Sobre el individualismo de la moral, cuando en realidad la salvación es colectiva
"¿Qué significa para nosotros la idea de salvación en un mundo tan cambiante como el actual?"
"La muerte, lejos de ser un final absoluto, se entiende en la tradición cristiana como un tránsito hacia una vida plena"
"Esta visión trasciende las angustias del individualismo moderno y coloca al ser humano dentro de una narrativa de redención que abarca a toda la humanidad"
¿Qué significa para nosotros la idea de salvación en un mundo tan cambiante como el actual? Nuestras vidas son los ríos que van a dar en la mar que es el morir, decía Jorge Manrique. Pero la vida no acaba, se transforma como decimos en la liturgia (vita mutatur, non tollitur), participamos en el proyecto redentor de Dios, trabajando juntos hacia la nueva creación donde toda lágrima será enjugada y la muerte será derrotada definitivamente (cf. Ap 21,4).
La muerte, lejos de ser un final absoluto, se entiende en la tradición cristiana como un tránsito hacia una vida plena. San Pablo escribe: "Si hemos muerto con Cristo, creemos que también viviremos con Él" (Rom. 6:8, Biblia de Jerusalén). Esta comprensión, profundamente arraigada en la tradición bíblica y teológica, encuentra una hermosa expresión en las palabras: “Se siembra en corrupción, resucitará en incorrupción; se siembra en deshonra, resucitará en gloria” (1 Cor. 15:42-43). Así, la muerte no representa una ruptura definitiva, sino la puerta hacia la plenitud de la comunión con Dios.
La humanidad no está en una disgregación de individuos solitarios, sino que todos estamos integrándonos en el proyecto de salvación que Dios ha trazado para su pueblo. Esta misión compartida refleja la naturaleza profundamente comunitaria de la fe cristiana, en la que cada creyente es un miembro vivo del Cuerpo de Cristo (cf. 1 Cor 12,12-27). De esta manera, nuestra vida encuentra su sentido pleno en el servicio, en la construcción del Reino de Dios y en el amor solidario que nos une a los demás.
Esta visión trasciende las angustias del individualismo moderno y coloca al ser humano dentro de una narrativa de redención que abarca a toda la humanidad.
El pecado como error en el desarrollo espiritual
Desde una perspectiva teológica moderna, el pecado no es simplemente una transgresión objetiva contra Dios, sino un error en el proceso de desarrollo espiritual del individuo. El teólogo alemán Karl Rahner sostiene que el pecado es “una alienación del ser humano respecto a sí mismo, a los otros y a Dios” ( Grundkurs des Glaubens, 1976). En este marco, pecar significa desviarse de la vocación última de la existencia: la comunión con el amor divino.
Esto plantea una visión menos legalista y más dinámica del pecado, como un obstáculo que afecta al crecimiento personal y comunitario. No es tanto un acto aislado, sino una condición que interfiere en la armonía de la creación. Este enfoque resalta que la relación del ser humano con Dios está fundamentada en el amor y la gracia, no en una perfección moral absoluta. La expresión “sed perfectos como mi padre celestial es perfecto” no es correcta, pues en griego se usa la palabra teleios como "ser según el proyecto de Dios" nos lleva a una espiritualidad dinámica y esperanzadora.
El pecado, en este contexto, tampoco puede ser reducido a una simple transgresión de normas objetivas ni a una ofensa que Dios "necesite" reparar. En su esencia, el pecado es un error en el proceso de desarrollo espiritual de la persona, un desvío que nos aparta de nuestra vocación original: vivir en comunión con Dios y con los demás (ver https://www.religiondigital.org/teologia_para_una_iglesia_en_salida/pecado-culpabilidad-evolucion-tradicion-cristiana_0_2716228377.html). El pecado no puede entenderse como una simple ofensa que Dios necesita castigar; más bien, es una condición que obstaculiza el desarrollo pleno del ser humano.
Como el hijo pródigo, al pecar nos alejamos de la casa del Padre, buscando felicidad en caminos que no pueden darnos plenitud. Sin embargo, siempre hay lugar para el retorno. Aquí resuena la misericordia divina: este retorno es posible gracias a la misericordia divina, que no exige contrición por necesidad propia, sino para que el ser humano se reconcilie consigo mismo y con su Creador; es decir: no porque Dios requiera nuestra contrición, sino porque nosotros necesitamos reorientar nuestra vida hacia Él para reencontrar nuestra identidad como hijos amados.
