El 2 de octubre cumple 90 años el sacerdote e intelectual abulense Olegario González de Cardedal, un teólogo de raza
El 2 de octubre cumple 90 años un teólogo de raza, de la misma tierra y de la misma cepa que Alonso de Madrigal, Teresa de Ávila y Juan de Fontiveros
Notable fue siempre su esfuerzo por “civilizar” la teología al germánico modo, por integrar las divinidades en la universidad civil, en pacífica convivencia y permanente diálogo con las demás humanidades
Se endemoniaba cuando veía multiplicarse sin ton ni son en nuestro país los centros superiores de estudios teológicos y las publicaciones católicas, por considerar que tanta cantidad solo podía suponer una notable rebaja de la calidad
Se endemoniaba cuando veía multiplicarse sin ton ni son en nuestro país los centros superiores de estudios teológicos y las publicaciones católicas, por considerar que tanta cantidad solo podía suponer una notable rebaja de la calidad
| Felipe Hernández
Hace ya muchos años que Olegario González de Cardedal (1934), recién ordenado sacerdote, se fue para Alemania con una maleta cargada de viejos libros y de juveniles ilusiones. Había recibido sus primeras letras en su pueblo natal —un caserío adosado al espinazo de Castilla, al que vuelve siempre que tiene necesidad de restregarse el alma, como hacía Unamuno—, y las últimas en el seminario diocesano de Ávila, del que era rector D. Baldomero Jiménez Duque y en el que daba sus clases de Historia de la Cultura D. Alfonso Querejazu en compañía de algunos buenos profesores y de otros que hacían lo que buenamente podían.
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Aterrizó en Múnich y se matriculó en la facultad de teología de su Universidad. Cuando regresó a España después de una brillante promoción en teología de la mano del profesor Michael Schmaus, en su vieja maleta venían, junto a manuales y léxicos alemanes de buena teología católica, libros de Möhler y de Casel, de Guardini y de Rahner, pero también de Harnack, de Ritschl y de Troeltsch, de Bultmann, Bonhoeffer y Barth, y de otros autores a cual más impronunciable.
Luego vinieron sus estancias en Oxford y en Estados Unidos; su pertenencia a la Comisión Teológica Internacional; largos años como catedrático de la facultad de teología de la Universidad Pontificia de Salamanca y como maestro de seminaristas, sacerdotes, religiosos/as y seglares; el ingreso en la Real Academia de Ciencias Morales y Políticas; la labor como director de cursos en Universidades de Verano; el trabajo como conferenciante, como escritor, como bordador de terceras de ABC; y en medio de todo esto su actividad como mentor y mecenas de niños yunteros, de teólogos en flor o de clérigos en apuros, que de todo ello supo saber también D. Olegario.
Para él la teología fue siempre “el órgano que en la Iglesia tiene como misión indagar las razones que abren la inteligencia a la fe a la vez que las razones que llevan la fe a la inteligencia; y ambas al amor y a la praxis”. Inteligencia y fe, filosofía y teología, en intrínseca referencia y fundamental religación. Porque la inteligencia y la filosofía desligadas de la fe y de la teología terminan por no ser nada; y porque la fe y la teología sin aquellas pueden convertirse en cualquier cosa. Notable fue siempre su esfuerzo por “civilizar” la teología al germánico modo, por integrar las divinidades en la universidad civil, en pacífica convivencia y permanente diálogo con las demás humanidades o Geisteswissenschaften.
Ávila, Múnich, Salamanca, Madrid
Un discípulo aventajado escribió en su día que la figura personal de González de Cardedal como hombre, cristiano, sacerdote y teólogo se puede descifrar desde el símbolo que representan cuatro ciudades íntimamente relacionadas con su biografía: Ávila, donde como joven seminarista adquiere la base de su formación espiritual en el seminario diocesano, bajo la guía de los mencionados Baldomero Jiménez Duque y Alfonso Querejazu, y de los dos grandes místicos de la tierra: Teresa de Jesús y Juan de la Cruz; Múnich, capital de Baviera, que en 1960 representaba el culmen de la cultura universitaria europea; Salamanca, lugar donde el teólogo vivió cotidianamente su misión teológica en las clases de la facultad de teología de la Universidad Pontificia (1966-2005); y Madrid, “rompeolas de todas las Españas”, donde dio testimonio público de la fe a través de una ciudadanía responsable y una cristianía razonable.
