Sol y arena para una mezquita ©
Desde luego, nadie dudará de que me sumo al "¡No a la mezquita de la Monumental!" No faltaba más... Lo cual, como se puede suponer, no implica enfrentarme con ningún creyente del Islam. En verdad que, hoy, de semejante plan no quiero opinar, al menos en tanto sea solamente un rumor. Pero, recién publicados los carteles de San Isidro me he obligado a modo de contestación a ensalzar la fiesta íbero-cretense que nos une a portugueses y españoles.
Meto a Portugal porque los forcados son realmente admirables en su, probablemente, más primitiva fiesta taurina. Me han mandado un YouTube con una grabación emocionante. Unos forcados protegen a un compañero medio grogui, quizás malherido, por el testarazo del toro. El remitente me destaca la solidaridad ejemplar que se desprende del suceso: Al hacer barrera para estorbar la embestida del toro se compone una bella coreografía que la cámara lenta reviste de plasticidad. Permítaseme el cambio de tercio y hacer unas discrecionales consideraciones.
El toro portugués “no tiene” los cuernos del toro español. La protección que muestra el video es complementaria a esta importante diferencia distrayendo y librando de nuevos testarazos al compañero, que está en tierra, de lo que todavía puede hacer el animal: voltearle o toparle. A los españoles que vemos el video nos vienen a la mente las puntas asesinas de unos cuernos... que en el toro portugués están acolchadas. La fiesta de forcados tienen riesgo muy grande en el que recibe al toro, con frecuencia con tales golpes que le fractura huesos y produce lesiones internas, algunas mortales. Tuve el gusto de conocer a uno muy distinguido que se llamaba Mascarenhas, por desgracia muerto prematuramente en un accidente de automóvil.
Los forcados son muy valientes, su lance es una tradición de la cultura cretense de cuya llegada a la Península Ibérica supongo habrá alguna noticia de ciencia cierta. Les falta, como a nosotros, que las mujeres salten desnudas por encima de la fiera... algo que muchos estarían dispuestos a financiar. Portugueses y españoles debemos sentirnos afortunados de haber sido anfitriones lejanos de pueblos que nos dejaron estos “juegos” y algunas de las esculturas primitivas más bellas del mundo.
Digamos enseguida que la raza de reses bravas no es, en España y Portugal, de toros comunes sino de una especie derivada del uro, ya desaparecido. Son animales privilegiados que tendrían que haberse extinguido hace miles de años y que este culto, llamémoslo así, los ha preservado. (No olvidemos la mítica y virginal Europa sobre su lomo.) En España fue evolucionando hacia el toreo a pie y, hasta el s.XIX, muy usado en las maestranzas de caballería como nos lo recuerdan picadores y rejoneadores; especialmente estos últimos. Por cierto, en Portugal con magníficos jinetes.
Las diferencias entre la fiesta portuguesa de los forcados y la española de las corridas son muchas y grandes. La principal, que para los forcados los cuernos no originan el temor a la muerte siempre latente en las corridas españolas. En éstas la brava bestia dispone de sus afiladas armas con las que aterroriza al público, y a los toreros, con solo verle picar barreras y burladeros, o levantar y tumbar al caballo del picador. La gracia o mérito de la suerte en los forcados está en la valentía de esperar una acometida que deben cuidar se inicie a una distancia donde el animal, que pesa un promedio de 450 a 500 kilos, no alcance toda la velocidad que multiplica su fuerza.
Si en Portugal los cuernos no tienen punta pues que, por ley, van forrados, en España, es al contrario. El reglamento obliga a que conserven íntegro su filo y toda su natural potencia de ataque. La fuerza de un toro de 550 kg empujando con esa su testuz que espeluzna cuando se ve de cerca, hace de los cuernos picas que se clavan en el frágil cuerpo del torero como dos cuchillos ardientes en mantequilla. En particular en diestros de envergadura menuda y cuerpo ligero como lo son un Talavante, un Rivera Ordoñez o El Juli, que si el toro les topa los manda derechos al cementerio.
Es por esa potencialidad de la cogida que me admiraba del saber estar en su sitio maestros como Antonio Bienvenida, Santiago Martín “El Viti”, o Domingo Ortega, por escoger nombres históricos que he disfrutado. Doy gracias por ello, primero, a mi padre, que algo me inculcó aun si dejó de ir a las plazas porque pensó que ya no valía la pena desde que Islero mató a Manolete. Después, a amigos sabios que me conservaron en la afición. (Va por ti, querido Lucio, allá arriba en tus peñas celestiales.)
