Un lectura pausada del documento de Benedicto XVI ¿Papa en las sombras o emérito?
No parece justo atribuir a dicho documento el resultado de la manipulación o maquinación de terceros sobre la conciencia y los actos de Benedicto XVI
Es un texto genuino de su autoría. Contiene elementos claves para comprender la inercia de la Iglesia en la aplicación de justicia, proveyendo pistas que permiten comprender su lento y doloroso aprendizaje
Lo que sí genera como un precedente delicado, es que constituye una defensa poderosa a los obispos y superiores, porque ofrece una suerte de atenuante o justificación a las culpas jerárquicas y en cierto modo quita grados de libertad al Papa Francisco, a la hora de sancionar a los obispos que actuaron o actúan con lenidad o con flagrante ánimo de proteger a su clero
El documento es oportuno y necesario, porque abre espacios, no para el escándalo, sino para la confrontación honesta que supone abordar un grave tema en evolución
Lo que sí genera como un precedente delicado, es que constituye una defensa poderosa a los obispos y superiores, porque ofrece una suerte de atenuante o justificación a las culpas jerárquicas y en cierto modo quita grados de libertad al Papa Francisco, a la hora de sancionar a los obispos que actuaron o actúan con lenidad o con flagrante ánimo de proteger a su clero
El documento es oportuno y necesario, porque abre espacios, no para el escándalo, sino para la confrontación honesta que supone abordar un grave tema en evolución
| Marco Antonio Velásquez Uribe
El documento del Papa emérito, Benedicto XVI, donde teoriza acerca de las causas de la pederastia, fijando su origen en el año 1968, al vincularla con la revolución sexual y moral de aquel año, ha despertado reacciones que reflejan sorpresa, desconcierto y molestia. Sí, porque la imagen de Benedicto XVI ha estado indefectiblemente marcada por su rigor teológico y por su generoso - y visionario - acto de renuncia al pontificado, que habilitó la elección de Francisco, como Papa de un nuevo tiempo eclesial.
Una lectura rápida a dicho documento efectivamente produce desconcierto, tanto que muchos han llegado a dudar de la autoría de Benedicto XVI. Sin embargo, una lectura pausada y analítica permite descubrir alcances insospechados que bien vale tener presente a la hora de mirar con hondura un tema doloroso que debe ser asumido.
Las primeras reacciones apuntan a documentar que la aberración de la pederastia tiene una extensa historia que compromete a los primeros siglos del cristianismo. Sin embargo, el esfuerzo historiológico del Papa emérito apunta, no a ubicar el origen temporal de esta grave desviación humana, sino a buscar un momento en la historia donde esa lacra moral “se diagnosticó como permitida y apropiada”; frase que describe una hipótesis reveladora de la permisividad que alcanzó este delito en los secretos ámbitos del poder eclesial de la alta jerarquía de la Iglesia.
En ese punto, Benedicto XVI, como buen conocedor de la historia de la Iglesia, y como protagonista privilegiado de los secretos del poder eclesial, hace una revelación de mayor alcance, al marcar una época a partir de la cual el hermético secretismo eclesial comenzó a ser socavado por la cultura de la presión social y de la transparencia, lo que sí posibilitó aquella revolución libertaria del 68.
La Iglesia, en materia de pecado, sabe de las más oscuras y aterradoras desviaciones humanas, incluyendo las propias, por lo que es descartable de plano que el objetivo de Benedicto XVI sea hacer una cronología de los orígenes de la pederastia.
Sí es cierto que Roma comenzó a ser asediada en la alta jerarquía por esta aberración moral en la década del 60, pero no por efecto de la revolución sexual y moral de 1968, sino porque el mayor pederasta de la historia de la Iglesia, Marcial Maciel, ya registraba un acopio dantesco de acusaciones en su contra.
