Las no siempre inocentes víctimas. ©

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«La vida es lucha y el que no lucha no vive.» (Séneca, Cartas a Lucilio)

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Obligado es subrayar que la labor civilizadora de la Iglesia empezó sacudiéndonos de la indolencia (Mt 25, 14; Mt 25, 8-ss; 2 Tes 3, 10), arrancándonos las pústulas del egoísmo (Ef 4, 28; Mt 25, 29) limpiándonos la tiña de la envidia (Mt 20, 1 y ss). La Iglesia Católica,

al menos la que yo conocí en mi juventud, se distinguió siempre en enseñarnos la auto-superación, en recordarnos que los primeros responsables de nuestra biografía somos nosotros mismos, que nacemos enfrentados al buen uso del regalo recibido sea cuál sea nuestra circunstancia, pobre o afortunada.

De otro lado, ese enemigo, el diablo, cuya existencia niegan los que le dedican monumentos, nos tienta con una gama infinita de derechos que acaba en el engaño de la auto-compasión, verdadero Pecado Original y regresión a la Edad de Piedra.

Naturalmente, nuestra compasión con el desgraciado nos exige examinar si lo será porque, como el paralítico de la piscina (Jn 5, 2 ss), nadie cercano -yo, tú, él, nosotros, vosotros, ellos- se dio cuenta de su desgracia ni quiso ayudarle. Sea esto entendido desde nuestra responsabilidad principal con los que Dios nos encomendó naturalmente: los nuestros, los que viven a nuestro lado o encontramos en nuestros caminos.

De contrario digamos que no es amor, ni solidaridad, ni caridad acostumbrar a "los pobres" a vivir de las dádivas; poniendo el esfuerzo solamente los que dan la ayuda y escaso o ninguno los que la necesitan o la demandan. Esta situación es la más sibilina de las estafas.

Así pasa en los Estados Unidos entre no pocos inmigrantes, y en gran porcentaje de su población negra. Personas que viven uncidas a una noria de marginación puesto que para recibir la ayuda estatal tienen que demostrar un nivel de pobreza que la justifique. De tal modo que en muchos casos la subvención ya no es para superar una adversidad, no resuelve una desgracia sino que la sostiene. Salva el hambre de hoy pero atrapa en la perpetua miseria.

Sin embargo, todo cambia para quienes enfrentan el infortunio y lo combaten. Los que quieren demostrar que pueden servir a la sociedad sacudiéndose, hoy mejor que mañana, la falsa dependencia y superar su situación buscando su futuro "fuera de su cuarto de estar".

Variaciones orteguianas.

El vitalista José Ortega y Gasset nos dice que el contacto con la realidad es personal. Que somos, por un lado, nosotros mismos: "yo-soy-yo"; pero, a la vez, mediatizados por otra realidad muy poderosa: "la circunstancia". Esta última, por supuesto, siempre de grado inferior.

Yo-soy-yo, es un saber que nos acompaña toda la vida, pero la circunstancia, fiel a su significado, es meramente circunstancial. A "la circunstancia", algo que nos encontramos, que es lo que decía el filósofo, es muy corriente que la interpretemos como un determinante fatal. De aquí que sirva a muchos para endosar a causas ajenas su ración de dificultades... y presumir de una falsa rebeldía que justifique su pasividad.

Lo más rentable y honrado es pensar: "Yo, soy yo y mis consecuencias". Algo mucho más cercano a la enseñanza cristiana que nos califica según nuestros propios frutos. (Mt 7, 15-20) Subrayemos aquí qué error es convertir al cristianismo en una religión de conformistas o, peor, en el extremo opuesto, de resentidos y “rebeldes sin causa”. Por adversa que sea, la circunstancia encontrada nunca neutralizará la realidad superior que contiene, esto es, la suerte de estar en la vida y reconocerse uno mismo. Justo por esto Ortega completa su afirmación destacando que "nacer es la realidad fundamental”, el punto de partida.

Creo, pues, que la segunda realidad fundamental ha de ser sin duda "la consecuencia". Esa huella que cada cual puede dejar amando la vida recibida, sirviéndola y descubriendo su origen en Dios. Porque ¿quién y qué, si no, nos la sostiene en cada minuto, en cada latido? Justo es el mismo Dios el que nos advierte de que nuestros frutos nos identificarán ante Él más que nuestro ADN. (Mt 7, 16-ss) Si elegimos la pasividad de que todo nos venga dado, la fijación fatalista en la circunstancia nos inclinará hacia la apatía, el negativismo y el enflaquecimiento reivindicativo. No me lo invento, son lecciones del Evangelio.

Y hablando de lecciones es bien cierto que desde que tenemos uso de razón la vida nos advierte que no debemos conformarnos con la circunstancia. La peor de todas las conformidades es aquella que se reviste de fortuna recibida gratis para, aun sabiéndonos herederos, usarla y dilapidarla como ladrones.

En una película de poca taquilla un profesor de Instituto de Segunda Enseñanza, en un barrio obrero de Chicago, una mañana se presenta en clase, mira a sus alumnos un rato en silencio y saca de su cartera unos papeles. Pide que se sienten y les dice:

«Quiero que todos toméis nota de las estadísticas de esperanza de vida en vuestra clase media baja. Del informe se desprende que la mitad de vosotros no terminará los estudios de este grado. De la otra mitad que sí lo haga, solamente un tercio irá a la Universidad, y la mitad de ellos logrará titularse. Sólo el 40% de los que consigan grado podrán trabajar en lo que elijan. Por tanto, de los que estáis aquí, aproximadamente sólo dos obtendrá una estabilidad económica. Todos los demás nos serviréis la mesa, nos haréis la comida, fregaréis los platos, barreréis las calles, etc. Según estas cifras al 10% de vosotros le toca pasar un año de su vida en la cárcel y el 2% la terminará entre rejas. Así que sólo os queda decidir, ahora, el lado de la sociedad en que queréis situar vuestro futuro. Esto es, qué dos de vosotros alcanzará la estabilidad financiera, qué cuatro de vosotros acabará en la cárcel y cuál de vosotros morirá en ella. Tenéis dos opciones: seguir durmiendo cuando hay que esforzarse y trabajar, es decir, escoger ser la parte peor de la estadística; o tomaros en serio lo que aquí estáis recibiendo gratis.» (This is my father, de Paul Quinn)

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Oportunamente me viene a mano ahora el jesuita Jaime Garralda, apóstol de las cárceles y de los terminales de SIDA, que nos cuenta que, en una reunión con presos, uno confesó que el error de su vida, el que finalmente le llevó a prisión, fue «buscar siempre hacer lo que me gustaba en lugar de lo que me convenía».



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