"El amor es el único baluarte capaz de detener el poder del miedo, de la muerte, y generar vida" El patriarca de Jerusalén lamenta la "vorágine de división" que se está fomentando en Tierra Santa
"Vivimos un período marcado por la violencia y la muerte, de profunda desconfianza, visible en los distintos ámbitos de la vida social, política y religiosa de nuestros países. La violencia contra nuestros lugares y símbolos cristianos es sólo una de las expresiones de la violencia más extendida que caracteriza a este nuestro tiempo"
"La política, en vez de esforzarse en buscar vías de unidad y de bien común, parece querer hundirnos en una vorágine de división cada vez mayor, en todo: entre israelíes por un lado y palestinos por otro, pero también entre israelíes y palestinos entre si, y es cada vez más incapaz de una visión creadora de perspectivas y de futuro"
"Hoy aquí, una vez más, ante este Sepulcro vacío, renovamos - para nosotros y para toda nuestra Iglesia - el deseo de apostar por el amor de Jesús, de no temer a la muerte y sus ataduras, sino de estar aquí, en Tierra Santa y en el mundo, generadores de vida, de amor, de perdón y de esperanza"
"Hoy aquí, una vez más, ante este Sepulcro vacío, renovamos - para nosotros y para toda nuestra Iglesia - el deseo de apostar por el amor de Jesús, de no temer a la muerte y sus ataduras, sino de estar aquí, en Tierra Santa y en el mundo, generadores de vida, de amor, de perdón y de esperanza"
| Pierbattista Pizzaballa, patriarca Latino de Jerusalén
Excelentísimos Señores, Estimados Señores Cónsules Generales,
Estimadísimos hermanos y hermanas,
¡El Señor os dé la paz!
También hoy, como las mujeres del Evangelio, y los discípulos Pedro y Juan, hemos vuelto aquí, ante el Sepulcro vacío de Cristo, para orar, para contemplar, para reconfirmar nuestra fe.
El Evangelio proclamado hoy es un pasaje que resuena en esta Basílica casi a diario. Y sabemos bien que es un Evangelio lleno de entusiasmo y de vida. Habla de la noche y las tinieblas, que, sin embargo, ya no asustan, porque están a punto de dar paso a la luz de la mañana que se avecina. Habla de una piedra poderosa, pero volcada y que ya no encierra nada; de discípulos corriendo; de telas -signos de muerte- que ya no atan a nadie; de ojos que ven; de corazones que creen y de la Escritura que se revela a pleno entendimiento. Para nosotros esos signos tienen un claro significado de alegría, vida y esperanza.
Sin embargo, si prestamos atención, el contexto del pasaje proclamado es inicialmente de muerte y desesperación. Para los discípulos, en efecto, todo parece haber terminado. La aventura, que comenzó con tanto entusiasmo unos años antes, parece haber terminado de la manera más infructuosa. Aquel Jesús por el que lo habían apostado todo, hasta el punto de dejar familia, trabajo, casa, toda su vida, en definitiva, para seguirlo, murió de la forma más miserable. Lo habían seguido con entusiasmo y, aunque no siempre podían comprender sus discursos y sus elecciones, no habían dejado de estar con Él. Le amaban. De Él emanaba una fuerza especial que les daba seguridad. Pero ahora que Jesús, que obraba milagros con poder y hablaba con autoridad (cf. Mt 7,29), yace muerto en un sepulcro, detrás de una pesada piedra.
Sin embargo, a pesar de este dramático final, el vínculo de los discípulos con el Maestro no parece haberse roto todavía por completo. Todavía no han regresado cada uno a su propio camino. La muerte realmente no acabó con todo. María de Magdala, en efecto, no espera la luz del alba para ir al sepulcro de Jesús, todavía está oscuro, pero se pone en camino para ir hacia Él. No se resigna a la ausencia del Maestro, ella quiere encontrar la manera de volver a estar de nuevo con Él. Maria de Magdala corre hacia los discípulos Pedro y Juan, que no se han dispersado, corre hacia ellos, porque todavía hay un vínculo entre ellos. Y cuando oyen la noticia de que se han llevado el cuerpo de Jesús, también ellos corren desconcertados al sepulcro. Todavía se preocupan por la suerte de Jesús, a pesar de Su muerte. Están encerrados en el Cenáculo, frustrados y asustados, pero no se han ido, no se resignan a creer que su apuesta por Jesús realmente ha fracasado. Aunque tenue, todavía hay un hilo que los mantiene unidos con Jesús y entre ellos. No saben qué esperar, pero al mismo tiempo no se deciden a abandonar. Por eso, ante la noticia de la Magdalena, corren, impacientes por comprender.
