La muerte y el caballero juegan una partida de ajedrez. ©
En aquel encuentro, magistralmente dibujado por Ingmar Bergman, coincidieron un ser imaginario que llega de la eternidad, y el hombre mortal habitante del tiempo que discute o pretende retrasar lo inevitable. El ser del más allá, la Muerte, irrumpe en nuestro hábitat en su trabajo de finiquitar toda biografía. Redivivo Caronte, barquero de la laguna Estigia, cuyos jirones
de niebla ocultan adónde nos lleva; el jinete veloz de Samarkanda que en vano quiso burlarla; la Muerte, la Parca, la Dama del Alba...
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Convengamos en que es tan lógico preguntarse sobre las incógnitas de nuestra desaparición del mundo como debería serlo sobre el porqué de haber venido a él. Es curioso, sin embargo, qué poco nos intriga de dónde vinimos, y con qué objeto, y cuánto nos aterra el viaje de vuelta. Una y otra, vías necesarias de una creación de la que conocemos muy poco metidos en esta pecera del tiempo, y nada de ese lado exterior al que podemos llamar el "no-tiempo", la eternidad.
Digo esto porque, en mi opinión, para hablar del Más-Allá habría que entender un poco la eternidad. Para lo que podría ayudarnos saber responder qué es el momento presente. Para quien lo quiera medir, parece la fugacidad absoluta. Porque, ¿sabemos cuánto dura el momento presente? Una respuesta sería: nada, no dura nada, pues no hay intervalo. Por lo tanto, vivimos en un presente continuo. Desde luego, una respuesta muy subjetiva pero, ¿cuál otra aplicar si todavía no se sabe si el momento presente es tiempo o es "no-tiempo"?
¿Es tiempo el momento presente?
El momento presente se nos escapa entre lo que ya pasó y lo que todavía no llegó. Sólo la centésima de segundo que pienso en este tiempo presente éste ya se ha convertido en pasado. En el momento presente no hay centésima de segundo que atrape el tiempo; ni milésima, ni millonésima. Si nos fijamos descubriremos que es en él, casi la no existencia, donde verdadera y únicamente existimos. Paradoja en la que nos movemos y nos gastamos.
De aquí surge otra pregunta: ¿Qué es el tiempo? Yo creo que la sensación del vivir “en el tiempo” nos oscurece mucho su definición. Para definir al tiempo hemos de recurrir a nuestra existencia, porque sin nosotros, en cuanto seres que se marchitan al pasar por la vida, el tiempo no existe, carece de existencia propia y si lo queremos ver sin relacionarlo con la creación, con nuestro ser o nuestro no ser – aquí la muerte vuelve a tener protagonismo- estaremos pensando en la nada. En realidad lo que llamamos tiempo es la duración de las cosas imaginadas en abstracto, como ideas. La proyección del tiempo en nuestra imaginación es como una flecha que se dispara desde el pasado al futuro permaneciendo nosotros, durando, en el presente como en un vehículo que nos transporta en esa misma dirección. Hasta la eternidad.
Sigo preguntándome qué es lo que vive de nosotros en ese momento presente. Desde luego no nuestro complicado y maravilloso soporte físico que se desgasta con el paso de esos sucesivos y escurridizos instantes. Esa aparente destrucción que en verdad no es obra del tiempo sino de lo que nuestra naturaleza dura en lo que llamamos tiempo.
Al pensar en nuestra entidad biológica deberíamos pensar antes en otra cosa; quizás, mejor y más seguro, en nuestra verdad ontológica, esa esencia inmortal que Dios exhaló de su boca y a la que llamamos alma. Es por aquel soplo divino que la vida no puede computarse con hojas del calendario sino por una suma de vivencias intelectuales, de intensidades espirituales, emociones, sentimientos y raciocinio que nadie excepto Dios sabe. Incluso podríamos plantearnos si los vivos, que visitamos cementerios una vez al año, estamos realmente vivos. Quizás preguntarnos si habremos vivido, si habremos aprovechado la fortuna de vivir.
