El matrimonio ¿amor para siempre…? ©

Casi todas las noticias de nuestro tiempo responden negativamente: "No hay amor para siempre, porque es efímero y voluble al imperio de la sexualidad".

Los medios de información constatan que en Occidente se celebran cada año
menos matrimonios
- ¿Será verdad? - y que, de los que hay, sube el número de los civiles, es decir, sin compromiso religioso. Aún es peor, se ha dado en llamar matrimonio a las parejas de hecho que no se distinguen en deseos de perdurabilidad sino en lealtades de usar y tirar. Por tanto estéril y egoísta.

La estadística consultada asegura que acaban en divorcio el cuarenta por ciento de los formalizados ante una autoridad civil. Que en países como Dinamarca, más del 60% de las parejas de hecho terminan separándose. Y que en los Estados Unidos estas uniones duran sólo dos años, como promedio. De modo que cerca del 50% de los hijos de esas uniones nacen y crecen desasistidos pues que o la madre los abandona o no puede atenderlos hasta el final del día. Así que estamos volviendo a aquellos tristes “hijos de la calle” de que nos hablaban las películas de Spencer Tracy en los años cuarenta, y aún después aquella grandiosa ópera, West Side story. En dos de ellas, con algunos cambios de guión se hablaba del fundador de la Ciudad de los Muchachos, entre los que figuraba un inimitable Mickey Rooney. Estas películas recogían una realidad social que ahora se desborda de nuevo.

Sin embargo…

El amor sigue superando todos los vendavales y podredumbres de la relación humana. Sigue existiendo la apuesta de amor hasta la muerte, la promesa de fidelidad y confianza mutua, la fe compartida, la intención de cada latido de esfuerzo y, casi diría, de heroísmo con que se vencen todos esos algunas veces terribles escollos con que los hados se cobran nuestros errores e imprevistos. Esa superación proviene de la fuerza de la unión sacramental en el matrimonio heterosexual. A propósito, este heterosexual es el único que así puede llamarse pues que deriva de la raíz latina matrix (madre) y monium (asunto): asunto de la madre', frente a la palabra patrimonio que remite a los asuntos del padre.

Bien se entiende que se acuda a la denominación de matrimonio en el tácito deseo de adornar toda unión con los mejores auspicios y galas. Pero al recurrir a la envoltura del nombre 'matrimonio' los nuevos materialistas se contradicen robando lo que dicen despreciar.

No es verdadero ese promedio de que el amor de juventud muera a los dos años. Es bien al contrario: crece y crece sin parar. Es un constante volver a quererse y un premio renovado de continuidad. ¿Por qué? Porque el amor prometido ante Dios y aceptado para siempre fomenta el negarse a uno mismo, nos fuerza a salir de nosotros. Lo cual implica una dedicación permanente, un pensar siempre en el bien del otro. Bien que se inició en un “él” y en una “ella”... Lo cual confirma que "negarse a uno mismo" promete fruto de felicidad. (Jn 12, 24)

El amor es irrompible.

Quiero insistir, desde la experiencia, en esta durabilidad del amor entre una mujer y un hombre que se quisieron hasta desear la unión para siempre sin más prevención que la apuesta en lo que es cada persona. Porque no es prueba de amor en una mujer hacia un hombre entregarse sexualmente; ni en el hombre, por supuesto. La prueba verdadera de amor es estar dispuestos cada cual a comprometerse con el otro para toda la vida. Esa es la prueba verdadera de amor hacia ese chico, hacia esa chica. Nada "del si te acuestas conmigo será la prueba definitiva"... Eso es mentira en el fresco que lo propone y autoengaño en la inconsciente que lo acepta.

Creo que es verdaderamente indestructible el amor de una pareja que se inicia al verse atraída por una energía más poderosa que la electromagnética; una fuerza natural y sobrenatural que lo sobrepasa, que lo alimenta y lo hace desear hasta el compromiso de por vida y por encima de todo cataclismo. ¿Con qué ilustraría yo esta virtud regenerativa, esta indestructibilidad del matrimonio sacramental...? Quizás con ese coche que se cae por un barranco dando tumbos, hasta el fondo, allá abajo, donde parece condenado al desguace. Pero que todo se recompone como por arte de magia cuando te colocas de nuevo al volante y le das a la llave del encendido. También, para esta sobreentendida ración de choques o chispazos, el matrimonio cristiano podría compararse a un concierto en el que todos los instrumentos son necesarios para interpretar su partitura. Así, las cuerdas, con melodías acariciadoras; así el refuerzo de los temas con la madera y el metal, ya éste con ráfagas estruendosas; así, también, los platillos, los timbales y el bombo con truenos de tormenta que, en la metáfora, subrayan la grandeza de ese otro concierto de unión entre un hombre, una mujer y la familia que edifican. La percusión horrísona ya no es extraña a la melodía, no la elimina como parece sino, al contrario, la resalta. Al salir del auditorio nadie se acuerda de aquellos golpes de bombo y platillos sino de la armonía unitaria del concierto completo. Si los profesores se atrevieran a quitar la percusión el concierto se convertiría en una nana aburrida.

El amor de los esposos resiste todos los desiertos al saber que tanto el amor de él como el de ella sigue estando ahí, seguro e inmortal. El amor sacramental se mejora constantemente superando al cabo de muchos años la pérdida de la juventud. Que sí, claro, fue maravillosa en aquella su etapa, pero que siempre parece inferior al poso espiritual que dan los años de amistad y convivencia. ¡Ah, la amistad! Qué olvidada virtud de cohesión entre marido y mujer. Haber trabajado y vivido juntos, fieles al compromiso a pesar de las dificultades, de las tentaciones, de los egoísmos... no digo que nos haya dado merecer el cielo porque me parece que exagero, pero sí que ese cielo prometido ya lo hemos degustado en muchos anticipos.

En el sacramento del matrimonio cristiano pasa que Dios nos renueva a la vida desde “una sola carne” hasta la vejez y la muerte. Puede el lector confirmarlo en Génesis 2, 24 y Marcos 10, 8, pero, aun sin tal enseñanza, yo lo afirmaría desde la atalaya de mi retardada edad. El amor entre un hombre y una mujer que se inició por la atracción de Eros, como rayo que nos recorre todo nuestro ser y estar; ese amor que nos honra y aguijonea; que nos salva de la soledad ontológica en un continuo salir de sí hacia el otro, hasta que despojados de los atributos de la juventud – que dura muchísimo –, se agiganta con la añadida virtud de la amistad, su complicidad y su entendimiento.

Es bien cierto, como San Juan lo enseña, que "Dios es amor". (1Jn 4, 8; 18) Tres palabras que resumen toda una civilización, magnífica y única, que cambió como vuelta de calcetín a la grecorromana y el primitivismo utilitario de todas sus predecesoras.

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