Siempre deseó crear un verso
que ofreciera algún sorbo de belleza
desde el corazón mismo de la vida.
En sus entrañas palpita
un breve, incandescente destello de luz
que renace cada mañana para sobrevivir
a las duras heladas de la intemperie.
Se deja así traspasar por el fulgor
de la presencia que le habita y sostiene,
que le mantiene conmovido,
balbuciendo algo incomprensible
ante el espectáculo de la noche
y sus millones de lejanas nebulosas.
Va apartando las sombras
para que no se apodere de su mirada
la oscura y húmeda sensación del musgo,
que impide que crezca un pétalo
suficiente de felicidad.
Le mueve una pasión interior,
una atención plena hacia la realidad,
al barro y su leve vuelo hacia lo inefable,
esa brasa de esperanza
que siempre permanece prendida.
Aún se deja atrapar
por el espíritu fascinado
que crea la maravilla,
el mar de la sensibilidad
tan dentro de sí.
Y allí se baña cada día,
en las verdiazules aguas
de la clara incertidumbre
en cada paso,
por cada rostro,
de cada alumbramiento,
con la pasión del don
que descorre el telón de la vida.