¿Qué mantuvo vivo su vínculo con Jesús a pesar de Su muerte y sepultura? ¿Qué les impidió volver definitivamente sobre sus pasos? ¿Qué podía superar la frontera aparentemente infranqueable de la muerte de Jesús? El amor. Sólo el amor tiene este poder
¿Qué mantuvo vivo su vínculo con Jesús a pesar de Su muerte y sepultura? ¿Qué les impidió volver definitivamente sobre sus pasos? ¿Qué podía superar la frontera aparentemente infranqueable de la muerte de Jesús? El amor. Sólo el amor tiene este poder. Los discípulos amaban a Jesús y ese amor no se extinguió con Su muerte. No se extinguió por el dolor o la frustración. Estaba allí, solo necesitaba encontrar una nueva forma de expresarse, un nuevo impulso. Será la Palabra de Jesús, una vez más, la que permitirá que el amor de los discípulos vuelva a poner toda la realidad en su justa perspectiva: "Cuando resucitó de entre los muertos, sus discípulos se acordaron de que había dicho esto, y creyeron en las Escrituras y en las palabra que Jesús había pronunciado" (Jn 2,22). En resumen, ante la vista del sepulcro vacío y las sábanas y el sudario, sus corazones empiezan a abrirse a una nueva comprensión de los hechos ocurridos. "Y vio y creyó" (Jn 20,8).
El amor tiene un poder creativo. Es el único baluarte capaz de detener el poder del miedo, de la muerte y sus aguijones (cf. 1Cor 15,56) y de generar vida. La Pascua, incluso antes de ser la palabra definitiva de vida que Dios pronuncia sobre el mundo, es el anuncio de un amor que salva, que perdona, que recrea vida nueva en nuestros corazones áridos y fatigados y que no conoce la muerte. Pero no estamos hablando aquí de un amor puramente humano, sino del amor de Dios. Es ese amor que resucitó a Jesús con la fuerza del Espíritu, ese mismo amor derramado también en nuestros corazones, por medio del Espíritu Santo que nos fue dado ( Cf. Rm 5,5), y que todavía sigue obrando en nosotros y en el mundo.
Esta palabra también se nos proclama hoy aquí.
Vivimos un período marcado por la violencia y la muerte, de profunda desconfianza, visible en los distintos ámbitos de la vida social, política y religiosa de nuestros países. La violencia contra nuestros lugares y símbolos cristianos es sólo una de las expresiones de la violencia más extendida que caracteriza a este nuestro tiempo, que está presente en todas partes. En lugar de tratar de construir relaciones, perspectivas comunes de crecimiento y desarrollo, en lugar de reconocernos como parte de una sola sociedad, fomentamos la exclusión y el rechazo. La política, en vez de esforzarse en buscar vías de unidad y de bien común, parece querer hundirnos en una vorágine de división cada vez mayor, en todo: entre israelíes por un lado y palestinos por otro, pero también entre israelíes y palestinos entre si, y es cada vez más incapaz de una visión creadora de perspectivas y de futuro. Incluso a nivel religioso, la sospecha, los estereotipos y los prejuicios parecen tener la voz más poderosa en este momento. En resumen, creo que podemos decir que realmente no sabemos amarnos y por eso mismo estamos viviendo un momento bastante deprimente en muchos aspectos.
En otras palabras, quizás tengamos en nuestro corazón los mismos sentimientos de desconcierto que las mujeres y los discípulos del Evangelio. Aquí, en Tierra Santa, pero también en muchas otras partes del mundo, la realidad que vivimos parece hablarnos de muerte y de fracaso. Todo nos lleva a pensar que no puede haber mas futuro que las tensiones dramáticas de este tiempo, que hablar de esperanza es como dar palos de ciego, y quizás nosotros tampoco sepamos qué esperar.
Por eso todavía venimos hoy aquí, al Sepulcro de Cristo. Necesitamos escuchar de nuevo esa Palabra que despierta en nuestros corazones ese amor que nos genero a la vida y a la fe. Como los discípulos Pedro y Juan, necesitamos reavivar en nosotros ese amor que nos impulsa a correr hacia el Sepulcro, a tener la valentía de retomar los hilos de las relaciones rotas, de sanar las amistades heridas, de dar confianza a pesar de las traiciones, de experimentar el poder sanador del perdón, para crear contextos de belleza y serenidad, para sanar nuestros corazones de sentimientos de odio y rencor, para generar confianza, deseo y pasión.
Una de las grandes pobrezas de hoy no es la falta de dinero y éxito, sino la falta de amor, dado y recibido. Uno no tiene nada en lo que creer, en lo que esperar y por lo que dar la vida, porque uno no tiene nada que rebose del corazón. No se tiene confianza en el prójimo, no se sabe perdonar, porque nunca se ha experimentado el perdón.
Pero con la Pascua de Cristo, el mundo ha adquirido una nueva dimensión: la de aquellos que dan la vida por los que aman, y que no temen "tribulación, angustia, persecución, hambre, desnudez, peligro, espada" (cf. Rm. 8,35), ni siquiera la muerte, porque "en todas estas cosas somos más que vencedores gracias a aquel que nos amó" (Rm 8,37).
Hoy aquí, una vez más, ante este Sepulcro vacío, renovamos - para nosotros y para toda nuestra Iglesia - el deseo de apostar por el amor de Jesús, de no temer a la muerte y sus ataduras, sino de estar aquí, en Tierra Santa y en el mundo, generadores de vida, de amor, de perdón y de esperanza.