Los sueños marchitos de Brenda
Atrás quedaba la guerra interminable, sus millones de muertos reducidos al olvido, las miles de violaciones a mujeres como arma de guerra, el patrimonio expoliado a su gente para mantener el nivel de vida de los países “civilizados”. Pues cuantas mayores riquezas naturales posee un país empobrecido, menos oportunidades tiene su pueblo de vivir con dignidad.
En la ciudad de la República Democrática de Congo donde vivía Brenda, todo el mundo la quería. Pero no había trabajo y la vida era cada día más dura para quien se despierta cada día al alba con un destello de esperanza en el corazón.
Brenda Kwata se decidió al fin a abandonar su tierra natal para emprender la aventura de su vida, para llegar a ser feliz lejos del sufrimiento y la infamia, abrazando a su hijo y enseñándole a ser una persona justa, alegre, agradecida y digna.
No pudo contener su gozo cuando Ornela, su amiga íntima, su confidente desde la más tierna infancia, decidió acompañarla en su travesía, sin poder intuir que sería el último viaje que realizarían juntas, el último capítulo de su historia compartida.
Brenda, en la embarcación, se abrazaba a Ornela deseando atrapar su calor, en aquella noche gélida, de hielo en los huesos, tan adentro. Deseaba sujetar la cálida brisa de su amistad parta mantenerse ardiente, viva. Pero el frío infernal, terrible, despiadado, heló sus anhelos, el brillo de su mirada, el último recuerdo hacia su hijo. Nada consiguió paralizarla, salvo la hipotermia final. Sobre ella se cernió la oscuridad.
Y el frío de las masacres.
El frío de la violencia contra la mujer.
El frío del hambre y la desesperanza.
El frío de la indiferencia y del abandono.
El frío del egoísmo inmisericorde…
Una vez más Ornela y los familiares de Brenda comprendieron que las fronteras son inhumanas, que asesinan, dividen y excluyen. Las fronteras con vallas electrificadas y sus altos muros, con sus cuchillas criminales. Las desalmadas fronteras en el Sur, para defender los privilegios del Norte.
Al fin el cuerpo de Brenda descansa en el nicho 120 de la galería de san Jorge, en el cementerio de Santa Cecilia en Ceuta. Hasta allí se desplazaron sus familiares desde Francia, para llorar sobre sus restos, para orar con el grito de la angustia y el desgarro. Incontenibles brotan a raudales, como olas muriendo en la playa, las amargas lágrimas de la impotencia.
“Es un camino que tenemos que hacer todos, pero ha sido demasiado pronto…”, gemía su hermana, mientras Ornela sentía cómo se le abrían las entrañas, sufriendo ella también, el frío, el inmenso y despiadado frío de la ausencia, de lo injustificable.