"Los peruanos no somos enemigos, sino conciudadanos" ¿Qué dejan las elecciones en El Perú? Una mirada social y eclesial
"El verdadero reto no es sobrevivir a la crisis política actual, sino mirar más lejos y plantearse cómo sanar a una comunidad nacional, donde la desconfianza, la prepotencia y el sectarismo han opacado la promesa de una República fundada en igualdad, fraternidad y bien común"
"Esta confrontación pasará. Pero las secuelas seguirán resonando en una democracia frágil, cuya inestabilidad político-institucional produjo 4 presidentes durante el último quinquenio y un golpe de estado en noviembre de 2020"
"Un espectáculo lamentable fue ver obispos, sacerdotes y grupos de laicos plegarse acríticamente a la campaña contra Castillo, reciclando el viejo tópico de que la Iglesia condena el comunismo"
"A los católicos, nos toca hacer camino con el resto de la nación en actitud de humildad, pensando la realidad con ojos compasivos y críticos, dispuestos a aprender y cooperar entre católicos y con quienes están fuera de la Iglesia"
"Un espectáculo lamentable fue ver obispos, sacerdotes y grupos de laicos plegarse acríticamente a la campaña contra Castillo, reciclando el viejo tópico de que la Iglesia condena el comunismo"
"A los católicos, nos toca hacer camino con el resto de la nación en actitud de humildad, pensando la realidad con ojos compasivos y críticos, dispuestos a aprender y cooperar entre católicos y con quienes están fuera de la Iglesia"
| Juan Miguel Espinoza Portocarrero de la PUCP
Cuando pensamos que llegaba a su fin una de las contiendas electorales más reñidas que el Perú haya visto en su historia reciente, los peruanos nos vemos confrontados con el hecho que la batalla seguirá al menos un par de días más. La tarde del miércoles 9 el conteo ya alcanzaba el 99% dando un ganador. Por un estrecho margen de 70 mil votos, el maestro sindicalista Pedro Castillo superaba a la derechista Keiko Fujimori, en su tercer intento por conquistar la presidencia. Sin embargo, esa noche el equipo de Fujimori anunció que solicitará la impugnación de 802 mesas electorales en regiones donde Castillo tenía mayoría por un supuesto fraude montado por el adversario.
El presidente del Jurado Nacional de Elecciones declaró que este es un pedido inédito que sobrepasa las capacidades de los órganos electorales para resolver con agilidad. Para graficar, en las elecciones de 2016, se presentaron 29 recursos de esta naturaleza, y en las de 2011 solo 2. La confrontación política, lamentablemente, tiene para rato, pues la agrupación de Castillo ya se considera ganadora y acusa al otro bando de robarles la victoria usando artimañas legales. Los ánimos se tensionan en las calles y en las redes sociales con partidarios de ambos candidatos protestando, algo que esperemos no escale en violencia o atentados al orden constitucional.
Siendo optimistas, eventualmente, esta confrontación pasará. Pero las secuelas seguirán resonando en una democracia frágil, cuya inestabilidad político-institucional produjo 4 presidentes durante el último quinquenio y un golpe de estado en noviembre de 2020. Más grave aún es que el tejido social está quedando profundamente quebrado, lo cual no es producto de las elecciones, sino un fenómeno que se arrastra desde mucho atrás. Sus raíces estructurales son las desigualdades históricas y la cultura de que no todas las vidas peruanas valen lo mismo. Por tanto, el verdadero reto no es sobrevivir a la crisis política actual, sino mirar más lejos y plantearse cómo sanar a una comunidad nacional, donde la desconfianza, la prepotencia y el sectarismo han opacado la promesa de una República fundada en igualdad, fraternidad y bien común.
