Una cierta burguesía Políticas lingüísticas injustas en Cataluña

(Julio Puente López).- No creo que sea el único que ve en un cambio de las políticas lingüísticas en Cataluña, del modelo de escuela en lo que respecta a las lenguas, el español y el catalán, un principio de solución para el problema secesionista. El pleito con Cataluña es político y la Constitución española lo abordó como tal al introducir los términos "nacionalidades y regiones". Pero al cabo de cuarenta años ese pleito se ha vuelto a abrir exigiendo ahora una parte de la población catalana que se reconozca a Cataluña su derecho a separarse del resto de España.

Mi tesis es que si hubiera habido un modelo de escuela bilingüe realmente, como es bilingüe la sociedad catalana, en el que los derechos de catalanohablantes y de castellanohablantes estuvieran reconocidos por igual, y no se hubiera consentido en los medios de comunicación públicos la propaganda nacionalista que fomentaba la exclusión de lo español y hasta la aversión a España, los independentistas serían muchos, pero no dos millones. Así lo he explicado en mi libro sobre Cataluña.

El escritor Francisco Ayala se mostraba escéptico respecto a la eficacia de las medidas oficiales en cuestiones de idioma. "La cuestión idiomática -decía Ayala -, por mucho que el nacionalismo la manipule como instrumento para sus fines de poder, es en sí misma ajena a ellos y requiere ser planteada en sus propios términos". Sea como fuere, nadie puede prever el acontecer histórico, y lo cierto es que, como mostró Lodares, la introducción del español en la Cataluña moderna es un proceso constante desde que Castilla y Aragón se unieron y respondió "al interés del medio mercantil, industrial y urbano por apropiarse de la moderna lengua de comercio que era el español". No parece que los catalanes sensatos se propongan ahora renunciar a él.

En todo caso la ley de Normalización lingüística constituye un medio discriminatorio, humillante e injusto desde el punto de vista ético, y por tanto no queda justificado por el fin, en sí loable, de conocer y proteger la lengua catalana. Es un claro ejemplo de que el fin no siempre justifica los medios. Las medidas tendentes en los últimos años a introducir un poco de sensatez en el sistema educativo de Cataluña están plenamente justificadas.

Es asombroso que en unas sociedades que se dicen progresistas y civilizadas, incluso cristianas, haya habido durante tantos años tal falta de empatía para el castellanohablante, que en este caso, en su mayoría, no representa a las clases adineradas. Lo cual no quiere decir que las clases hispanohablantes de buena posición económica no tengan también los mismos derechos. ¿No se esconde detrás de todo esto el afán de poder de unas familias sobre otras, de unos grupos sociales sobre otros? ¿O es que los andaluces, murcianos, extremeños, aragoneses, navarros, castellanoleoneses o gallegos que se instalaron en Cataluña llevaban la intención de dominar y someter a la población allí asentada? ¿Es esa la intención de los emigrantes latinoamericanos que trabajan en nuestro país? ¿Desde qué sentimientos se hace esta exclusión del español en la enseñanza? ¿No se percibe aquí un cierto menosprecio, inconsciente tal vez, por parte de una cierta burguesía, también instalada en la llamada izquierda independentista (ERC), hacia otras clases sociales, clases obreras y de trabajadores en gran parte, hacia los emigrantes en general y hacia los españoles en particular cuyos padres o abuelos emigraron de otras regiones de España? ¿No se transmite aquí una cierta doctrina con tintes de racismo? ¿No es este el peor de los adoctrinamientos?

Dar doctrina en la escuela es bueno, para eso está, para instruir, pero siempre que la doctrina no sea perversa. La escuela está para dar buena instrucción. Pero esta doctrina del nacionalismo excluyente no es buena. Se adoctrina en una determinada forma de ser catalán que excluye a una gran parte de la población. "Yo soy catalán, tú no tanto".

Desgraciadamente al servicio de esa burguesía nacionalista están algunos colegios de ideario que se autoproclama católico, colegios también de congregaciones religiosas, en realidad muy localistas y poco universalistas, que no son los últimos en apuntarse al delirio colectivo del derecho a decidir... ¿a decidir qué? ¿Poder alzarse con el santo y la limosna al apoyar al nacionalismo ignorando siglos de unidad? ¿Decidir sobre la independencia después de varias décadas de adoctrinamiento en un modelo comunitario alejado de la realidad? Hacer un referéndum después de más de treinta años de propaganda en los medios y en la escuela es jugar con las cartas marcadas. Me temo que esos monjes de Montserrat y otros religiosos que apoyan el independentismo no se pasean mucho por el cinturón de Barcelona. Monjes y obreros no son cristianos de la misma manera. ¿Van a jugar los obispos catalanes también a ese juego? Alguno, como el obispo de Solsona parece acercarse a los círculos nacionalistas mientras otros hacen equilibrios. ¿Se debe ello a que el nacionalismo es el árbol que mejor sombra les da?

