Cómo leer un libro. ©



«Que otros se enorgullezcan por lo que han escrito que yo me enorgulleceré por lo que he leído.» Jorge Luis Borges.
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Pasaban las seis de la tarde y los que en casa quedábamos de aquella sobremesa nos preguntamos sobre qué películas nos llevaríamos a la soledad de un retiro en el fin del mundo. Y he aquí que uno de mis hijos, el tercero, gran aficionado al cine, me sorprendió con esta respuesta: “Creo que para retirarse al fin del mundo no hay nada mejor que un buen libro.” El más pequeño de sus hermanos le corrigió: “Pues yo opino que hay cosas aún mucho mejores que un buen libro; por ejemplo, dos buenos libros.”

Me pregunté: ¿Seremos una familia de bichos raros por esta afición a la lectura? Me temo que sí, que algo raros somos y si digo que lo temo es porque creo que no gustar de los libros es enorme desgracia para un pueblo. En compensación también diré que esta desgracia social, nacional, universal puede superarse si aprendemos a leer mejor. Porque hay un analfabetismo que no consiste en no saber leer sino otro mucho peor: el de carecer de curiosidad, el de leer sin compromiso o como el que oye llover.

Es el analfabetismo de no absorber la riqueza que transmiten los escritores, los que fueron donantes de activos riquísimos a esta civilización nuestra aún vigente. El analfabetismo de los que trafican con la antigüedad de la edición. De los que guardan en una vitrina blindada la belleza de unos lomos y el valor de su subasta sin saber de quiénes lo leyeron en su tiempo, sin interesarse de por qué su texto mereció

encuadernación tan preciada. En muchos casos sin saber nada, ni quererlo, de la personalidad del autor o autores.

No entiendo qué gratitud me requeriría poseer un imaginado ejemplar del códex Summa de mirabili, de San Alberto, si sólo lo valoro por el precio y nada por lo que significó para el mundo que yo me encontré.

Sin precio ni tasa guardo libros que me dedicaron autores santos o sabios con cuya amistad me formé, o con cuya lectura me enriquecí. Y aquí es donde este artículo toma cuerpo para levantar mi voz en favor del disfrute lento y pausado de “un buen libro”. Mi propuesta se extiende desde el ensayo al cuento, del documental al libelo, de la divulgación científica hasta el drama y la comedia, el ensayo filosófico... pues que todos los géneros pueden transmitir una enseñanza si tenemos hambre para verla. Incluida, cómo iba a faltar, esa novela que nos abstrae hasta de la comida y del sueño.

Preguntémonos cuántos datos históricos, biografías ejemplares o de escarmiento en cabeza ajena; cuántas muestras de amor, pasión, altruismo, aventura, viajes, filosofía y misterio; cuántas dosis de vivencias añadidas a nuestros límites, de interrogantes con respuesta habremos dejado perder inlocalizables entre cientos de páginas de una estantería. Cuánta diversidad de opiniones nos merecieron, el pensamiento propio o el detalle que las complementaban, o la argumentación que las refutaban. Si fueron acotaciones de juventud, cuánta sorpresa reencontraremos en ellas... Los libros no nos dan término medio entre la gratitud y el olvido.

Muchas veces hemos oído decir: "A este autor hay que leerle entre líneas." Pues bien, así es. Inclusive el poder hablar con él también entre líneas. Y es esto justamente lo que hace importante la lectura. En verdad que no poseemos un libro cuando lo compramos sino cuando lo hemos convertido en prolongación de nosotros mismos. Y esto supone ciertos hábitos, entre los más seguros marcarlo, señalarlo, hacerlo disponible allí donde nos marcó a nosotros. Se da por entendido que no con libros ajenos o de valor especulativo sino con esos de casa, de familia, que justamente serán rica herencia para nuestros sucesores.

Marcar los libros sólo molesta a los libreros de viejo, pero aun así enriquecen al que examina las señales de sus anteriores dueños. A mi me ocurre con frecuencia. Marcar los libros no es maltratarlos. Porque el libro no es lo que importa sino el texto que contiene. Los vasos son para saciar la sed de agua, para beber el vino, tomar la medicina... Sólo se maltrata el libro cuyo contenido importa menos que su lomo.

Mortimer J. Adler fue un filósofo y jurista en la Universidad de Chicago. Reunió, leyó y analizó los principales libros de la Humanidad, no recuerdo si más de cuatrocientos, y predicó la lectura estudiosa de las obras más escogidas puesto que, «si bien hay muchos libros que pueden leerse con cierta laxitud sin que perdamos nada [...] otros en cambio son ricos en ideas y belleza [...] que suscitan y tratan de resolver grandes cuestiones y problemas fundamentales [razón por la cual] requieren la lectura más activa de que uno sea capaz.» Dicha lectura, según el citado, sólo puede hacerse «con la atención muy despierta». Y en el Prof. Adler tan despierta fue que leyendo a Aristóteles, a San Agustín y después a Santo Tomás se convirtió al catolicismo.