Una elección peleada entre extremos
¿Cómo llegamos hasta este desenlace electoral telenovelesco? La frustración colectiva generada por los impactos de la pandemia (más de 180 mil fallecidos según cifras oficiales recientemente sinceradas por el gobierno y un incremento de la pobreza en 10%) fragmentó las preferencias durante la primera vuelta electoral. Entre una oferta de 18 candidatos, pasaron a la contienda final dos candidatos populistas, ambos representando extremos, uno de izquierda y la otra de derecha. Eso sí, ninguno de los dos logró más del 20% de votos, algo inédito en la historia electoral peruana.
En vez de reorientarse hacia el centro, ambos decidieron radicalizar sus discursos de campaña teniendo como marco la defensa u oposición al modelo económico neoliberal. Este tópico no es nuevo. Al contrario, ha sido una bandera política, que se recicla en cada elección desde 2006. El éxito económico de las últimas dos décadas favoreció a Lima y las zonas de la costa conectadas a la agroindustria, pero ha marginado a las regiones de la Amazonía y los Andes, donde adicionalmente las industrias extractivas (minería e hidrocarburos) llevan una relación conflictiva con las comunidades indígenas y campesinas. El resultado es que las regiones más integradas al libre mercado y la globalización tienden a votar por quienes aseguran la continuidad de este status quo y quienes se sienten excluidos, votan en contra.
La estrategia de Fujimori consistió en presentar a Castillo como representante del “comunismo”, quien pretendía replicar el modelo venezolano en el Perú y secuestrar la democracia y las libertades. El sustento era que Castillo postulaba con Perú Libre, organización política cuyo ideario se identifica con el marxismo-leninismo y el “socialismo del siglo XXI”. Además, sobre el fundador del partido, Vladimir Cerrón, pesa una condena por corrupción y varios cuestionamientos a su gestión como gobernador de la región de Junín en los Andes centrales.
Detrás de Fujimori, se aglutinó una coalición variopinta integrada por el abanico de partidos de derecha, grandes empresas, la tecnocracia neoliberal, las más populares cadenas de televisión, la selección peruana de fútbol y personajes de la farándula. Incluso, viejos detractores del fujimorismo, como el literato Mario Vargas Llosa, apoyaron su candidatura como garantía de la conservación del sistema vigente.
Los aliados de Fujimori desplegaron una campaña publicitaria inmensa que abarcó paneles en varias ciudades del país y contenidos transmitidos por las cadenas de televisión y rebotados por activistas en las redes sociales. Los mensajes iban en dos perspectivas. Por un lado, activar los miedos que el sentido común de los peruanos asocia a la izquierda atribuyéndoselos a Castillo: expropiación de la propiedad privada y restricción de la iniciativa empresarial, hiperinflación y encarecimiento de los productos de la canasta básica, violencia terrorista, aborto y liberalización de la sexualidad, y un largo etc. Por el otro, Fujimori se presentó como la defensora de la “democracia” y las libertades económicas y la promotora de un “cambio hacia adelante” basado en promesas clientelistas de bonos monetarios y exoneraciones tributarias para la clase trabajadora y los más pobres.
Por su parte, Castillo presentó la contienda como una lucha entre los privilegiados y los excluidos, entre ricos y pobres. Sorprendentemente, el ser un novato en política fue su gran capital político. A diferencia de su contendora, quien enfrenta juicios por lavado de activos y está desprestigiada por la actitud obstruccionista de su partido en el Congreso, a Castillo no se le podía acusar de nada directamente. La imagen de hombre rural y su discurso poético cargado de protesta despertó una identificación entre esas mayorías que se sienten marginadas.
“No más pobres en un país rico” o “Si no se roba, alcanza la plata” fueron algunos de lemas que calaron hondamente entre sus electores. Además, la plataforma del profesor apeló al sentimiento antifujimorista que cruza clases sociales y posiciones ideológicas, apuntando que Keiko Fujimori era incapaz de deslindar de los crímenes de la dictadura de su padre y rectificar su actitud antidemocrática desde cuando se negó a aceptar su derrota en 2016.
