El Día del Trabajo entre la juez Alaya y el Gran Duque. ©

¿Cuánto más hemos de esperar a la gota que colme esta avalancha de corrupción? Los gobiernos de España o, mejor dicho, del Sistema; las autonomías, o los sindicatos socialistas (no hay otros que cuenten) que casi doblaron los cuatro millones de parados pedidos por Pasionaria ¿seguirán siendo nuestras únicas opciones para el futuro o se les encontrará un recambio que funcione? ¿Es que las democracias no pueden generar resortes autocorrectores para que los votos no terminen arropando marionetas afortunadas, la delincuencia, la vagancia, la ambición desbordada de inútiles y resentidos...?

Una antigua sentencia enseña que después de la guerra viene la paz, que la paz trae el trabajo, que de éste surge la riqueza, a la que siguen la indolencia, el olvido de Dios y la infalible corrupción. Consecuentemente, de nuevo la guerra. Un circuito inexorable que nos advierte de la urgencia de tomar decisiones que detengan su rodar. Pero, ¿quién las tomará? ¿Hay alguien que sea fiable en este páramo moral creado hace ya 37 años?

Veo casi imposible que un pueblo fugitivo de su unidad - ya no acepta ni su común geografía -, voluntariamente separado de Dios - incluyendo en este derrape a bastantes líderes de la Iglesia -, sea capaz de parar la cuesta abajo y, menos, de resucitar un cuerpo político que empieza a oler a muerto. No nos quieran engañar con alharacas justicieras. Todo, incluida por desgracia la administración de justicia, tiene un tufo de compadreo indisimulable; un pasimisí pasimisá de entrar en la cárcel para, una vez amansados los medios, salir de ella sin devolver nada de lo robado. «El dinero público no es de nadie», nos soltó una miembra del Gobierno Zapatero. Y dado que los más randas como es comprensible suelen ser los más encumbrados, el campeonato de la desvergüenza se extiende por toda la sociedad.

Sólo con espigar los casos judiciales que conozco puedo imaginar lo que será la cosecha al completo. Porque si lo grande escandaliza la suma de lo pequeño alcanza cifras astronómicas. Por ejemplo, los bancos, y sin detenernos en las llamadas Preferentes de Caja Madrid, que han enriquecido a un despacho de abogados especialista en la defensa de estafados, me remitiré solamente a los "pequeños (?) errores" en cargo de intereses repetidos en cientos de miles de clientes; o las argucias de las compañías de teléfonos para cobrar pequeños apuntes "equivocados" con igual o mayor multiplicación. Y no cito los casos de robo, de desfalco, de timos, de reclamaciones mafiosas; de prevaricación, de insignes (?) complicidades encubridoras.

Las estafas mayores son las democráticas: las de los programas mentirosos que no se piensan cumplir... Como le oí en privado a un sincero, o cínico, Tierno Galván. Justo esto debería ser el mayor sacrilegio en tan ensalzado sistema. Y qué diremos aquí del terrorismo, método de eliminación de contrarios sin dar la cara, alevoso, que ha enorgullecido de cobardía - ya es mérito de sugestión -, a un gran pueblo y gran raza como, por ejemplo, el vasco, ayer todavía conquistador de mundos para España. ¡Qué será de los casos que se eternizan en los juzgados porque su única justicia sería condenar a quien el poder no permite que se condene! ¿Qué gente hija de la clandestinidad y sirviente de la doblez estará detrás de todo esto? Contéstese mi lector. Este sistema parece ideado para enterrarnos en un hoyo de basura y bandidaje. Sí, oigan, bandidaje, porque bandidos son los que forman parte de una banda de ladrones... En este caso con su guarida, no oficial por supuesto, - ¿o también? -, en las siglas y sedes de los partidos políticos.

Muchos lectores me dirán: ¿Cómo generaliza usted lo que son casos aislados frente a un número muy superior de honrados servidores de la cosa pública? Y yo les contestaré: Porque toda la clase política queda manchada con esos casos. Como los taxistas aquellos del aeropuerto de Barajas que dieron ocasión a un periódico francés a titular de ladrones a todos los de Madrid... Si la mayoría no se defiende del desdoro de los pocos, estos pocos calificarán a la mayoría.
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Hoy ya no hay políticos.

