Del integrismo a la herejía y del progresismo a la apostasía (3/3 ) ©

"Salustiano Olózaga, masón,
introductor del Partido
Progresista
en España."

De entre el rigorismo primitivo hubo muchos cristianos que recién llegados a la fe se atrevían a criticar lo que no entendían. Por lo común procedían de las sinagogas y, en su afán de legitimarse en la Iglesia hacían alardes de fe barriendo para sus orígenes. Les pasaba como al que llega al cine con la película empezada y poco puede entender del argumento.

Más peligrosos eran los conversos "con doctorado". Es decir los reconocidos con una aureola de filósofos, retóricos o juristas y, por ello, inclinados a “perfeccionar” la genuina sencillez del Evangelio. Ejemplos hay muchos que parecen reproducirse en nuestro tiempo. Por el lado rigorista, desde un Pascal, jansenista, hasta la marea sedevacantista nómada y solitaria. Por el lado progresista, personajes como un Helder Camara o un Jacques Maritain , sin olvidar a Ernesto Buonaiutti y su discípulo Angelo Giuseppe Roncalli (más tarde papa Juan XXIII) que entontecieron a gran parte de la jerarquía que se sumaba suicida a las corrientes revolucionarias, dígase mejor materialistas, en lugar de fortalecerse con la enseñanza tradicional; la que nunca engaña, por estar libre de la inestable aprobación de tiempos y modas.

Antinomia y antonimia* del progresismo y del integrismo.

Los dos conceptos cuadran perfectamente a la ideología del progresismo o del integrismo, particularmente referidas a la Iglesia y a la religión católicas. Tanto antinomia, en el sentido semántico, como antonimia, en el conceptual. ¿Y por qué? Pues porque la aplicación que se da a los términos, en sí mismos, no define un progreso general ni una integridad objetiva. Si examinamos al primero, lo que es progreso para los enemigos de nuestras creencias forzosamente será retroceso para todos nosotros los católicos. Este sentido esencialmente partidario da al término progresismo una aplicación revolucionaria, en realidad pre-marxista.

En nuestros días, la utilidad del título progresista es el deslizamiento insensible hacia la negación de nuestro destino eterno, promesa esencial de la venida de Cristo y, por tanto, la autonomía de la criatura con respecto a Dios. Por eso, el progresismo iniciado en la religión antes ya que en la política, se constata en la destrucción total de esta nuestra civilización, que todavía guarda restos de católica, para sustituirla por otra no solo diferente sino que deberá ser categóricamente enemiga.

Cuando a los delincuentes no les persigue la policía y no existe una fiable administración de justicia, lo que progresa es el delito y sus practicantes. Por lo mismo, cuando seculares enemigos de la Iglesia católica llegan a ser admitidos e incardinados en sus estructuras de poder y gobierno es gran progreso, para ellos, que se les otorgue o reconozca un magisterio que es diametralmente contrario al recibido de los Apóstoles: "Todas las religiones salvan...", que se oye decir a algunas autoridades progresistas, frente a: "No hay bajo el cielo otro nombre que el de Jesús por el que podamos ser salvos", que enseñó San Pedro.

Y no es posible sustraerse a la consecuente realidad de que el satanismo, la homosexualidad, el soborno, los flujos privados de dinero, el comercio de influencias y la simonía más descarada han crecido exponencialmente desde que murió Pío XII y se impidió "manu militari" el Sacrificio Santo y Verdadero que no podía ser prohibido... Y por eso "nunca se prohibió". Miseria de degradaciones que nos ha llevado a la casi disolución del Credo por la negación práctica – siempre práctica porque no puede ser documentaria - de bastantes de sus artículos. Fruto, entre otras causas, de la falta de catecismos de trabajo, retrasados dolosamente con "tochos" intratables que solo sirvieron para esconder la clara intención de su carencia.

Hablar de progresismo sin vigilar su resonancia en nuestro pensamiento es darle mayor relieve al término que a sus efectos. Justamente en eso radica la ingeniería del lenguaje: sembrar en la cabeza unas palabras-virus. Me viene a la memoria el término conspiranoico inventado y difundido por la CIA. Por esta ingeniería también sabemos de palabras que espontáneamente inducen en nuestra mente sensaciones e ideas positivas o negativas. Las cuales, aun sabiéndolas ambivalentes se nos fijan en la cabeza como los mass media disponen. De esta manera, palabras inocentes se subordinan a la ideología que se defiende; es lo que ocurre con términos como Librepensador, aun para alguien que piensa que la tierra es cuadrada. O libertad, para reclamarla en el crimen. Y, así, muchedumbre de ejemplos.