La gran dificultad de Castillo fue la ambigüedad de sus propuestas que encantaban a sus electores, pero aterraban a los partidarios del libre mercado. Planteó regular las importaciones para proteger la producción nacional, una reforma del sistema de pensiones, la renegociación de contratos con trasnacionales (especialmente empresas mineras) en un lenguaje tan categórico y confuso que activó el miedo de que llevaría al país al colapso económico. Sus adversarios sacaron provecho y le atribuyeron que estaba planeando cerrar todas las importaciones, confiscar ahorros y estatizar empresas.
Rosa María Palacios, una periodista usualmente neutral y seria, desperdigó la idea de que el plan económico de Castillo se resumía en condenarnos al hambre. Para limpiarse de ese estigma, el candidato se alió con la izquierda moderada y progresista liderada por la ex candidata presidencial Veronika Mendoza. Así, convocó a profesionales de izquierda para formar un equipo técnico que armase un plan de gobierno propio y distanciado del ideario marxista de Perú Libre. Pero, a pesar de estos intentos, no logró quitarse el aura de improvisado. Al finalizar la campaña, muchos siguen teniendo dudas sobre qué es lo que Castillo propone y otros tantos lo conciben como una amenaza rotunda.
El factor religioso y la participación de la Iglesia católica
Apenas terminada la primera vuelta electoral, las voces sensatas advirtieron que las credenciales democráticas de ambos candidatos estaban bajo sospecha. Para presionar a los candidatos a asumir compromisos básicos de respeto a la democracia, surgió la Proclama Ciudadana, iniciativa conjunta de la Conferencia Episcopal Peruana, la Unión de Iglesias Cristianas Evangélicas del Perú, la Asociación Civil Transparencia y la Coordinadora Nacional de Derechos Humanos. A modo de juramento solemne, los candidatos aceptaron cumplir un pliego de 12 puntos, entre los cuales figuraban que de ser elegidos priorizarían la lucha contra la pandemia mediante estrategias con base científica, no intentarían una reelección, respetarían los Derechos Humanos, la Constitución, la independencia de los poderes del Estado, la libertad de prensa y asociación, y promoverían la lucha contra la corrupción.
Si bien la Proclama fue presentada como una iniciativa de la sociedad civil organizada, el cardenal Pedro Barreto, arzobispo de Huancayo, fue una figura clave en su gestación. De hecho, cuando ambos candidatos aceptaron hacer el juramento, las cabezas de las organizaciones involucradas eligieron a Barreto para presidir el acto. En tal sentido, el involucramiento de los líderes de las iglesias católica y evangélicas legitimó a la Proclama, presentándola como un acto apartidario y neutral, que recogía la preocupación de la población y la convertía en una acción ciudadana propositiva. La Asociación Transparencia se encargó de recolectar firmas de respaldo a través de una petición en Change.org, que sumó más de 30 mil adhesiones individuales.
Un espectáculo lamentable fue ver obispos, sacerdotes y grupos de laicos plegarse acríticamente a la campaña contra Castillo, reciclando el viejo tópico de que la Iglesia condena el comunismo. El obispo castrense Juan Carlos Vera MSC fue el primero en llamar a votar por Keiko Fujimori porque apoyar a Castillo era convertirse “en cómplices de la tragedia vivida con los grupos terroristas Sendero Luminoso y MRTA”.
El arzobispo de Arequipa Javier del Río, en su mensaje dominical previo a las elecciones, llamó a un “voto libre e informado” pero sentenciando que la Iglesia católica no puede apoyar a Perú Libre porque su ideario “está abiertamente reñido con la doctrina y la moral católicas”. Sacerdotes influencers y activistas católicos se encargaron de llenar las redes con mensajes de que los católicos no pueden votar por un comunista y que un eventual gobierno de Castillo implicaría una amenaza para los intereses de la Iglesia. Hasta la Virgen de Fátima fue invocada para salvar al Perú del comunismo.
