Antonio Aradillas Mítines y homilías

Antonio Aradillas
Antonio Aradillas

Temas, protagonistas, sistemas y pedagogías, son exactamente las mismas, aunque son sobrenombres distintos. Unos son oradores, otros predicadores, de unos se dice que reflexionan

Las faltas de respeto que se les infiere a oyentes “religiosos” o “políticos” es ciertamente patética, infumable e indigestible

La democracia, lo mismo fuera que dentro de la Iglesia –en la que por cierto ni tuvo ni tiene “buena prensa” –, es bastante más que un “juego”

Son tantos los espacios y los tiempos dedicados sempiternamente a las tareas de los mítines y, en lo religioso, a las de las homilías, que no sobran, sino que faltan, comentarios por leves, piadosos, desconsiderados o “prudentes” que sean, para que la convivencia entre los humanos resulte al menos llevadera.

El término “mitin”, de procedencia inglesa, se define como “acto público en el que uno, o varios, oradores pronuncian discursos de carácter político o social”. Con idéntica autoridad académica, el de “homilía”, lo define la práctica, con su docta ascendencia helénica de “conversación amistosa”, como “explicación o discurso dirigido a los fieles sobre temas religiosos”.

Temas, protagonistas, sistemas y pedagogías, son exactamente las mismas, aunque son sobrenombres distintos. Unos son oradores, otros predicadores, de unos se dice que reflexionan sobre política y de otros que lo hacen sobre religión, -pero sin que ninguno de los campos esté, ni pueda estar, perfectamente delimitado-, dada la complejidad de sus “asignaturas” y la presencia y efectividad de tantos otros elementos.

Gestos, vocablos, cambios de tonos de voz y de gritos, representaciones escénicas, cantos patriótico- patrioteros, a ser posible en lenguas vernáculas para unos, y en motetes en latín para otros, encauzan los caudales de palabrerías que a borbotones se pronuncian, la mayoría de ellas carentes de sentido y de contenido.

Insufrible

Es ocioso destacar que tales palabras, gestos, pausas, silencios y tonos de voz, fueron preparados y cocinados anteriormente por “bien pagados” –remunerados- expertos, a quienes hay que obedecer religiosamente, con el fin de obviar posibles fracasos, de los que ellos- los “mandados”- serán sempiternos responsables, y aún cómplices.

Las faltas de respeto que se les infiere a oyentes “religiosos” o “políticos” es ciertamente patética, infumable e indigestible. Palabras y palabras, voces y voces, adjetivos superlativos, adverbios, frases hechas, barbarismos, anglicismos o latinismos…, siembran, y resiembran, los párrafos y convierten los actos en otros tantos espectáculos, máxime si además se eligieron como acompañantes, o co-protagonistas, a obispos en lo religioso, y a políticos de relevancia, o ex –relevancia. El espectáculo resalta, confunde y hasta “convence”, cuando también intervienen miembros de la farándula imperante en las carteleras y en los medios de comunicación social.

Pero, eso sí, -y hay que proclamarlo con honestidad-, a la hora de la información y de la verdad, y sin temor a equivocarse, en definitiva, nada de nada. Siempre lo mismo. Percibiéndose a plena luz, con desfachatez y alevosía, que los primeros que no se creen lo que dicen, por mucho que sea invocada la Constitución y los santos Evangelios, son los oradores y los predicadores. Faltos de dignidad y sobrados de orgullo, pero siempre con el convencimiento de que en las próximas ocasiones, sin cambiar la escenografía civil o religiosa, la “función” volverá a repetirse.

“En” y “por” las homilías, nadie se ha convertido. Tampoco “en” y “por” los mítines nadie sensatamente cambió de opinión. Más que a oír, y a ser enseñados, fueron, y se van, a oírse y a ser vistos. Las inversiones en euros que se efectúan a título de “elecciones”, y de “oratoria sagrada”, con su pérdida de tiempo y de dignidad, son de tal consideración, que resultan imponderables y anti religiosas. Unas y otras deberían prohibirse, refrendando lo que ya suele pensar y creer mayoritaria y certeramente la conciencia y la opinión pública.

Para mentir, embaucar, engañar al pueblo, servirse del mismo y apenas – o nada- servirlo, sobran oradores “sagrados”, al igual que mitineros de oficio. Con la proliferación de los medios de comunicación hoy técnicamente al uso, el aumento de la cultura en ciertos sectores de la “grey”, están de más estas “fiestas” palabreras, poco dignas aún en el contexto de la llamada “sociedad de consumo”. Se trata de hechos fácilmente constatables, de los que los técnicos en la materia pueden dar cuenta con documentos de toda clase y condición.

La democracia, lo mismo fuera que dentro de la Iglesia –en la que por cierto ni tuvo ni tiene “buena prensa” –, es bastante más que un “juego” en el sentido lúdico de tan sagrado término, constructor y aval de la convivencia entre los humanos.

La Palabra –política o religiosa- es algo tan tremendamente serio y encarnada en el pueblo, que de su pronunciación y compromiso con ella por parte de sus “administradores, dependerá la salvación en esta vida y en la otra.

Palabrería
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