No es lo mismo hacer política, es decir servir al Estado en un cargo público, que politiquear, que es la artimaña de servirse del cargo público para provecho propio. Tal vez estas cosas suceden porque en las huestes públicas no abundan hombres y mujeres de demostrada capacidad en su vida privada, con experiencia profesional y liderazgo, que puedan honrarse en servir a España. (Disculpen, siempre olvido decir este país.) Las pruebas de los 37 años constitucionales hacen inverosímil esta idea porque de la corrupción del sistema solo cabe esperar la producción de politicastros, que no saben que la carrera política no es tal sin servicio, sin sacrificio y decisiones responsables. Gente que ni se imagina que el poder que ostenta, o su representación, les llega "de lo alto". Algo en lo que creía, por ejemplo, la Roma antigua, que por eso persiguió a los cristianos negadores de sus dioses... Por cierto, qué diametral diferencia con la Roma de los Césares en la que para ser senador, máxima representación política, era necesario haber alcanzado en la vida una notable fortuna fruto de conquistas y servicios al Imperio.
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La Fiesta del Trabajo

El mal nos visitó como consejero, se admitió como huésped y, finalmente, se quedó como amo.

La política en España es un arruinador plebiscito para aceptación de partidos, de los que solo se conoce la ideología y no la honradez de sus líderes. En algunos casos desconocidos personajes sin otra exigencia que la lealtad al cabecilla que les reclutó. Estas malas costumbres se entronizaron después de haber destronado a Dios. Y así tenemos que, eliminado de las constituciones, ni siquiera la Diosa Razón le sustituye sino la de la Libertad, en su inevitable desorden. Por desertar de la fe que nos cohesionaba en una moral superadora, el árbol de nuestra sociedad, vaciado de su propia savia, se seca como leño que no tardará en ser quemado. (Jn 15, 1-8)

En mi casa conservamos excelente relación con una antigua asistenta de mis suegros, hoy madre de dos hijos y abuela feliz, que nos asistió también en los inicios de mi familia. Goza esta señora de esa sabiduría propia del sano pueblo español, con imborrables principios morales transmitidos de padres a hijos. Baste esto, que encierra mucha virtud y beneficio, para destacar uno de sus últimos comentarios sobre la situación de España: «─¡Ay, señora...! - dijo espantada a mi mujer - ¡La política está enseñando a nuestros hombres a vivir sin trabajar! A cobrar por no hacer nada; sólo por figurar en el Partido. Abandonan sus oficios y las labores del campo. Ya no saben buscarse un trabajo honrado. Esperan que en el tiempo que dure el cargo les llegue el pellizco que les haga ricos... »
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Sin embargo...

Bien sabido es que en el plano individual si no nos hacemos violencia la virtud no se desarrolla. Por tanto, no estaremos ni seremos sanos, no alcanzaremos metas de conocimiento, no atraeremos buenas amistades; y sólo seremos niños consentidos, peleles de nuestros abandonos, miserias y envidias. De la misma manera que para vivir bien, y en el Bien, debemos trabajar y educarnos haciéndonos violencia a nosotros mismos, también la sociedad toda se mejorará con esfuerzo y sacrificio, haciéndose violencia. Lo mismo podríamos decir de la represión. Porque si los grandes ríos no se canalizan y represan, la destrucción de las inundaciones se repetirá todos los años. Esto es válido para toda la sociedad, pueblo, nación o imperio.

Por desgracia, en nuestro suelo parece cumplirse con creces aquella enseñanza del Evangelio según la cual a la casa limpia abandonada vuelven más fieros los siete demonios que antes habían sido echados. (Lc 11:24-26)

La "España constitucional" se está convirtiendo en una descomunal, voraz, insaciable agrupación de entes pasivos que cada legislatura reclamarán más autonomía, más instituciones consuntivas, menos horas laborables y en consecuencia menos competitividad. Una España más sindicada y más subsidiada para los inmigrantes, para el colectivo de cabras-unidas-jamás-serán-vencidas... La España del llamado progreso ya está anunciando sus frutos. No querrá tener niños y, por tanto, legislará - o en la práctica ya ha legislado - para reconocer 'el derecho' a matarlos; no querrá tener padres ancianos destinatarios naturales de gratitud y amor, por lo que se legislará - o en la práctica ya se ha legislado - su eliminación con la dulce eutanasia o hacinados en salas de sonámbulos del Orfidal...

Una España así, aunque se crea fuerte para defenderse, por tener buenos soldados profesionales, será vencida en menos tiempo que el que necesitaron Tarik, Muza y Almanzor. Porque, como dijo el clásico, cuando se pierde la fe ya se ha perdido todo.