En efecto, la periodista mexicana, Carmen Aristegui, en su libro “Marcial Maciel, historia de un criminal”, da cuenta en que agosto de 1956, dos sacerdotes mexicanos y uno belga, denunciaron a Marcial Maciel por abuso sexual, toxicomanía y otras conductas.
Con tal antecedente, y considerando la cantidad de crímenes cometidos por Maciel, es evidente que Roma se vio silenciosamente asediado y enfrentado a un hecho de grandes proporciones, que tuvo una evolución errática en el proceso de aplicación de justicia. Sí, porque la denuncia contra Maciel consiguió que en un mes “el Vaticano actuara de forma expedita para suspender al superior de la Legión de Cristo”, tal como lo describe Aristegui.
Sin embargo, luego vino la tolerancia y la permisividad con la que Maciel consiguió consolidar su imperio de poder y de impunidad, comprometiendo a la conciencia pontificia en sus graves delitos.
La impunidad concedida a Maciel coincide con ese período en que tales crímenes “se diagnosticaron como permitidos y apropiados”, a juzgar por la dura frase del Papa emérito. Luego, aquello no fue el consenso ciudadano ni libertario de una nueva conciencia social, favorecida por la revolución del 68, sino la granjería que Roma le concedió al mayor pederasta de la Iglesia, amparado precisamente por ese clima de tolerancia e interés que permitió blindar a un poderoso criminal de la Iglesia.
Es ahí donde el documento de Benedicto XVI tiene otra arista, y es el tácito reconocimiento de la propia culpa, porque siendo Prefecto de la Congregación para la Doctrina de la Fe, y consecuentemente hombre de confianza de Juan Pablo II, asumió la grave, y leal responsabilidad con el Papa, de blindar a tan peligroso sacerdote.
El mismo libro de Carmen Aristegui, citando al padre Alberto Athié, artífice de la caída de Maciel, describe la frustración de don Carlos Talavera, obispo de Coatzacoalcos, emisario clave y de confianza para romper el férreo círculo de protección de Maciel, acerca de un diálogo con el cardenal Ratzinger, donde éste le confía la cercana protección que Juan Pablo II le concedía a Maciel; algo que en ese tiempo no era público.
Sin mencionar a Maciel, pero haciendo referencia a sus delitos, el Papa emérito - en su reciente carta - contextualiza la dificultad de la justicia canónica para sancionar tales crímenes, precisamente por el “colapso” de la teología moral, conque la revolución de 1968 había permeado en la Iglesia bajo la forma de permisividad.
No obstante, en su relato, el Papa emérito, deja en evidencia tácitamente que la principal preocupación de la Iglesia hasta los 80 no era la pederastia, sino la laxitud y el relativismo moral, que amenazaban - a su modo de ver - la vida de la Iglesia.
Dando prueba de una lealtad ratzingeriana inalterable, atribuye precisamente a Juan Pablo II el mérito de rearticular la teología y la justicia canónica para luchar contra los embates de esa cultura de la permisión. En ese contexto, recuerda que Juan Pablo II encargó a una comisión pontificia la confección de una encíclica que restaurara el imperio de la verdad, esfuerzo del que nació la Veritatis splendor en 1993.
Benedicto XVI reconoce que “el asunto de la pedofilia, según recuerdo, no fue agudo sino hasta la segunda mitad de la década de 1980”, dejando evidencia que la real preocupación de la alta jerarquía romana eran otros temas. Respecto de la pederastia, revela que los hechos dejaban al descubierto la dificultad que tenía la Iglesia para hacer justicia, precisamente porque esa cultura de la permisividad había producido en el núcleo de la justicia canónica el garantismo, que dice era “una especie de proteccionismo procesal” que garantizaba “por encima de todo, los derechos del acusado hasta el punto en que se excluyera del todo cualquier tipo de condena.”
Tal revelación es dolorosa, pero verdadera; por cuanto contiene una suerte de justificación, pero a la vez un reconocimiento de una grave culpa institucional.