La campaña católica se basó en desinformación, miedo y odio, que contribuyó a profundizar la polarización y los enfrentamientos en la sociedad peruana, dándole una dimensión religiosa. Lo terrible de estos mensajes no fue que expresaban una preferencia política, que sería un acto legítimo, sino su pretensión de presentar el voto contra Castillo como mandato divino y obediencia a la doctrina de la Iglesia. Un mal balance entre fe y política lleva a abusos, que en este caso resultó en palabras sin caridad, esperanza o verdad y la fe convertida en un instrumento del juego político. Aún recuerdo la indignación de mi madre y mi tía comentándome de un sacerdote diocesano que, en una entrevista por televisión, dijo que “Cristo odia a los comunistas”. Ambas perturbadas, comentaban: “¿Cómo puede decir eso? ¡Si Dios nos ama a todos!”
La intervención directa de obispos y sacerdotes direccionando el voto de los católicos hacia Fujimori merece un comentario aparte. Esto constituye un abuso de su autoridad. La misión de los pastores está en formar y empoderar la consciencia moral de los fieles, no suplantarlas, como insiste el papa Francisco. Como contraste a esta actitud, la Comisión Episcopal de Acción Social ha producido una campaña en redes para animar a un posicionamiento sereno, crítico y reflexivo ante el contexto electoral.
El arzobispo de Lima Carlos Castillo recordó que la Iglesia es respetuosa del pluralismo ideológico, porque hay cristianos en todas las tiendas políticas. Un pastor que hace campaña por un partido político quiebra la comunión eclesial y prioriza intereses de poder por encima de la escucha del Espíritu Santo y el cuidado del pueblo de Dios. A su vez, el obispo de Jaén Alfredo Vizcarra S.J., en su homilía del 1 de junio, criticó a los profetas del anticomunismo porque al avivar este fantasma desviaban la atención de los problemas reales, negándose a escuchar “el reclamo de muchos peruanos por un cambio hacia un país que deje de olvidarlos”.
Una invitación a mirar más lejos
¿Qué desafíos se abren en el escenario post elecciones? A nivel social, es una urgencia poner paños fríos a las confrontaciones y promover diálogo entre las distintas tiendas políticas y sus bases sociales. En el Perú, parece haberse instalado el monólogo como estilo de comunicación y acción política que se impone a los demás por su tono agresivo y altisonante. El papa Francisco en Fratelli Tutti (n. 200-201) explica que este modus operandi bloquea las puertas a los consensos a favor del bien común, porque encierra a cada uno en sus ideas, intereses y opciones, descalifica al adversario aplicándole epítetos humillantes y permite que intereses de poder manipulen el debate público. Claramente, ha absorbido la campaña electoral y, desafortunadamente, se va generalizando en la vida cotidiana de los peruanos.
Ante una narrativa llena de “hipérboles inexactas”, “es la hora de los sensatos, aquellos que no se hayan precipitado fanáticamente y que podrán tender los puentes, porque sea quien sea el vencedor, el fracaso es cierto si no curamos heridas”, como escribió el politólogo arequipeño Gonzalo Banda en El País. Es tiempo para mirar la realidad tal y como es, reconociendo que el legado de estas elecciones amenaza la supervivencia de la República peruana. Toca recuperar la consciencia de que el pluralismo es ingrediente fundamental de la democracia. Los peruanos no somos enemigos, sino conciudadanos. Es legítimo tener miradas diferentes del país, las cuales deben conversar entre sí. Para ello, hace falta mucha educación ciudadana que desarrolle capacidades políticas orientadas a discrepar constructivamente y generar consensos.