Hablando de la "Fiesta Nacional", las corridas de toros, oportuno será señalar que el lance en que un torero es herido se llama, y se le debe llamar, “cogida”. ¿Por qué? Porque 'ha sido cogido en falta'; porque en su lidia ha descuidado respetar el territorio del toro. Esto nos lleva a considerar que lo admirable del toreo español no es solamente la valentía, o peor, la temeridad al estilo de un Juan Belmonte, “El Pasmo de Triana”, sino el entendimiento entre el torero y el toro, así como el conocimiento del animal – si sabe examinarlo – y el sitio que el torero debe guardar según lo descubre en la derrota de su embestida. Lo cual ya adivina en el sorteo y prueba en el primer tercio de la lidia. Con este estudio del "territorio" el arte puede expresarse con mayor gracia y plasticidad pues que hace fácil el parar, templar y mandar. Cosa que se trabaja desde el primer capotazo hasta cuadrarlo para la estocada. Pero, consecuentemente, cuando el torero descuida “su sitio”, el toro le coge casi por fatalidad matemática.
A nada se puede comparar una corrida, ni siquiera una con otra. Y pocas hay que para el buen aficionado no reserven minutos de emoción y belleza inigualables. Las figuras de ballet que forman toro y burlador; la destreza de éste con el capote que le trastea y con la muleta que le engaña. El colorido del traje justamente por eso llamado de luces, el sol destacando el cromatismo de los tendidos donde el público asemeja las teselas de un mosaico; el cornetín de los tercios; los pasodobles que premian al espada embebido en la lidia sin sentir ni pensar que la Parca está a sólo un centímetro. Todo esto es lo que hace algo único a las corridas de toros. Combinación de luz, color y peligro; de fuerza y valor en fantástica coreografía. La bestia frente a la gracia; el instinto bruto contra la figura casi etérea del torero; la fiera pavorosa y ciclópea enfrentada a ese cuerpo indefenso, a veces casi el de un niño; el traje de luces bordado en oro o plata para contrastar con la negrura brillante de la bestia ensangrentada...
Una corrida de toros es una sucesión de estampas inolvidables, un misterio que se anuda en la garganta de miles de aficionados, mezcla de la ansiedad por que termine ya y del deseo de que siga esa visión telúrica, casi morbosa, que ofrecen la belleza y la amenaza visible de la muerte. Hipnotizados no podemos apartar la mirada de ese flirteo, consciente y loco a la vez, entre el triunfo de la Puerta Grande y la inmolación total en la enfermería. Destreza y olvido del riesgo, que en los grandes toreros, como “El Faraón de Camas”, Curro, no sólo son fruto de la valentía sino del amor al arte, de la instintiva complicidad de toro y torero, de sentir la suma de miles de corazones encogidos de emoción rodeándoles desde los tendidos en silencios que rompen generosos olés. ¡Qué minutos embriagadores! El que sabe esto disfruta lo que no imagina el que no lo entiende. En nada puede asimilarse a cualquier otra audacia o mérito de deportes, combates, torneos o artes marciales. Comprenda ahora el profano que haya aficionados dispuestos a empeñar sus joyas por tener una grada el día de un cartel que promete.
Además, “los Toros” son para nosotros, los españoles, la fiesta por antonomasia, de algún modo nuestra seña de identidad. No es comparable a ninguna otra cultura. Por eso la llamamos Fiesta Nacional, Fiesta Española. Porque ella nos enraíza en orígenes remotísimos que Platón hunde con la Atlántida y su misterio. Duelo del hombre ante su destino arribado ya a nuestra tierra – “la piel de toro” — sobre el Mediterráneo antes de que las naves del rey Salomón nos visitasen en Tarsis, o de que los griegos se refugiaran en nuestra Costa Brava.
Esta impregnación que las corridas dan al ser de España, incapacita de disfrutar tan hermosa fiesta a los españoles que no aprecian, en el sentido de valor, su propia historia. Muy probablemente porque gente apátrida se la enseña adulterada, politizada. Su ignorancia entonces se enmascara en apariencias de elevada exquisitez, de amor a los animales y a las rosas de pitiminí...