Felices quienes no se creen en la posesión de un poder sagrado, sino que su existencia adquiere sentido en un servicio permanente.
Felices quienes son elegidos por su comunidad, para ofrecerles con amor todo lo que son y tienen.
Felices quienes celebran la liturgia de la vida, el culto del compromiso, la oración de su esperanza, la búsqueda en común, sincera y permanente.
Felices quienes saben escuchar los problemas de los demás, quienes saben perdonar siempre, quienes logran enjugar las lágrimas de los que sufren, quienes disfrutan con las alegrías de sus hermanos.
Felices quienes se sienten llamados a servir, a dar su tiempo y sus carismas en cada momento por los demás, sin pensar en sí mismos.
Felices quienes sienten en su interior, como primera obligación, el llevar felicidad a los otros, a compartir su propia felicidad.
Felices quienes ofrecen, no un sacrificio vacío, sino el de su propia vida, como Jesús, pues saben que solo este será siempre el culto agradable a Dios.
Felices quienes no se creen consagrados, sino compañeros, amigos, peregrinos, caminantes, hermanos de los demás, y acompañan de corazón, con sinceridad, sin alardes ni búsqueda de alabanzas.