La salvación como realidad y fenómeno comunitarios
En palabras de San Ireneo de Lyon, “la gloria de Dios es el hombre viviente, y la vida del hombre es la visión de Dios” ( Adversus Haereses, IV, 20, 7). Esta glorificación, sin embargo, no se realiza en soledad. La redención es una experiencia compartida. La salvación no es un logro individualista ni una transacción privada entre el alma y Dios. Joseph Ratzinger (Benedicto XVI) argumenta que el individualismo es uno de los errores modernos más graves en la comprensión de la salvación. En su obra Introducción al Cristianismo, señala que “la salvación es siempre un fenómeno comunitario. La fe no puede ser reducida a una experiencia puramente privada, ni la redención entendida como una empresa individualista”. Critica este exceso de individualismo que ha permeado algunas interpretaciones modernas de la fe, recordándonos que la comunión con Dios implica, inseparablemente, la comunión con los demás: "El hombre no se salva solo. Está entretejido en una comunidad de seres humanos y su destino está inseparablemente ligado al de los demás (…) Su destino está inextricablemente ligado al de los demás” (1968, p. 153).
Esta visión destaca que la redención involucra al pueblo de Dios en su totalidad, reflejando la dinámica comunitaria del plan salvífico divino. Desde la llamada a Abraham y la formación de Israel, hasta la redención universal en Cristo, la salvación ha sido concebida como una obra colectiva.
Así pues, la salvación no es un acto individualista ni una transacción privada entre el alma y Dios. Más bien, es un misterio que involucra al pueblo de Dios como un todo. Este aspecto comunitario se evidencia en el relato bíblico desde el principio. La historia de la salvación comienza con Adán y Eva, una pareja que simboliza a toda la humanidad, y culmina con la imagen de la "Jerusalén celestial" (Apoc. 21:2), donde el pueblo redimido vive en comunión con Dios. El proyecto de salvación divina no se limita a individuos aislados, sino que abarca a toda la creación en una misteriosa restauración del paraíso perdido.
La salvación, que no es un acto solitario ni un logro individual, es un don de la gracia de Dios que se vive en comunión. Este es uno de los misterios centrales del cristianismo: la redención no se entiende solo en términos de un "yo", sino también de un "nosotros". En este sentido, Dietrich Bonhoeffer, en su obra Vida en comunidad (1939), refuerza esta idea al afirmar que “la gracia nos llama no solo a una relación personal con Dios, sino también a una vida compartida, porque el cristiano no puede existir en soledad: es parte del cuerpo de Cristo”. La Iglesia, como comunidad de creyentes, no es un simple medio para la salvación individual, sino el lugar donde la salvación se realiza. Toda la teología del Cuerpo místico de Cristo reafirma esto. La Iglesia, como comunidad de creyentes, no es solo un instrumento de salvación, sino el lugar donde la salvación se realiza.
El carácter comunitario de la salvación tiene su raíz en la historia bíblica misma. Desde el comienzo, Dios llamó a un pueblo, Israel, para ser su heredad y signo de su alianza. Esta dinámica se cumple plenamente en Cristo, quien muere y resucita no solo por individuos, sino por la redención de toda la humanidad. En Cristo, la Iglesia se convierte en el nuevo pueblo de Dios, en camino hacia la nueva Jerusalén, el lugar donde toda la creación será reconciliada con su Creador (cf. Ap 21,1-4).
La reconciliación como núcleo de la salvación
Un aspecto central de la salvación es la reconciliación: con Dios, con los demás y con la creación. San Pablo afirma: "Dios estaba en Cristo reconciliando al mundo consigo, no imputando a los hombres sus transgresiones" (2 Cor 5,19). En este contexto, la reconciliación no es solo el perdón de los pecados individuales, sino la restauración de la comunión rota por el pecado, tanto a nivel personal como comunitario. Esta reconciliación encuentra su expresión más plena en la Eucaristía, el sacramento que nos une en un solo cuerpo.
La esperanza escatológica: vuelta al paraíso perdido
La narrativa cristiana presenta la salvación como una vuelta al paraíso perdido, no como un retorno al pasado, sino como una transformación gloriosa del futuro. Es una misteriosa vuelta al paraíso perdido, en la que el pueblo de Dios camina unido hacia la plenitud del Reino. San Ireneo de Lyon afirmó que la humanidad no solo recupera lo que perdió, sino que avanza hacia una realidad más plena: “Dios se hizo hombre para que el hombre pudiera participar de la vida divina” ( Adversus haereses, V, 16, 3). En Cristo, la humanidad no solo recupera lo perdido por el pecado (una restauración), sino que se eleva a una gloria que trasciende la creación original.