Acotar un libro es sencillamente señalar hallazgos sorprendentes, o nuestras diferencias y acuerdos con el autor. Es casi imposible que leer un libro no sea una conversación secreta, inclusive una discusión. Normalmente el autor conocerá mejor que yo el asunto de que trata - personaje, historia, ciencia -, pero ello no me vuelve un síseñor. Incluso reconociendo nuestra inferioridad tendremos siempre el derecho de preguntar al maestro que nos habla en las páginas. Lo cual implica, de modo espontáneo, anotar la pregunta al margen del texto escogido, o en un papel aparte. Yo utilizo mucho el post-it cuando lo que me interesa anotar no me cabría en los márgenes. Quizás pasados años me responda alguno de mis herederos...

Los franceses dicen que el arte es la huella que quedará de nuestro paso por el tiempo. Y está bien, yo lo firmaría. Pero no creo que el Escriba Sentado me hable tanto del Egipto como sus jeroglíficos... A quién no le gustaría reunirse en amigable tertulia (loco estoy si pretendo citar a todos los que me gustan) con Cicerón, César, Platón, Herodoto, Jenofonte; o Bernard Shaw, Shakespeare, Dostoyevski, Balmes, Cervantes, Coloma, Walsh, Durrell, Stevenson, Rubén Darío, Fuentes; o quizás Gracián, Santa Teresa de Jesús, San Agustín, San Juan de la Cruz, Sertillanges, Garrigou Lagranje; o mejor para otros Asimov, Balzac, Marcel Pagnol, Malachi Martin, Galdós, Chesterton, Miller, Chrichton, Maupassant, Borges, Cunqueiro, Fernández Flórez... El tenerles de invitados se cumple en cierto grado cuando viene a la memoria una frase, párrafo o idea de cualquiera de ellos que nos espera entre las hojas de un libro ya leído. Si hemos marcado los mojones de nuestra búsqueda es muy fácil acudir a él y preguntarle. En ese momento el personaje o su autor sale del libro y participa en nuestra reunión.

Cómo colocar esos mojones, o guías, depende de cada cual. Por si acaso es útil daré aquí mi orientación. Hay muchas maneras de marcar un libro. Les propondré las mías complementadas con las que usa el profesor de Chicago arriba citado.(*)

Cómo marcar los libros

1.- Subrayando los puntos capitales, las manifestaciones importantes o categóricas.
2.- Trazando líneas verticales al margen para dar énfasis a manifestaciones ya subrayadas.
3.- Usando sin exceso aspas, asteriscos y otros signos convencionales para llamar la atención sobre las conclusiones más importantes del libro. Dóblese el ángulo inferior de las paginas donde se hayan hecho estas marcas, lo que facilitará más tarde una revisión rápida.
4.- Poner números en los márgenes para indicar los puntos del desarrollo de un argumento.
5.- Poniendo número de otras páginas en los márgenes para relacionarlas con aquellas manifestaciones que tengan conexión con el punto objeto de la marca.
6.- Rodeando con una línea las palabras y frases clave.
7.- Escribiendo al margen, en cabeza o pie de página las preguntas y tal vez respuestas que un pasaje ha suscitado en nosotros; la reducción de una discusión larga o complicada a una conclusión concreta; la ilación de las cuestiones fundamentales a través del libro.


A estas siete fórmulas quiero añadir alguna otra pensada para aquellos libros que son "todo jamón". La tomé de la Biblia de cuyo texto completo sabemos está codificado en versículos. De ahí el numerar todos los párrafos de uno o de varios capítulos, cuando no todo el libro. Algo que sólo he aplicado a Teología y Sensatez, de Frank J. Sheed y El Criterio, de Jaime Balmes. Y si es necesario, como ocurre en el primero, destacando en los márgenes breves recordatorios del sub-tema que trata.

Volviendo al principio, no hay duda de que si en un libro marcamos nuestras impresiones, calificaciones y destaques de sus partes importantes lo leeremos con mucha lentitud. Rumiaremos en doble repaso lo que hemos leído. Lo que no es defecto sino el gran motivo y el gran beneficio. La lectura rápida solo es buena para textos utilitarios, informes de trabajo o resúmenes de asuntos ya conocidos.

Ya que la cito diré algo más sobre la lectura rápida. En estos tiempos de Internet y sus enormes, prodigiosas ventajas de comunicación y edición, parece que la lectura rápida es la recomendación más razonable. Pero yo opino todo lo contrario. La lectura rápida nos lleva a que en los diez minutos siguientes apenas recordemos nada de lo leído. Su técnica surgió de la necesidad de enterarse de asuntos secundarios personas escasas de tiempo. Así que, igual que no podemos comer todo el banquete de un congreso a riesgo de reventar, tampoco pretenderemos leer todo lo que de la red podamos recibir. Su enorme producción nos obliga a abstraernos de la cantidad de ofertas, tan inseguras y arriesgadas, para detenernos con mayor garantía en la lectura reposada de esos "buenos libros" que dejan huella imborrable. De entre ellos muy probablemente los que nos legaron esta cultura, el Cristianismo, mil veces decadente y mil veces resucitado.

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(*) Copiadas de The Saturday Review of Literature , Chicago, USA.
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