El calificativo progresista es ejemplo paradigmático porque impone una inmediata idea de espíritu abierto, de personas campechanas y superiores. “Un ir para arriba y a mejor”. Opuesto a la idea del retrógrado anclado en el pasado contrario a «la evolución de los dogmas…», como si nuestra condición y la Revelación recibida fuesen plastilina. El engaño de hoy es que tal progreso se supone nada más que para los marxistas maritainianos, para los que enseñan un humanismo sin molla sobrenatural que, tarde o pronto, repito, necesariamente rompe nuestra relación con Dios. Y lo peor es que gran porción del clero católico acepta al progresismo haciendo surf sobre la moda, o como los ratones tras el flautista de Hamelin. Ciegos a las causas y sin discernimiento de las consecuencias, que son palmarias. Evidente efecto del filtro que en España impuso Juan XXIII para la designación de nuevos cargos eclesiásticos. (Ver post 2/3)

Si hablamos de los integristas o rigoristas (yo acepto lo segundo) los hechos son otros y en muy poco mejores. Sus argumentos suelen estar trufados de sacrificio y ascética, autoperfección, orgullo de superación... razón por la que es fácil nos dejemos atrapar en sus argumentos. Desde tales intenciones lo normal es pensar que eso es bueno; y realmente lo sería, o lo es... siempre que no se abra la puerta, como es frecuente, a un orgullo asfixiante, enfermizo... ¡y contagioso! Porque no es raro que los afanes de perfección nazcan de buscarse a sí mismos y poco de servir a Cristo que nos anonada con su amor sobre todo mérito -muy aventurado- y mucho pecado -bastante seguro-. De esos rigoristas, presuntuosos farisaicos sólo justificados ante sí mismos, nace contra la Iglesia un terrorífico potencial de descrédito. (Lc 18,10)

Por cierto, según yo lo veo, otra deriva del rigorismo es la de los sedevacantistas que dicen que la Silla de Pedro está vacía aunque la ven ocupada por un papa legalmente elegido en un cónclave. Y miren ustedes que a mí eso no me parece tan importante como el peligro de que, una vez desligados del Papado, jamás encontrarán un papa que les satisfaga. Mas yo me pregunto: ¿No son hombres los sacerdotes? ¿Acaso de mis pecados no me absuelve Cristo mismo aunque sea a través del peor pecador de entre sus ministros? ¿No ha tenido la Iglesia muy buenos gestores del Papado y guardianes de la doctrina apostólica, a pesar de sus defectos, en bastantes casos múltiples y execrables? ¿La Misa se invalida porque el sacerdote esté en pecado? ¿Quién sacrifica? ¿Quién convierte la hostia en Cuerpo de Cristo? ¿El oficiante o Cristo mismo? Pues los mismos interrogantes aplíquense a los hombres que ocupan la Sede de Pedro.

El drama de los rigoristas en todas sus ediciones es que aun en sus mínimas exigencias, ni el Espíritu Santo sabrá complacerles. Los papas santos terminan siendo «lelos»; los enérgicos, «mundanos»; los tradicionales, «inmovilistas»; «blandengues» los generosos en el perdón; «fetichistas», los que usan de su representación y símbolos de autoridad. Para los perfeccionistas del universo menos de sí mismos, únicamente serán buenos los papas que ya no están. El extremo afán de perfección de estas personas exige, tanto de Cristo como del Espíritu Santo, poner superhombres al frente de la Iglesia. Como si fueran los hombres los que funcionan y no Cristo mismo y su Evangelio. La realidad es que todos somos siervos inútiles y que sólo valemos para estar en nuestros puestos en la confianza de que quien de verdad rige los destinos de la iglesia - y de nuestras vidas - es Dios mismo, del que nadie sabe sus designios para la historia. (Mt 24, 36) Tanto así lo creo, que la Iglesia – que "somos todos" en nuestra peculiaridad - sobrevive en su conjunto de fieles soportando los embates de nuestra incuria y nuestro pecado… Mucho mejor si trabajamos con la entereza de la humildad, con la energía que infunde la santidad de intenciones y el buen oficio adquirido.

A modo de resumen y conclusión

Los rigoristas aquellos del siglo II, recordemos a Montano, podían creerse en sus delirios ser el mismo Paráclito pero, al menos, conservaban un estado de alma creyente. Eran herejes, sí, pero no ateos y su defecto era el atrevimiento de gobernar en la mismísima área de la zarza ardiente. No se les podía permitir estar en la Iglesia pero no sabemos si tal vez, por la misericordia de Dios, no perderían el cielo.


El tradicionalismo es otra cosa, aunque por esa ingeniería del lenguaje se le quiera señalar como rigorismo condenable. En puridad, católico y tradicionalista son términos sinónimos. El tradicionalismo es mucho más ajustado a la Iglesia en todos sus santos, pontífices y concilios. De manera que cuando un católico defiende la tradición está enlazando con las mismas palabras, enseñanzas y deseos de Cristo-Jesús. Por la tradición seguimos en la certeza de que Dios sólo puede entenderse uno, porque es absurdo creer en una multitud de dioses: aceptar su multiplicidad los neutraliza. Por la tradición entendemos que si la Iglesia fue instituida por el Hijo de Dios, su enseñanza plasmada en el Credo debe guardarse en su integridad. En esto mejor será que se nos llame integristas; nunca malabaristas ni tahúres de la teología. El uso actual en la Iglesia del adjetivo integrista nació pervertido hacia el recuerdo de los herejes del siglo II. Por tanto, no solo es una antinomia y a la vez un anacronismo sino, hoy, además, una maldad carroñera que se engorda de que también se llame así a los yihadistas islámicos.