Y a continuación, en el mismo terreno de la desclasificación histórica, el Papa emérito describe cómo Roma decidió enfrentar la gravedad de la pederastia del clero, siendo decisivo quitar la prerrogativa de la Congregación para el Clero de sancionar dichos crímenes y radicarlo en la Congregación para la Doctrina de la Fe. Lo que Benedicto no dice es lo obvio, que la Congregación para el Clero no daba garantía para sancionar debidamente esos delitos.
Ya en sede de la Doctrina de la Fe, la capacidad de la Iglesia para sancionar la pederastia cobró fuerza. Es ahí donde la Iglesia, en ese tiempo ya dirigida por Benedicto XVI, elevó al máximo rigor la pena impuesta al clero involucrado en delitos de mayor gravedad, sancionando a sus responsables con la “expulsión del estado clerical”.
En esta materia, surge un nuevo hecho desconcertante en las revelaciones del Papa emérito. Y es que, en la aplicación de la grave sanción que implica la expulsión del clero, junto al dolor infligido a las víctimas inocentes de los abusos, la Iglesia tuvo en consideración el grave perjuicio que la pederastia hace al bien común de la Iglesia, que es la fe del Pueblo de Dios.
El estado actual de la Iglesia, afectada en su credibilidad y confianza, hace indesmentible esa arista del daño a la fe, que se incorporó recién en 2010 al Derecho Canónico. En efecto, junto a los graves daños provocados a víctimas, la pederastia ha golpeado el sustrato elemental sobre el cual la Iglesia subsiste, y es la confianza social, con lo cual la tarea esencial de la Iglesia, que es la evangelización, ha quedado seriamente comprometida.
En consecuencia, el documento de Benedicto XVI, filtrado por New York Post, antes de su publicación oficial en un periódico alemán (Klerusblatt), es un texto genuino de su autoría. El mismo contiene elementos claves para comprender la inercia de la Iglesia en la aplicación de justicia, proveyendo pistas que permiten comprender su lento y doloroso aprendizaje, cuyo accionar está siempre limitado por una vetusta y compleja estructura jerárquica, que no se compadece con gravedad de los hechos.
Así también, el documento tiene la relevancia que está escrito por quien ha tenido, en sus manos y en su conciencia, una gran cuota de responsabilidad, en la manera como la Iglesia ha ido abordando estos graves escándalos, por cuanto desde la Congregación para la Doctrina de la Fe y desde el Papado, ha sido quien ha sentado las bases para una actuación rigurosa, aunque lenta, de la Iglesia en esta delicada materia.
En este contexto, otras consideraciones como la referencia a la vida en algunos seminarios, aportan sólo evidencia del contexto cultural que cruza transversalmente el documento de Benedicto XVI.
Así también, no parece justo atribuir a dicho documento el resultado de la manipulación o maquinación de terceros sobre la conciencia y los actos de Benedicto XVI.
Lo que el documento sí genera como un precedente delicado, es que constituye una defensa poderosa a los obispos y superiores que, en los diferentes procesos cerrados o en curso, son acusados de obstruccionismo, de complicidad o de encubrimiento por la justicia civil, porque en, tal sentido, la información aportada por Benedicto XVI ofrece una suerte de atenuante o justificación a las culpas jerárquicas.
Sin duda que esta arista es sensible y discutible, porque en cierto modo quita grados de libertad al Papa Francisco, a la hora de sancionar a los obispos que actuaron o actúan con lenidad o con flagrante ánimo de proteger a su clero. Este punto es muy delicado, por cuanto confronta a dos pontífices en una dimensión clave, donde gran parte de los obispos cerrarán filas con Benedicto XVI, a la hora de defender su responsabilidad jerárquica.
En cualquier caso, el documento es oportuno y necesario, porque abre espacios, no para el escándalo, sino para la confrontación honesta que supone abordar un grave tema en evolución.
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