Vivir sin trabajar por pertenecer a un partido político con el que tantos piensan ocupar un cargo y hacerse millonarios, es no solo la esclavitud encubierta sino una perpetua vergüenza que aboca a la pérdida de conciencia. "─Hombre, si hago caso a mi conciencia tendré que hacerme el harakiri, por tanto prefiero que se lo haga mi conciencia." Y en muchos casos esas sumas enormes de dinero, o bien parte se guarda por ahí, quién sabe dónde, disponible para los que luego lo puedan usar contra España, o bien, de seguro, ni garantiza la felicidad, ni aumenta un codo la estatura, ni alarga un año la vida.

El moderno político español se está pareciendo a ese hijo que se acostumbró a vivir de la pensión de viudez de su madre, con casa segura y a plato y mantel. Nunca ha trabajado y sus coqueteos con la sección juvenil del Partido ya le emparejaron con la postiza fineza del terrateniente sin tierras, o con gente de clase altísima a la que parecerse justo en lo peor, en que trabajar es ofensivo... Y en lugar de hacerse responsable de aumentarle a su madre - España - la seguridad y el bienestar, más le recrimina que no le planchó la camisa. Cuando los americanos llevaban años pidiendo más subvenciones al "Papá Estado" llegó un popularísimo presidente del Partido Demócrata, Kennedy, diciéndoles: "No os preguntéis qué puede hacer vuestro país por vosotros; preguntaos qué podéis hacer vosotros por vuestro país." Atrevido lamento en quien conocía la afición de su Partido a prometer "el Estado del Bienestar".

En estos años vemos que las gentes de la política no son ya siquiera funcionarios, aquellos que ganaban su puesto en competidas oposiciones que les seleccionaban para servir al Estado; en nuestro caso a la innombrable España. Hoy, poco o nada hay de eso. Muy pocas oposiciones se convocan porque, dicen, hay que reducir nóminas. Pero se colocan empleados de permanente interinidad que sirven al partido que les proporcionó el empleo. «─Votadnos a nosotros que, si no lo hacéis, lo que os espera es la calle y el paro.» Mercadotecnia electoral que se ha mostrado eficacísima en la Junta de Andalucía.
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Los inocentes

Hablando de la Junta de Andalucía es increíble cómo «los mayores ladrones del reino ya no se visten de colorado para no morir

ahorcados.» Pero es porque no lo necesitan. Para empezar, porque la pena de muerte se ha proscrito incluso para casos de guerra. (Tontería mayor no conozco.) Pillados en latrocinios y abusos inimaginables se declaran a todos los vientos inocentes, próceres del pueblo. Que, mire usted, es que "ellos no sabían nada del mal uso de los fondos malversados", "que los asuntos de tesorería no eran de su incumbencia..." "A mí que me registren..." Bueno, y eso es poco, incluso debemos sentirnos en deuda por sus servicios a su Partido, que para ellos es más que la entera nación. Y cuanto mayor es el robo y más alto el puesto en que sirvieron, tanto más se declaran inocentes e inmaculados patriotas - antiespañoles - recurriendo a su nacionalismo catalán, andaluz, gallego como sagrado escondite. Y así, en infinitas variantes, se desmarcan de la realidad incontestable de que en sus altos cargos fueron responsables de todo el organigrama y, por tanto, de todas y cada una de las irregularidades que los procesos judiciales van destapando.

Estos convictos apandadores, en sus desfachatadas protestas de dignidad e inocencia me recuerdan una anécdota del Gran Duque de Osuna (1574-1624), de cuando era Virrey de Nápoles. Con ella acabaré este artículo.

Era costumbre que un día al año el Duque visitase sus galeras para premiar a los galeotes que lo merecieran. Cualquiera puede imaginarse lo que es una galera, con sus remeros forzados, con solo recordar la película de William Wyler “Ben Hur”. Veamos, pues, a Don Pedro visitando una de sus galeras y preguntando a cada remero el porqué de encontrarse allí encadenado. Las respuestas eran muy parecidas: Por odio de gente envidiosa; por animadversión del juez; por testigos pagados para la acusación... Y así todos hasta que llegó a uno que reconoció merecer la pena, e incluso mayor castigo, por sus muchas faltas y delitos. Entonces, el Duque de Osuna se volvió al comandante que le acompañaba y con sonora voz le ordenó: «─ ¡Echen ahora mismo fuera de aquí a este criminal, no vaya a corromper a toda esta buena gente.»

Y le firmó su salida dándole además unos ducados para que se comprara ropa de hombre libre.
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