¿Es posible una vida religiosa más feliz? (II)


II. BUSCADORES DE FELICIDAD[15]

No es fácil, como he dicho antes, pasar de una espiritualidad que hizo del dolor y del sacrificio un lugar de redención, de santidad, de maduración, incluso una “señal de predilección y de amor de Dios” a una espiritualidad que acoge el dolor como un dato de la vida, pero no hace un panegírico del mismo sino que además integra la búsqueda de felicidad, no sólo como un derecho humano, sino como signo del Reino.

En el trabajo terapéutico cotidiano me encuentro continuamente con lo paradójico del dolor y el sufrimiento: a unas personas las rompe y las destroza, a otras las madura y genera en ellas una gran resistencia y fortaleza (“resiliencia” le llaman hoy muchos psicólogos[16]). La experiencia nos muestra que el dolor en sí mismo no es lo salvador, ni lo que ayuda a madurar, sino el cómo se afronte éste y eso tiene mucho que ver con el amor que la persona haya recibido. Es decir, lo que salva y madura es el amor y es éste el que capacita para afrontar con sentido y coraje el dolor.

La felicidad es la búsqueda fundamental del ser humano, el sueño de la humanidad desde el comienzo de la historia. Lo difícil es tener sabiduría para poder reconocer qué senderos nos conducen a ella. Se trata de llegar, al menos, a una modesta felicidad, porque mientras caminamos por la historia es iluso soñar con la felicidad plena, siempre habrá algo que la empañe, sobre todo si somos conscientes de que la felicidad para ser total debe alcanzar a toda la humanidad y esto es hoy un horizonte muy lejano. Ser feliz es una búsqueda personal pero su posible consecución es siempre comunitaria y su experiencia es solidaria.

Hablar de felicidad nos lleva necesariamente a preguntarnos si es posible ser felices en un mundo lleno de dolor, injusticia, muerte prematura e injusta, soledad, sin sentido.

Es difícil hablar de felicidad cuando hay tanto dolor, tanta destrucción, injusticia y crueldad en nuestro mundo. Sin embargo, los seres humanos no podemos renunciar a la búsqueda de la felicidad. Lo importante es que no lo hagamos de una manera insolidaria y solitaria, ni que nuestra búsqueda sea a costa de los otros o al margen de las grandes mayorías sufrientes. A ese estado no puede llamársele “felicidad”.

Cuando hablamos de felicidad en este mundo, hablamos siempre de una felicidad relativa, parcial y acompañada de la consciencia de problemas, preocupaciones, situaciones inhumanas que hacen imposible la felicidad plena.

2.1. A qué llamamos felicidad

Muchas de las personas que tenemos más de sesenta años, hemos sido educad@s en la creencia religiosa de que la felicidad era algo del “otro mundo”. Podían existir algunos días “felices” (primera comunión, boda, el día de los votos perpetuos, la ordenación sacerdotal, un éxito profesional…) pero el resto de la vida había que afrontarla sabiendo que este mundo es “un valle de lágrimas” o incluso que a él “hemos venido a sufrir”. Gracias a Dios las cosas han cambiado y hoy se descubre que ésta es una aspiración central e irrenunciable en todo ser humano y un derecho fundamental.

No obstante, es preciso caer en la cuenta de que el concepto y, sobre todo, la vivencia de la felicidad es profundamente subjetiva ya que está muy condicionada por el “modelo” internalizado desde los primeros años de nuestra vida, de lo que es y no es ser feliz: depende de nuestra biografía, de los modelos de felicidad que nos presta la sociedad en la que vivimos, de los propios deseos y del modo de afrontar la vida.

Etimológicamente la palabra “felicidad” procede del latín “foelix” que, en sus orígenes, hacía alusión a la fecundidad, a la prosperidad. Otros términos griegos evocan el contenido actual de felicidad. La “eudaimonia” literalmente significa “buen demonio” y, junto con el término “makarios” son palabras asociadas a suerte, fortuna, placer, estar bien.

El concepto de felicidad no es algo fijado, estático. Siempre tiene detrás una cosmovisión antropológica, aunque no esté explícita; además es evolutivo y se ha ido construyendo continuamente a través de los imaginarios sociales dominantes en cada época.

Para Platón y Aristóteles la felicidad tenía que ver con un sentimiento global de bienestar. Distinguían una felicidad objetiva: vivir bien, y una felicidad subjetiva: que vinculaban al buen comportamiento. Para ellos la felicidad no podía desvincularse de la ética. El arte de ser feliz se identificaba con el arte de obrar bien.

