Carta de una monja de clausura ante la pandemia del coronavirus "Esta temporada se ha vuelto cruda, sangrante, también para nosotras, porque la humanidad entera está en ascuas"
"Vivo en un monasterio que por un lado me separa de una residencia de ancianos por medio de una alambrada muy simple y por el otro tiene cuatro metros de distancia, es decir lo que permite la ley. Las sirenas de las ambulancias han sido constantes y la única voz de la calle que nos anunciaba los 20 ancianos fallecidos"
"Como el resto de nuestros hermanos cristianos, no tenemos Eucaristía. Es la hora de vivir sin templo, sin culto. Los verdaderos adoradores adorarán al Señor en Espíritu y Verdad"
| Begoña Ruiz de Aguirre, Monasterio de Carmelitas Descalzas de Vitoria
(ABC).- Pertenezco a un colectivo de más de 8.000 monjas que en esta temporada nos llaman las "confinadas" y hasta el 14 de marzo éramos las de "clausura". Esto viene ya del XVI, cuando verdaderamente la Iglesia patriarcal nos "confinó" entre rejas por aquello del peligro a ser contaminadas por el mundo. Pasados los siglos quedan residuos de rejas, pero no son tiempos de hacer hincapié en ello sino ser en verdad "contemplativas de ojos abiertos", con espacios humanos y sintiéndonos libres en nuestra opción.
Hecha esta presentación, quiero decir que en esta pandemia de coronavirus es mucha la gente que nos envidia por nuestros edificios, generalmente amplios, y nuestras huertas o jardines para distender músculos y pensamientos oscuros, y debido a que estamos acostumbradas al confinamiento. Claro que esto se pasará y no dará lugar a entradas voluntarias de por vida, que no está la sociedad para bollos.
Fuerte, muy fuerte y hasta traumático debe ser este confinamiento para familias o individuos que viven en el ir y venir de espacios, aunque sin tiempo. Pero esta temporada se ha vuelto cruda, sangrante, también para nosotras, porque la humanidad entera está en ascuas.
Aquí "la vida no sigue igual", aunque el horario litúrgico marque nuestra jornada. Si ahondamos en el silencio, en la búsqueda verdadera de nuestro interior, nos adentramos en una lectura creyente de la historia, la Historia de la Salvación con mayúsculas.
Con esto no quiero decir que el creyente tiene respuesta para todo ni que tenga palabras y discursos para los demás ni para sí misma. Lejos está de mí esa postura. Me siento pobre de palabra, desnuda ante mis hermanos sufrientes como los amigos de Job con sus siete días y noches en silencio.
Vivo en un monasterio que por un lado me separa de una residencia de ancianos por medio de una alambrada muy simple y por el otro tiene cuatro metros de distancia, es decir lo que permite la ley. Las sirenas de las ambulancias han sido constantes y la única voz de la calle que nos anunciaba los 20 ancianos fallecidos.
No necesitamos más voces sino el grito de la humanidad entera, cada uno a su Dios consciente o inconscientemente.
Como el resto de nuestros hermanos cristianos, no tenemos Eucaristía. Es la hora de vivir sin templo, sin culto. Los verdaderos adoradores adorarán al Señor en Espíritu y Verdad. Por ellos he recibido un sacramento que para mí es Pascual: la Pasión según San Mateo, de J. S. Bach, acude a mi cita puntualmente.
Termino con una palabra que es Palabra, no mía: "En el silencio y en esperanza será vuestra fortaleza" (Is.30,15). Tenemos que recuperar el sentido de la espera sin escaparnos del vacío y tensión del deseo del que surge la espera, la esperanza creyente.
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