Esta esperanza escatológica culmina en la visión de la nueva Jerusalén, donde "Dios enjugará toda lágrima de sus ojos, y la muerte ya no existirá" (Ap. 21:4). En este horizonte, el Reino de Dios no es un estado individualista, sino una comunión de amor entre todos los redimidos, unidos por el Espíritu Santo.
Además, la salvación se entiende como una comunión plena entre los redimidos y con Dios, tal como lo sugiere Jesús en su oración: "Que todos sean uno, como tú, Padre, estás en mí y yo en ti" (Jn. 17:21). Aquí se plasma la visión de una humanidad reunificada y reconciliada, donde el pecado y la muerte han sido vencidos.
Implicaciones éticas y comunitarias
Esta perspectiva tiene profundas implicaciones para la vida cristiana. La salvación no se limita a buscar la redención personal, sino que implica colaborar en la santificación del mundo. San Agustín, en La ciudad de Dios, subraya que “los seres humanos están llamados a formar parte de una sociedad celestial basada en el amor mutuo y la justicia divina” (XIX, 17). De este modo, cada acto de amor y justicia contribuye a la edificación del Reino de Dios.
El Concilio Vaticano II, en Lumen Gentium, reafirma que la misión de la Iglesia es reunir a toda la humanidad en comunión con Dios. “La Iglesia es sacramento universal de salvación” (LG 48), donde c ada miembro contribuye al destino común de la humanidad. Este llamado desafía a los cristianos a vivir en solidaridad, promoviendo el bien común y luchando contra las estructuras de pecado que fragmentan la sociedad.
La misión compartida: un proyecto redentor
La misión cristiana se convierte, entonces, en un proyecto colectivo de redención. Aceptar esta misión implica abandonar el individualismo y reconocer que nuestra vida es inseparable del destino de los demás. Como señala el Papa Francisco en Fratelli tutti: “Nadie se salva solo; únicamente es posible salvarse juntos” (FT, 32).
Este proyecto compartido no solo se limita al ámbito espiritual, sino que abarca todas las dimensiones de la vida humana. Cada gesto de amor, cada obra de justicia y cada oración fortalece la comunión con Dios y con los demás. Así, los cristianos participan activamente en la construcción de la nueva creación, donde la muerte será derrotada y la vida triunfará para siempre (cf. 1 Cor. 15:54-55).
Conclusión: caminar juntos hacia la comunión
La visión cristiana de la muerte, el pecado y la salvación, lejos de ser una experiencia meramente individual, nos invita a caminar juntos hacia la plenitud de la vida en Dios. Como miembros del Cuerpo de Cristo, nuestra vocación no se limita a buscar nuestra propia santidad, sino a construir comunidades de amor, justicia y reconciliación. La Iglesia, como sacramento de unidad, nos recuerda que no estamos solos en este camino. A través de la comunión de los santos, las oraciones de los vivos y los muertos, y la guía del Espíritu Santo, seguimos avanzando juntos hacia la nueva creación, donde "Dios será todo en todos" (1 Cor 15,28). Este es el destino final al que estamos llamados: una comunión plena y eterna con Dios y con nuestros hermanos en el amor perfecto del Reino.
La fe cristiana nos llama a trascender el individualismo y a entendernos como parte de un pueblo en camino hacia la plenitud del Reino de Dios. En este peregrinar, la muerte no es el final, sino el umbral hacia una comunión eterna con Dios y con los demás. El pecado, aunque obstáculo, no es definitivo; la gracia divina siempre abre el camino hacia la reconciliación. Y la salvación, lejos de ser un logro individual, es un don comunitario que anticipa la nueva creación.
Esta llamada nos invita a vivir con esperanza, trabajando por un mundo donde la justicia, el amor y la paz reflejen el Reino que esperamos. Así, unidos en Cristo, avanzamos hacia el día en que "Dios será todo en todos" (1 Cor. 15:28).
Referencias:
- Bonhoeffer, D. (1939). Vida en comunidad. Ed. Sígueme.
- Papa Francisco (2020). Fratelli tutti. Vaticano.
- Rahner, K. (1976). Grundkurs des Glaubens. Freiburg im Breisgau: Herder.
- Ratzinger, J. (1968). Introducción al Cristianismo. Ed. Herder.
- San Agustín (426). La ciudad de Dios. Ed. BAC.
- San Ireneo de Lyon (180). Adversus haereses. Ed. GCS.