Ya que hago distinción de los tradicionalistas debo citar la dura labor, desde más de 40 años, de los obispos y sacerdotes de la FSSPX, fundada por Mons. Marcel Lefebvre, a los que nadie, como se ha demostrado, puede considerar fuera de la Iglesia: ni por una inexistente actitud cismática, ni por una excomunión legalmente inválida. Basta examinar la jurisprudencia que fundamentó las razones por las que Pío XII prohibió la consagración de obispos sin conocimiento del Papa, para que comprendamos que la decisión de Mons. Lefebvre de consagrar los suyos se legitimó justo en las intenciones del Pastor Angélico.

Como afirmó el Card. Castrillón Hoyos : (Los sacerdotes de la FSSPX) "están dentro de la Iglesia Católica, Apostólica y Romana". Y creo que de la Iglesia nadie los echará por más que a muchos les gustaría. Fieles a la misión del Papa, esperan confiados se rectifiquen algún día los errores derivados o respaldados de un Concilio que no se convocó para "crear" nuevas doctrinas. Y que en tanto llegue ese día la Misa de siempre sea restablecida en su derecho de celebración, hoy conculcado por el abuso de autoridad de algunas diócesis. Las de España con mayor inquina que en el resto del mundo. A propósito de los lefebvrianos tenidos por cismáticos por quienes así quieren verlos, justo es informar que en las misas de San Pío V – llamadas hoy de “rito extraordinario” - los sacerdotes de la FSSPX piden en el Canon: «(...) cum fámulo tuo Papa nostro Francisco, et Antístite nostro Antonio María, et omnibus orthodóxis …» [“con tu siervo Nuestro Papa Francisco, nuestro Obispo Antonio María y todos los ortodoxos…”]

Las autoridades progresistas que pretendieron legitimarse en la libertad y la exaltación humana, era lógico que desembocaran en la tiranía y la inquisición contra quienes reclaman su derecho - derecho divino - de seguir siendo católicos con el mismo credo y en el mismo culto que lo fueron nuestros, y suyos, antepasados desde los tiempos de los Apóstoles. Es imposible romper con el pasado y asegurar que se sigue con la misma fe que de ese pasado nos llegó. Esta ruptura inevitablemente determina la Apostasía.

A los progresistas no les alarma el fracaso religioso, mal disimulado en el crecimiento vegetativo de la Iglesia, ni dan oídos a quien les advierte de sus cercanías al sacrilegio o, mucho peor, el escamoteo del aura sobrenatural de nuestra religión. ¡Ah, Dios santo, qué gozo el ejemplo de la Corea católica! Y esa multitud de fieles, de hombres serenos y recogidos, de mujeres piadosas con su velo en la cabeza. Guardaron la fe antiquísima de sus padres, que a su vez les guardó del materialismo que les acosa por todos lados.

Lo repito, yo veo al progresismo como la cadena de transmisión que da entrada en la Iglesia al comunismo, con todo descaro y audacia. Helder Camara, adiestrado por la URSS, diversos peones jesuitas como el P. Llanos, SJ igualmente distinguidos en la desacralización de nuestra fe, por sus hechos son abanderados del marxismo. La primera fase de este programa puede que fuera la adaptación de nuestra liturgia a los "hermanos separados", es decir, al protestantismo, con el oprobio de la misa de Pablo VI en que se desdora la Ofrenda, de la que se han evaporado las certezas de la Presencia Eucarística de Cristo. Desgracia grande es que el fácil engreimiento de estar "en lo establecido" vuelque insensiblemente a los “nuevos católicos”, como los llamó Miret Magdalena ("confesión de parte"), en otra religión nunca antes tenida por católica. Por tanto, una Apostasía esencial.

Los progresistas, en su visceral afición al cambio por el cambio, detestan a los fieles que se atan a la tradición como nuevos Ulises al palo mayor de su barco. Entusiasmados en su originalidad no reparan en que aborrecer a los tradicionalistas es desertar de la apostolicidad de la Iglesia, promesa de eternidad y origen de donde procedemos. Algo que nadie, ni San Pedro, puede esquivar. Por la ensoñación del “humanismo cristiano” – he aquí otra muestra de ingeniería del lenguaje –, los progresistas se entusiasman creyendo que sirven al hombre sin darse cuenta de que le despojan de su propiedad ontológica, la verdadera y real, la sobrenatural. Con lo que este humanismo no es otra cosa que demagogia que deja a toda la Iglesia cual ostra sin perla... y sin almeja.

Para un católico tales resultados son Apostasía.

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(1) Antinomia: Contradicción entre dos preceptos de una ley...
Antonimia: Calidad de antónimo.
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