González de Cardedal perteneció a un grupo de clérigos y teólogos precursores que en los años cincuenta y sesenta se formaron en las universidades europeas para poder transformar luego aquí todo lo que la enseñanza de la teología precisaba según los nuevos aires del Concilio
González de Cardedal perteneció a un grupo de clérigos y teólogos precursores que en los años cincuenta y sesenta se formaron en las universidades europeas para poder transformar luego aquí todo lo que la enseñanza de la teología precisaba según los nuevos aires del Concilio. Es la misma generación que tuvo que abandonar a toda prisa el edificio conceptual en que habitaba su ser para instalarse provisional o definitivamente en hogares más humildes. Se había acabado la reclusión en las divagaciones pirotécnicas de los conceptos sin apoyatura real; los ergotismos y logomaquias heredados de la neoescolástica a nadie convencían ya; Roma y los nuevos tiempos demandaban ahora otra cosa, y los estudiantes de teología también: un lenguaje menos retórico y más vital, menos escolástico y más existencial.
Había que buscar la verdad en la vida y la vida en la verdad, como había proclamado Unamuno. En el maremágnum de tan grandes y precipitadas mudanzas exigidas por el Concilio hubo quien recaló en la pigricia intelectual, en la hetiquez ética o en la laxitud moral: el teólogo abulense abominó siempre de todo ello, se desgañitaba gritando que eso nada tenía que ver con los nuevos aires del Concilio, sino más bien con los viejos tufos de siempre. Algunos alumnos le atribuyeron cierto aticismo académico, pero, según otros, sus maneras en clase no eran más que trasunto de la seriedad y el rigor germánicos.
Se transfiguraba explicando la intrínseca continuidad entre el Jesús histórico y el Cristo de la fe; los títulos cristológicos y las confesiones de fe; la pre-existencia como condición necesaria de la pro-existencia; la kénosis de Cristo y la anakephalaiosis de todas las cosas en él; las diferencias entre una cristología desde arriba y una cristología desde abajo, entre la escuela de Antioquía y la de Alejandría, entre Arrio y san Atanasio; el homousios de Nicea y las dos naturalezas en una sola hipóstasis de Calcedonia; el personalismo de Guardini, el existencialismo de Rahner, el esencialismo agustiniano de Ratzinger, la estética teológica de Urs von Balthasar o el cristocentrismo radical de Karl Barth.
Y se endemoniaba cuando veía multiplicarse sin ton ni son en nuestro país los centros superiores de estudios teológicos y las publicaciones católicas, por considerar que tanta cantidad solo podía suponer una notable rebaja de la calidad. De las dos revistas internacionales de teología que marcaron tendencia en la Iglesia posconciliar, Concilium y Communio, él siempre se sintió más cómodo en la órbita de la segunda, a cuyo consejo de redacción perteneció durante largos años.
Sus libros se cuentan por decenas y por cientos sus artículos en prensa y en revistas especializadas. Está por tejer una especie de hilo de Ariadna que permita desbrozar el terreno y leer sus textos en sus respectivos contextos. Junto a Sánchez Albornoz y J.L. López Aranguren acaso sea uno de los tres autores abulenses más leídos del siglo XX. Fue precisamente el filósofo Aranguren, en los años de la Transición, quien calificó a Reyes Mate y Alfredo Fierro como teólogos de “cristianos por el socialismo” mientras adjudicaba a Fernando Sebastián, entonces rector de la Pontificia de Salamanca, y a González de Cardedal el papel de “teólogos de UCD”, etiqueta que disgustó mucho a los dos teólogos salmantinos por el riesgo que supone hacer teología excesivamente condicionada por una previa opción política.
Teólogos áulicos taranconianos sí debieron de parecer y de ser en aquellos años el rector de la Universidad Pontificia de Salamanca y el teólogo abulense, si nos atenemos a lo que el luego cardenal Sebastián cuenta en sus “Memorias con esperanza” a propósito de la homilía pronunciada por Tarancón en los Jerónimos con motivo de la entronización del rey Juan Carlos en noviembre de 1975.
González de Cardedal nunca ocultó sus simpatías por Ratzinger, primero como teólogo y luego como papa; ni el papa alemán las suyas por el teólogo abulense, como demuestra la concesión del primer Premio Ratzinger de Teología
González de Cardedal nunca ocultó sus simpatías por Ratzinger, primero como teólogo y luego como papa; ni el papa alemán las suyas por el teólogo abulense, como demuestra la concesión del primer Premio Ratzinger de Teología, que es algo así como el Nobel de la disciplina. El teólogo navarro J.M. Iraburu escribió en su día que el teólogo de Salamanca era uno de los más eximios representantes de la disidencia moderada, considerada por el navarro como más peligrosa que la disidencia abierta de teólogos como González Faus, Torres Queiruga, Castillo, etc., y vertió una crítica algo despiadada contra su manual de cristología de la colección Sapientia Fidei, promovida por la Conferencia Episcopal, calificando a su teología en unos casos de dudosa y en otros de errónea.