Porque, un hombre - o una mujer - que se desentienda de sus interrogantes ¿no es, como decía Foxá, parecido a un árbol que camina? Una vida sin pasiones feroces, sin renuncias ni abandonos, sin cruzar nunca la calle ni enfrentar nuestros errores y pecados. Sin nunca meter la pata. Sin lágrimas de dolor por haber causado dolor. Una vida adormecida en la seguridad infatuada, o en el apellido en que apoyo el más parasitario de mis orgullos. Una existencia sin un día de desamor que nos mate, o sin abnegación por un deber que nos sublime... ¿Cuánto dura un vivir así? ¡Nada! Aun si fuera mil años.
Como Alonso Quijano nos enseña, mejor es amar la ciega aventura que Dios me ofrezca que la previsora cordura de un dejarla pasar tras el cristal de mi ventana. Esto dicho, qué hondos raudales de vida deja un solo momento sentido. Tal vez algo tan simple como una siesta de verano arrullado por chicharras; aquella infancia y aquel puente desde el que me tiraba a un río con mis amigos; o aquel riesgo suicida de juventud, innecesario excepto por la emoción de afrontarlo. Y, años más tarde, reírnos del miedo en el trapecio sin red de los síes, arrostrando de nuevo otras clases de río, de otros puentes y muchos otros retos en cadena.
Momentos presentes formidables que no hay palabras para describir, pero que dejan poso para siempre. Como le ocurrió a aquel ladrón que en un arranque de piedad se afanó una tarde el Paraíso...
Somos realidades
Esta creación por la que transitamos sobre ese filo de frágiles momentos presentes es la que Dios, «El-Que-Es» (Ex 3, 14), preparó para nosotros como cala y cata de lo eterno. Por tanto, no somos fantasmas que hoy estamos aquí y mañana apenas si seremos un recuerdo. Somos mucho más que los pájaros y que los lirios del campo. Somos criaturas que podemos sentir a Dios y alcanzar con la fe lo que al intelecto no le repugna intuir. Nuestras ansias de Él atraviesan las nubes...
Repito, lector amigo, que si no existiera la vida eterna sólo la nada podría explicarnos. Y la existencia es incompatible con la nada. Y si la nada no fue nuestro origen, consecuentemente tampoco la nada será nuestro destino. Esas lápidas que se asean los días de difuntos recuerdan verdades ante las que no es inteligente enrocarse, ni práctico. (Mt 23, 10)
Resucitaremos
Estoy convencido de que por la redención cumplida en Cristo resucitaremos en la plenitud del Adán inocente, con las originarias virtudes preternaturales que le fueron dadas; con aquella naturaleza plena en la que nos modeló Dios y que nos recobró el Verbo resucitado. ¿Que en qué me fundo? En que es demasiado tonto creer que la criatura maldita, Satán, estropee el plan de Dios. Así yo escojo decir en el Credo: "Creo en la resurrección de la carne”, mejor que en la de los muertos. Para los cristianos los muertos no existen.
Por eso me gusta decir, como antes: “creo en la vida perdurable”, que lo es porque desde que nacemos vivimos ya en la eternidad. Es decir, que nuestra vida ‘per-dura’ pasando por la destrucción de nuestra naturaleza de pecado. Desde que Jesucristo bajó a la tierra llevamos un ADN divino, sobrenatural, que Él nos recupera. «De su plenitud participamos todos recibiendo gracias tras gracias.» Porque a todos los que creemos en su nombre nos dio el poder de llegar a ser hijos de Dios. Y, ojo a esto, «no por nacer de la sangre» - raza o pueblo -, «ni del querer de hombre» – procreación -, «sino nacidos de Dios» - por la fe en Dios encarnado. (Jn 1, 16)
Con esto, el Día de Difuntos, sin rebajarnos el dolor de una pérdida se vuelve el más optimista del calendario. Es el de la oración por nuestros deudos, y lo es también del recuerdo del gran viaje «a un nuevo cielo y a una nueva tierra» (Ap 21, 1) «donde toda lágrima será enjugada» (Ap 21, 4) porque Dios dispuso para los que le aman infinitas moradas (Jn 14, 2) y una felicidad que nuestro corazón no puede comprender. (1 Co 2, 9)
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