Un corazón de carne
Es complicado, casi una temeridad, en los tiempos que vivimos, pedir que la gente muestre a su alrededor buenos sentimientos, que demuestre buen ánimo, que salude con una sonrisa a sus hijos y su marido al despertar por la mañana, a quien se encuentra al entrar en el Metro o en el lugar de trabajo (quien tiene la fortuna en estos días de seguir trabajando).
Es normal que nuestro corazón palpite llene de gozo con las alegrías, los éxitos, las conquistas de los amigos, conocidos, familiares. Lo difícil es escalar un peldaño más e intentar que nos mostremos cercanos y solidarios con quienes sufren, lloran, se sienten solos, olvidados, marginados, sin sentido para sus vidas…
Y aún es más complicado que, en las circunstancias que vivimos, intentando sobrevivir a la violencia institucional, los recortes despiadados, crueles, a la involución en derechos cívicos, laborales, sociales… que nos preocupemos incluso de intentar comprometernos para cambiar esta situación, revertirla y encauzarla hacia una realidad más justa, solidaria, libre.
No es nada fácil mantener el mismo ritmo de vida, de fidelidad a los ideales, de compromiso por un mundo mejor. El corazón se endurece ante las dificultades. El miedo es un instinto natural que nos protege ante las dificultades o peligros del entorno en que vivimos. Pero es preciso tener fe, en sí mismo, en los demás, en el Otro, para superar los miedos que nos atenazan. Cuando logramos superar ese miedo que nos paraliza, nos liberamos interiormente, el corazón se ensancha y expande a su alrededor, buscando con quien compartir su dicha, su liberación, deslizándose hacia lugares insospechados, dolientes, injustos, inhumanos. Para ofrecer cercanía, futuro, esperanza, perspectivas de cambio, ilusión.
Nuestro corazón también se dilata al contemplar la belleza de todo lo que nos rodea: una puesta de sol, una hermosa pintura, el rostro amado, el cuidado ante el desvalido, la noche constelada de estrellas… el corazón, como puerta del espíritu, de todo nuestro ser agradecido, danzante ante la hermosura y, a pesar de todo, la ternura y la confianza que nos ofrece la vida.
Hay que mantener en forma al corazón, bien entrenado, porque cuando algún problema, el dolor, el sufrimiento, vienen a visitarnos, debemos analizarlo con detenimiento, dándole el verdadero valor que tiene, para poder encontrar la forma de enfrentarlo, encauzarlo y dale la solución más conveniente. Muchas veces sobrevaloramos las dificultades, los problemas.
Y para que nuestras relaciones se desarrollen en un nivel de entendimiento, diálogo, buena armonía, debemos llegar a empatizar, a identificarnos en lo posible, tanto mental como afectivamente con el estado de ánimo del otro, para encontrarnos en ese estrato de reconocimiento y cercanía, de afectividad y confraternidad esencial.
El corazón se dilata y goza inmensamente cuando está en compañía de los amigos. La amistad es la senda que el corazón recorre para llegar a la plenitud del encuentro, desde donde se desarrollan las más altas cotas de esplendor del corazón humano:
El camino de la vida nos hace constatar / que no somos los mismos / que cuando lo empezamos, / que hemos ido avanzando, creciendo, / que ha sido, y es un hermoso regalo, / compartir a tu lado la frondosa / y fragante alameda de la amistad.
«Felices quienes sienten, abrazan, alcanzan la ternura y empatizan desde la profundidad de su corazón. Desde el corazón late permanentemente la vida».
(Espiritualidad para tiempos de crisis, Ed. Desclée/RD)