La concesión del Nobel de Teología apagó aquellas críticas injustas y desproporcionadas a la vez que acrecentó su bien ganada fama como teólogo de cámara, oficial u oficioso, quizá el más laureado de todos los de habla hispana en el posconcilio. Un sacerdote inmisericorde se tomó muy a mal que nuestro teólogo de alguna manera “indultara” a Hans Küng y se apiadara de él en una tercera de ABC que publicó con motivo de la muerte del teólogo suizo. El teólogo abulense siempre supo con muy buen sabor que si Dios es misericordioso apenas habrá quien pueda condenarse y si es justo, casi nadie podrá salvarse, ni siquiera sacerdotes tan justicieros y abrasadores como el recién mencionado.
Cuando traspasó las fronteras de su sagrada teología fue para adentrarse no tanto en los terrenos de la filosofía cuanto en los de la mística, que no deja de ser metafísica a la española, la literatura, el arte, la educación, la política y todo lo que tiene que ver con las ultimidades del alma española. Ello no obstante, confraternizó siempre con dos filósofos españoles del siglo XX que vivieron en la frontera de la Iglesia, dos de los exponentes más representativos de la historia espiritual de España: Unamuno y Ortega, ninguno de los dos teólogo de profesión y ambos máximos referentes laicos de la recepción teológica de la modernidad en nuestro país.
También hizo buenas migas con el filósofo y exsacerdote donostiarra X. Zubiri a través de la Sociedad de Estudios y Publicaciones. Nunca sucumbió al peligro de racionalizar la fe, más bien siempre quiso cordializarla y simplificarla; tampoco fue teólogo empeñado en trocar el amor en teología, sino que la suya, su teología siempre estuvo como arrodillada y arrobada ante el misterio del amor hasta el extremo del Crucificado. No hay más teología que el Cristo que vivió, murió y resucitó. Ni más fe que la personal adhesión a ese Cristo. Y solo por él, con él y en él adhesión también a una comunidad local y universal, la Iglesia. Así de simple y de cordial es la enseñanza de Jesús de Nazaret y hace falta tanto valor como tino para no disfrazarla con las obligadas máscaras de la religión, de la moral o de la metafísica.
En el impresionante currículum del teólogo abulense se echan de menos dos registros: un sillón en la RAE y el cardenalato honorífico como el que se otorgó en su día a teólogos de la talla de Newman, Lubac, Congar o Balthasar
En el impresionante currículum del teólogo abulense se echan de menos dos registros: un sillón en la RAE y el cardenalato honorífico como el que se otorgó en su día a teólogos de la talla de Newman, Lubac, Congar o Balthasar. Es fama que lo de sentarse en la RAE estuvo a punto de suceder mientras fue director de la misma Laín Entralgo y luego Víctor García de la Concha, pero por la razón que fuere el ingreso no terminó de sustanciarse. Y lo del capelo cardenalicio acaso se hubiera hecho realidad si el papa Ratzinger no se hubiese jubilado tan temprano.
De nuestra guerra civil, que tanto sesgo y tanto desgarro produjo en los intelectuales españoles de la segunda mitad del siglo XX, González de Cardedal solo quiso saber dos cosas: que lo peor de la izquierda había fusilado a lo mejor de la derecha y que lo peor de la derecha había matado o transterrado a lo mejor de la izquierda: “En Ávila, el frente estaba en el puerto del Pico. En la vertiente norte de Gredos mataban a los maestros, en la vertiente sur eran asesinados los curas”, los dos grupos humanos que más habían hecho para que los pobres niños del agro pudieran acceder a la cultura y, con ella, a la libertad.
En el prólogo de uno de sus libros más entrañables, escrito con motivo de la muerte de su madre, se lamenta de que mientras casi todos los poetas han hablado de sus madres, casi todos los teólogos han guardado silencio sobre ellas. Él siempre tuvo a la suya a flor de labios y permaneció tan cerca de ella como pudo. Un buen día decidió adoptar el nombre de su pueblo (Cardedal) como segundo apellido. Los dos salieron ganando: el pueblo porque a partir de entonces la gente empezó a situarlo en el mapa y a descubrirlo en las bibliografías de medio mundo, y el teólogo porque el nombre de su pueblo como segundo apellido fue siempre recordatorio para que ni el traje, ni la corbata, ni el cuello almidonado del clergyman le hicieran olvidar su humilde condición como hijo de una pobre aldea perdida en lo más alto de la serranía abulense y allí de una viuda en todo, como a él le gustaba decir. Nunca se avergonzó de parecer pobre, ni de serlo al evangélico modo.
Pasarán muchas lunas hasta que el águila de san Juan vuelva a sobrevolar las cumbres de Gredos, las murallas de Ávila, las torres de la clerecía de Salamanca y los rascacielos de Madrid con tanta excelsitud. El próximo 2 de octubre cumple 90 años un teólogo de raza, de la misma tierra y de la misma cepa que Alonso de Madrigal, Teresa de Ávila y Juan de Fontiveros.
Laus Deo