La tolerancia como apertura a la escucha recíproca y vinculante es la condición básica para armar una agenda pública centrada en el control de la pandemia, la reactivación económica y el reconocimiento de la dignidad de todos los peruanos sin distinciones. El nuevo contexto demanda una ciudadanía vigilante, que se involucre en la vida política desde la base social, que intervenga el espacio público desde organizaciones, colectivos y los partidos políticos. Pero, sobre todo, requiere el aprender a mirarnos unos a los otros, reconocernos como hermanos y forjar vínculos de amistad social. El racismo, el clasismo y la política clientelista deben ser desterrados, porque solo desgarran el tejido social peruano e impiden soñar con un país más justo y fraterno.
En las últimas décadas, las políticas de lucha contra la pobreza han logrado avances en la inclusión económica y el desarrollo de capacidades sociales. Sin embargo, lo que no se ha hecho es atender la demanda por representación política y reconocimiento de la agencia ciudadana de los más pobres del Perú. Es bastante ilustrativo que, a pesar del ofrecimiento de Fujimori de destinar el 40% del impuesto minero directamente a las familias residentes en zonas de actividad extractiva, esos pueblos hayan votado mayoritariamente por su oponente, en cifras que superan el 80% de votos. Es un mensaje rotundo que esperemos se escuche: los más pobres no están satisfechos con dádivas económicas, lo que reclaman es dignidad y representación.
A nivel eclesial, toca una reflexión seria y objetiva sobre la participación de los católicos en la campaña electoral. Como cristianos, estamos convocados a cuidar la vida que tanto se ha descuidado en nuestro país. Nuestra vocación es la de ser artesanos de fraternidad y sembradores de esperanza. Lamentablemente, hemos visto muchos testimonios contrarios. Es cierto que, durante la emergencia sanitaria de la COVID-19, las comunidades y las organizaciones católicas han dado signos de solidaridad, respondiendo a una realidad de mucha necesidad. No obstante, que, en la segunda vuelta, varios hayan preferido alzar la bandera anticomunista en vez de pensar con sensibilidad y profundidad el contexto nos dice que algo no hemos terminado de entender como Iglesia. Habremos hecho mucho activismo para responder a la pandemia, pero eso no necesariamente se ha traducido en un encuentro con Dios en medio de nosotros que haya transformado nuestros corazones y comprometido nuestra vida.
Por tanto, la conversión pastoral y sinodal es aún una tarea pendiente para la Iglesia del Perú. Aunque tenemos varios nuevos obispos en la línea del actual pontificado, el papa Francisco nos recuerda que la renovación de la jerarquía eclesial por sí misma no genera transformación eclesial. En tal sentido, el contexto post elecciones es una oportunidad para que el conjunto del pueblo de Dios peregrinando en el Perú se disponga a la escucha de los signos de los tiempos y entre con mayor fuerza en la espiritualidad de una Iglesia de discípulos misioneros. Tal camino presupone una reflexión teológica, una catequesis y una práctica litúrgica más encarnada y mejor enterada de las preocupaciones de la gente y de la complejidad social, política y cultural del país. Pero también un replanteamiento de la formación del clero y el laicado, que supere los rezagos de la eclesiología de la sociedad perfecta y reinterprete todo desde la centralidad del reinado de Dios y la vida plena para nuestro pueblo.
La Iglesia reproduce varios de los nudos conflictivos de la sociedad y la política peruana. Una conversión pastoral y sinodal implica reconocer esas limitaciones y asumir una posición autocrítica. La educación ciudadana también es una urgencia al interior de la Iglesia, porque adolecemos mucho de falta de participación, corresponsabilidad y pluralismo. A los católicos, nos toca hacer camino con el resto de la nación en actitud de humildad, pensando la realidad con ojos compasivos y críticos, dispuestos a aprender y cooperar entre católicos y con quienes están fuera de la Iglesia. Solo así dejaremos de ser caja de resonancia de los males sociales tan enraizados en la cultura peruana para ser fermento de esperanza, sal que dinamiza la acción ciudadana y casa donde la dignidad de todos es valorada y promovida.