Eugenio Trías hablaba de "ese independentismo de ricos" que como una broma macabra quiere presentarse siempre como avanzado y progresista. Y que ingenuamente votarán muchos ciudadanos. Y mientras se siga así manipulando a la población los derechos de los alumnos del cinturón industrial de Barcelona y de los pobres de la periferia continuarán siendo olvidados. A sus hijos se les ha ofrecido durante décadas como lengua culta y vehicular de la enseñanza un idioma muy digno, pero minoritario en España y en el mundo, el catalán, hablando ellos en su casa español. Yo aquí no veo ni justicia ni Evangelio. ¿Pero no hacía la Iglesia una opción preferencial por los pobres? Con razón se preguntaba Joseph Moingt en su libro Faire bouger l'Église catholique en 2012 cómo podría la Iglesia "dar prioridad al anuncio del Evangelio en un mundo secularizado cuando no está preocupada más que por sobrevivir y parece condenada a corto plazo". Estas ideas ya las enseñó su compañero jesuita el profesor González Faus en su obra La Humanidad Nueva, cuando decía que en épocas de crisis histórica una Iglesia que huya de la Cruz "estará más preocupada por su propia supervivencia que por su humilde servicio a la causa de Dios en la historia". Y servir a Dios en la historia es siempre servir al pobre y al que sufre, que está en la periferia del sistema y no en los delirios nacionalistas.

Ciertamente una cosa es la teología, no siempre irracional, y otra muy distinta los pingües beneficios de los colegios, con sus piscinas, centros de entrenamiento y gimnasios privados que, como es sabido y es costumbre también fuera de Cataluña, mantienen otras obras de apostolado. ¿Son también esos negocios esenciales para la misión de la Iglesia? ¿Hay que salvar su financiación a toda costa? ¿Hay que conseguir los veinte millones de euros anuales, o los que sean, del presupuesto del Monasterio de Montserrat? ¿O es que la iglesia catalana no ha evolucionado desde la guerra civil y confunde a "los otros catalanes" con los ejércitos vencedores de Franco? Seguramente tenía razón González Faus y se trata simplemente de eso, de sobrevivir. Hay que tener en cuenta todas estas cosas cuando algún dirigente independentista se declara creyente y practicante de su religión como si eso le garantizara acertar en sus decisiones políticas y en su comportamiento como ciudadano.

Habría que preguntarse qué tipo de creencia es esa que parece ser compatible con la visión nacionalista. ¿Se trata de una creencia que se ha convertido en "identidad" como señaló en alguna de sus obras Marcel Gauchet? ¿Se ha debilitado el núcleo central de la creencia, que en el mensaje cristiano no separaba la transcendencia de la apertura al emigrante, al distinto de mí, al forastero, algo ignorado en el nacionalismo, para poner el acento en las formas externas, en la detallada observancia de los ritos, en el apego a las costumbres, en los signos que marcan los límites entre lo de fuera y lo de dentro, entre "ellos" y "nosotros"?

No cabe duda de que el nacionalismo fundamentalista tiene algo de sucedáneo de la religión. Pero tampoco la vinculación política del individuo es quizá tan fuerte como para que el nacionalismo pueda triunfar como fuerza unificadora de la sociedad, una función que desempeñaron las religiones en el pasado. El nacionalismo fundamentalista y excluyente defiende doctrinas que no son aceptables ni desde la ciudadanía democrática ni desde un cristianismo razonable.

El veterano periodista y escritor Antonio Aradillas, también hombre de Iglesia, pero lejos de la tentación de los halagos endogámicos, ha hablado de disimulos, de silencios, de cobardía por parte de quienes debían defender la unidad en la pluralidad, "la igualdad entre todos". "La actitud oficial y jerárquica de la Iglesia "autonómica" - "Conferencias Episcopales Territoriales" -, no siempre, ni muchos menos, ha sido y es ejemplar". Aradillas dice así también en el libro que acaba de publicar este año "La Iglesia que se acaba": "A estas alturas de los acontecimientos ya registrados, y de los que se presienten cercanos, con mención expresa para Cataluña y el País Vasco, a nadie sensatamente se le ocurre ni siquiera dudar de la influencia que en los mismos ejerció y ejerce la Iglesia, resultando tan eficaz como decisiva". Y unas líneas más adelante afirma que en "las reivindicaciones a favor de los nacionalismos aludidos, de manera explícita se hizo presente y activa la Iglesia". Seminarios, Casas Religiosas, "Cartas pastorales", organizaciones piadosas dieron apoyo a quienes defendían unas soluciones políticas para la consecución de sus fines, "aún con procedimientos no siempre ético-morales".

Probablemente una vez más, como a principios del siglo XX en Europa, hemos entendido mal el Evangelio. Tal vez a unos les ciega el orgullo nacionalista y a otros les paraliza la cobardía. A veces lo justo es lo contrario de lo que unánimemente opinan todos los que nos rodean. ¿No fue esa la lección de Eichman en Jerusalén, la famosa obra de Hannah Arendt citada por tantos autores? Por lo que se ve inútilmente citada para algunos, pues, sin duda, nos creemos mejores cristianos que los europeos de la primera mitad del s. XX. Por eso nos ofende que nos recuerden la hecatombe que significó para Europa la ceguera nacionalista. Se nos olvida que Caín es el personaje de un mito que transmite una verdad profunda sobre la condición humana, y que Caín no fue solo alemán. Caín es toda la raza humana. Y nos embarcamos alegremente en aventuras independentistas y, lo que es más grave, embarcamos en ellas a los que de ninguna manera querrían acompañarnos en el viaje.

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