El Dios de la Navidad
Felices quienes se acercan al portal de Belén con un espíritu de humildad y generosidad creciente, compartiendo lo que son y poseen, porque eso es lo que les reporta el máximo esplendor personal.
Felices quienes en estas fiestas y en su vida diaria consuelan, acompañan y enjugan las lágrimas de quienes están afligidos y desesperanzados.
Felices quienes, en la noche del Nacimiento, se muestran sedientos de paz y justicia, y alientan dentro de sí un hambre creciente por hacer presente la igualdad y la dignidad.
Felices quienes, al contemplar la encarnación de Jesús, se revisten para siempre con el traje de la misericordia, la compasión y la solidaridad.
Felices a quienes al contemplar los ojos del Niño, se les ilumina la mirada y sienten cómo les nace la transparencia, la limpieza en el corazón, el deseo de claridad y verdad.
Felices quienes, ante la violencia sobre tantas familias empobrecidas, o de las armas que producen guerras y millones de muertos y desplazados, se comprometen con la verdad, la paz y la no-violencia.
Felices quienes son insultados, perseguidos, despreciados por acompañar y reclamar los derechos pisoteados de los desahuciados, los inmigrantes, las mujeres violentadas, los trabajadores explotados…
Felices quienes se sienten habitados por el amor de Dios, la ternura del Niño que nace y la fuerza del Espíritu, y llenos de luz interior salen a los caminos a anunciar y vivir la buena noticia de la liberación: “Felices las mujeres y los hombres de buena voluntad, que se sienten hermanos y hermanas de esta humanidad dolorida, sufriente, esperanzada y resistente. Porque ya están construyendo desde su pasión, su esfuerzo y su ilusión, desde su propia cotidianidad, el mundo fraterno, justo y solidario que tanto necesitamos de la mano del buen Dios de la Navidad”.