renovada forma de construir la realidad. Él es el Pan vivo bajado del cielo, «el que viene a mí no tendrá hambre, y el que cree en mí no tendrá sed jamás».

Esa muchedumbre descubrió que el hambre de pan también tenía otros nombres: hambre de Dios, hambre de fraternidad, hambre de encuentro y de fiesta compartida.

Nos hemos acostumbrado a comer el pan duro de la desinformación y hemos terminado presos del descrédito, las etiquetas y la descalificación; hemos creído que el conformismo saciaría nuestra sed y hemos acabado bebiendo de la indiferencia y la insensibilidad; nos hemos alimentado con sueños de esplendor y grandeza y hemos terminado comiendo distracción, encierro y soledad; nos hemos empachado de conexiones y hemos perdido el sabor de la fraternidad. Hemos buscado el resultado rápido y seguro y nos vemos abrumados por la impaciencia y la ansiedad. Presos de la virtualidad hemos perdido el gusto y el sabor de la realidad.

Digámoslo con fuerza y sin miedo: tenemos hambre, Señor. Tenemos hambre, Señor, del pan de tu Palabra capaz de abrir nuestros encierros y soledades. Tenemos hambre, Señor, de fraternidad para que la indiferencia, el descrédito, la descalificación no llenen nuestras mesas y no tomen el primer puesto en nuestro hogar. Tenemos hambre, Señor, de encuentros donde tu Palabra sea capaz de elevar la esperanza, despertar la ternura, sensibilizar el corazón abriendo caminos de transformación y conversión.

Tenemos hambre, Señor, de experimentar como aquella muchedumbre la multiplicación de tu misericordia, capaz de romper estereotipos y partir y compartir la compasión del Padre hacia toda persona, especialmente hacia aquellos de los que nadie se ocupa, que están olvidados o despreciados. Digámoslo con fuerza y sin miedo, tenemos hambre de pan, Señor, del pan de tu palabra y del pan de la fraternidad.

En unos instantes, nos pondremos en movimiento, iremos hacia la mesa del altar a alimentarnos con el Pan de Vida, siguiendo el mandato del Señor: «El que viene a mí no tendrá hambre, y el que cree en mí no tendrá sed jamás» (Jn 6,35). Es lo único que el Señor nos pide: venid. Nos invita a ponernos en marcha, en movimiento, en salida. Nos exhorta a caminar hacia Él para hacernos partícipes de su misma vida y de su misma misión. “Venid”, nos dice el Señor: un venir que no significa solamente trasladarse de un lugar a otro sino la capacidad de dejarnos mover, transformar por su Palabra en nuestras opciones, sentimientos, prioridades para aventurarnos a cumplir sus mismos gestos y hablar con su mismo lenguaje, «el lenguaje del pan que dice ternura, compañerismo, entrega generosa a los demás»1, amor concreto y palpable porque es cotidiano y real.

En cada eucaristía, el Señor se parte y reparte y nos invita también a nosotros a partirnos y repartirnos con Él y ser parte de ese milagro multiplicador que quiere llegar y tocar todos los rincones de esta ciudad, de este país, de esta tierra con un poco de ternura y compasión.

Hambre de pan, hambre de fraternidad, hambre de Dios. Qué bien lo entendía esto Madre Teresa, que quiso fundamentar su vida sobre dos pilares: Jesús encarnado en la Eucaristía y Jesús encarnado en los pobres. Amor que recibimos, amor que damos. Dos pilares inseparables que marcaron su camino, la pusieron en movimiento buscando saciar su hambre y sed. Fue al Señor y en el mismo acto fue hacia su hermano despreciado, no amado, solo y olvidado, fue a su hermano y encontró el rostro del Señor... porque sabía que el «amor a Dios y amor al prójimo se funden entre sí: en el más humilde encontramos a Jesús mismo y en Jesús encontramos a Dios»2, y ese amor fue el único capaz de saciar su hambre.

Hermanos: Hoy el Señor Resucitado sigue caminando entre nosotros, allí donde acontece y se juega la vida cotidiana. Conoce nuestras hambres y nos vuelve a decir: «El que viene a mí no tendrá hambre, y el que cree en mí no tendrá sed jamás» (Jn 6,35). Animémonos unos a otros a ponernos de pie y a experimentar la abundancia de su amor, dejemos que sacie nuestra hambre y sed en el sacramento del altar y en el sacramento del hermano.

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1 J.M. Bergoglio, Homilía Corpus Christi, Buenos Aires, 1995.

2 Benedicto XVI, Carta enc. Deus caritas est, 15.


Texto íntegro del saludo final

Queridos hermanos y hermanas: Antes de la Bendición final, siento la necesidad de expresar mis sentimientos de gratitud.

Agradezco al obispo de Skopie sus palabras y, sobre todo, el trabajo realizado en la preparación de este día. Y, junto a él, doy las gracias a todos los que han colaborado, sacerdotes, religiosos y fieles laicos. ¡Un sincero agradecimiento a todos!

Renuevo también mi agradecimiento a las Autoridades civiles del país, a la policía y a los voluntarios. El Señor sabrá recompensar a cada uno de la mejor manera. Por mi parte, os tengo presentes en mi oración y también os pido que recéis por mí.

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