La doctrina clásica griega y cristiana, desarrollada por Santo Tomas de Aquino a partir de la doctrina aristotélica, concibió la felicidad como una tarea fundamentalmente política[17]. Es decir, el poder político y la vida política estaban considerados como mediaciones instrumentales para la consecución de la felicidad del pueblo. El bien común era la razón última de la actividad política, porque para él “la felicidad es un bien común”.

A partir de la Ilustración se inicia una nueva teoría política que se centra en la autonomía personal y la limitación de los poderes estatales como sospechosos de coartar la libertad de los individuos. Apareció entonces una concepción liberal del Estado y, por tanto, una nueva filosofía política de la modernidad que concibe la felicidad como un bien de los individuos, no como objetivo político. Y esta es la concepción dominante que perdura hasta nuestros días en nuestra sociedad occidental desarrollada.

El mercado promete la felicidad y ésta constituye la principal búsqueda en el consumo. Lo que se busca al consumir, aun sin saberlo, es vivir la felicidad como la máxima plenitud, con ausencia de límites: ni espaciales, ni temporales (todo lo más rápido posible, aquí y ahora mismo), ni de generacionales o de edad; sin riesgos, sin enfermedades, ni sufrimientos, ni muerte. Esta felicidad del consumo sólo se ve agrietada por la presencia de los pobres. Por eso esta presencia se trata de tapar, ocultar, disimular o disminuir su enorme densidad. Los pobres estorban, molestan, son una amenaza a la felicidad que nos ofrece la sociedad de consumo. Es más, se nos presentan como un “objeto” de consumo entre otros muchos, un objeto con el que podemos “comprar” nuestro propio bienestar, el que nace de la tranquilidad de conciencia, sin alterar lo más mínimo el nivel en el que hemos situado nuestra felicidad.

De esto no estamos exentos nadie. No podemos caer en la ingenuidad de pensar que las personas creyentes o que la vida religiosa está libre de dejarse alcanzar por este concepto de felicidad. Vivimos insertos en nuestra sociedad, somos hijos e hijas de nuestro tiempo y de nuestra cultura, y para bien y para mal respiramos unos determinados valores que lo dominan todo.

A lo largo de la historia son muchas las personas que han intentado analizar y definir la felicidad y han llegado a unas mínimas conclusiones. Por un lado, hay una felicidad subjetiva: un sentimiento de plenitud, bienestar personal e intransferible; por otro también existe una felicidad objetiva, pública, social, que no es un sentimiento sino una situación, el marco deseable para vivir un escenario que haga posible a todos buscar la felicidad con cierto éxito. Por eso la felicidad personal no se puede vivir al margen de la búsqueda de la felicidad de las grandes mayorías. La felicidad de uno pasa también por la felicidad de los otros.

No es fácil definir la felicidad. Casi todos los filósofos, pensadores, científicos, religiosos, neurólogos, psicólogos que, desde muy diversas perspectivas, han intentado analizarla y describirla, han llegado a una primera constatación: la felicidad está vinculada a la capacidad humana de pensar. Nuestra inteligencia es la que nos permite sentirnos dichosos o desgraciados.

Los seres humanos tenemos la capacidad de evaluar nuestra vida como satisfactoria o no, feliz o infeliz. Es evidente que los contextos sociales influyen en este estado, pero sobre todo la propia felicidad tiene que ver con “los propósitos y metas que elegimos en nuestra vida, de los “lugares” en que situamos tales objetivos buscando la felicidad (fuera/dentro)”[18].

Las situaciones objetivas, es decir, los contextos sociales, también contribuyen a crear condiciones para la felicidad o infelicidad, empezando por el hecho de tener o no cubiertas las necesidades básicas: alimentación, salud, vivienda, trabajo, respeto, dignidad, educación. Sin esas condiciones previas puede resultar un cinismo hablar de que la felicidad es subjetiva y depende de las interpretaciones de la vida.

La felicidad pertenece a la categoría del ser no del tener ni del aparentar. Es sobre todo una vivencia. Se puede tener todo y no sentirse feliz.

José Luis Pinillos define la felicidad como un trasfondo vital, un “talante de fondo, en el cual uno reposa serenamente: un estado de satisfacción serena con la vida propia y con la vida en general”[19]. R. