A propósito del desplome de la práctica religiosa en España ¿Qué episcopado en el presente y en el futuro de la Iglesia en España?
"Hay obispos que, aunque son buenas personas espirituales, carecen de capacidad de gobierno (que no es un don otorgado por la ordenación episcopal). Esto crea bastantes problemas, dada la complejidad intrínseca de dirigir una diócesis"
"Me parece percibir una falta de valentía para asumir la responsabilidad de pensar y poner en práctica nuevas organizaciones y prácticas eclesiales"
"Se abdica de la responsabilidad de elaborar una teología desde una lectura sapiencial e iluminada por el Espíritu del territorio y de los tiempos, ejerciendo esa «autonomía doctrinal» al servicio de la reflexión de la Iglesia universal a la que continuamente exhorta el Papa Francisco"
"Se abdica de la responsabilidad de elaborar una teología desde una lectura sapiencial e iluminada por el Espíritu del territorio y de los tiempos, ejerciendo esa «autonomía doctrinal» al servicio de la reflexión de la Iglesia universal a la que continuamente exhorta el Papa Francisco"
Me permito seguir reflexionando a propósito del desplome de la práctica religiosa en España. En mi vida religiosa, y en algunos años de servicio de gobierno congregacional, me he encontrado con la complejidad, también dificultad, de la gestión. En este breve artículo quisiera destacar algunos aspectos problemáticos, dejando de lado los numerosos ejemplos positivos. Quisiera contribuir, a mi pequeña manera, a suscitar conciencias críticas y reflexiones que puedan dar lugar a ulteriores propuestas. Me quiero centrar en un aspecto en el que no solemos siempre reparar: el episcopado.
Reconozco la importancia del papel del obispo, como figura que puede finalizar la antigua manera de concebir la Iglesia con una nueva que se va revelando poco a poco, a la luz de la humanidad de hoy, de la disminución de las vocaciones presbiterales y religiosas y del «hambre y sed de Dios» presentes en cada hombre y mujer, etc.
Quisiera detenerme en algunas cuestiones que considero problemáticas y que mencionaré sin ningún orden en particular.
En primer lugar, quisiera llamar la atención sobre aquellos obispos que, acercándose a la edad de jubilación, abdican de tomar decisiones significativas para la diócesis (actitud que a veces se produce incluso 4/5 años antes de dejar el cargo... un tiempo enorme teniendo en cuenta los cambios). Subyace a esto una incomprensión (y desastrosa en su resultado) del respeto a las decisiones que debe tomar el sucesor. O peor aún, de no complicarse demasiado la vida al final del mandato.
Luego hay obispos que, aunque son buenas personas espirituales, carecen de capacidad de gobierno (que no es un don otorgado por la ordenación episcopal). Esto crea bastantes problemas, dada la complejidad intrínseca de dirigir una diócesis.
Otro caso es el de los obispos que, para no cuestionar sus propios esquemas mentales sobre la organización de una diócesis y sus propias convicciones eclesiales-teológico-pastorales, siguen según esquemas antiguos e ineficaces. Y ello a pesar de las transformaciones epocales de las últimas décadas.
Un ejemplo como botón de muestra: cuando falta un párroco -muerte, enfermedad, agotamiento, abandono-. La solución es nombrar a otro que ya es párroco en una o dos o tres parroquias... y así sucesivamente... De modo que se confirma el esquema mental de que cada parroquia tiene un párroco. Pero la realidad es que esto provoca un empobrecimiento de la propia acción y de la calidad del servicio que se ofrece.
En general, me parece percibir una falta de valentía para asumir la responsabilidad de pensar y poner en práctica nuevas organizaciones y prácticas eclesiales. El mandato principal del obispo consiste en «transmitir el anuncio del único Evangelio y de la única fe, en plena fidelidad a la enseñanza de los Apóstoles» (cf. Introducción del Directorio para el ministerio pastoral de los obispos «Apostolorum Successores»). Pero, sin una valiente asunción de responsabilidad, ¡esta transmisión del anuncio no funciona muy bien!
También se abdica de la responsabilidad de elaborar una teología desde una lectura sapiencial e iluminada por el Espíritu del territorio y de los tiempos, ejerciendo esa «autonomía doctrinal» al servicio de la reflexión de la Iglesia universal a la que continuamente exhorta el Papa Francisco (cf. Evangelii gaudium 32) en continuidad con el Concilio Vaticano II.
Me pregunto ¿por qué no atreverse a hacer algo “ad experimentum”? Es decir, dedicarse, durante unos años, a implementar nuevas iniciativas, para comprobarlas en el tiempo, verificando en perspectiva su oportunidad o no. Comprendo que lo dicho puede parecer audaz, sólo espero que sea un estímulo para profundizar reflexiones y para dar voz a otras iniciativas de gestión, organizativas y pastorales que el Espíritu sugerirá a aquellos Obispos que intentarán ser un poco más valientes, a la luz de su vida de meditación de la Palabra, de escucha del Señor y de las personas presentes en su territorio.
No sé, cada vez lo pongo más en duda, que realmente coincidamos en una lectura de realidad con perspectivas incluso diversas pero complementarias. Desde mi perspectiva -‘todo punto de vista es la vista de un punto’- hay signos, pequeños y grandes, de un cambio irreversible que afecta también a nuestra Iglesia que hasta ayer… se sentía ajena a situaciones de debilidad, fragilidad,… Lo que sorprende, en todo caso, es la velocidad con la que todo esto está sucediendo. Como si, de un día para otro, el andamiaje que ha sostenido, durante generaciones, la estructura del relato cristiano y la arquitectura eclesial (diocesana, parroquial,…) se derrumbara casi de repente.
No es que no se viera el desmoronamiento o desplome pero, me temo, pocos eran conscientes de la gravedad de la crisis. Y menos aún fueron los que, recelosos de ella, iniciaron o experimentaron modelos distintos del -glorioso y durante siglos generativamente fecundo- nacido tras el Concilio de Trento
No es que no se viera el desmoronamiento o desplome pero, me temo, pocos eran conscientes de la gravedad de la crisis. Y menos aún fueron los que, recelosos de ella, iniciaron o experimentaron modelos distintos del -glorioso y durante siglos generativamente fecundo- nacido tras el Concilio de Trento.
Las cifras del colapso conciernen a toda Europa. Evito dar números. Las estadísticas hasta son fácilmente accesibles y consultables. La ordenación de sacerdotes en caída libre. La edad media de ciertos presbiterados disparada por las nubes. Presbíteros jóvenes y mayores que tendrán que enfrentarse a su propia identidad en un tiempo y un mundo que han cambiado profundamente y donde la idea misma de una opción definitiva, como la del ministerio ordenado o la consagración religiosa, parece no ya problemática sino lo siguiente.
La misma crisis -de hecho, en algunos aspectos, más acentuada- afecta a los religiosos y a las religiosas. También en su caso, además de la desaparición de un perfil eclesial que ha acompañado la existencia de muchas generaciones, el destino inminente de muchos edificios y casas que ahora son imposibles de gestionar y administrar.
Pero los más agudos observadores de la realidad eclesial saben desplazar la cuestión del drama de los números a los desafíos de los tiempos.
Quien conoce la historia de la Iglesia sabe que, ciertamente, no es la primera vez que la barca de Pedro tiene que enfrentarse a las olas tempestuosas que la sacuden con violencia. No se trata ciertamente de eludir la crisis -como, tengo la impresión, hacen demasiados en nuestra parte del mundo-, sino de afrontarla sin ocultar los problemas y, al mismo tiempo, sin dejarse desanimar por ella. Todo tiempo de cambio pone a prueba a la Iglesia y, como siempre ha sucedido, sólo con opciones arriesgadas y valientes de renovación podremos encontrar nuevos caminos para responder con autenticidad a las preguntas de los hombres de nuestro tiempo y ofrecer respuestas que partan del Evangelio y conduzcan al Evangelio. Porque es el Evangelio el único recurso que, en tiempos de crisis, debemos aprender a custodiar. No lo es la estructura eclesial que nos hemos dado.
Acabo ya. Sí, me gustaría ver una mayor conciencia de esta urgencia en nuestras diócesis y parroquias, todavía dominadas a menudo por un ritualismo que deja poco espacio al discernimiento sapiencial, a la reflexión de altura de miras y al debate sinodal. En un mundo que puede perder en gran medida el sentido de la realidad y de la propia vida humana -sustituida en la escala de valores por el beneficio capitalista, por la lógica de la violencia, por la estandarización de los fenómenos de masas-, necesitamos empezar a ejercer el derecho/deber de pensar los problemas en términos nuevos. El Evangelio es el mejor recurso para ello. Pero debemos saber extraer de él los estímulos para un cambio de rumbo -de la sociedad y, al mismo tiempo, de la comunidad cristiana- y tener el valor de ponerlos en práctica. El camino sinodal que está comprometiendo a la Iglesia universal y a nuestra Iglesia española en particular puede ser una gran oportunidad para todo esto. Siempre que no lo reduzcamos a una práctica meramente formal… para salir al paso cubriendo el expediente.
Lo sé. Pensar juntos en lo aún inédito (configuraciones eclesiales, pastoral eclesial,…, inéditas) da hasta vértigo. Solemos preferir, en cambio, perpetuarnos en nuestra zona de confort donde la inercia del más de lo mismo y de lo de siempre (‘esto siempre se ha hecho así’, ‘esto nunca se ha hecho así’,…) nos tiene hasta plácidamente acomodados mientras vamos tirando esperando no se sabe qué tiempos mejores ¿o a un tal Godot?
Tantas veces me digo a mí mismo, que no soy obispo, aquello de que somos más responsables del futuro que del pasado. Si el futuro tiene muchos y diversos nombres -‘lo inalcanzable’ para los débiles, ‘lo desconocido’ para los miedosos-, para los cristianos del siglo XXI debiera ser sobretodo ‘la oportunidad’. Porque hoy es tiempo de gracia… para alumbrar el mañana (y a lo mejor ayudar a bien morir lo que está feneciendo y enterrar lo que ya ha muerto).
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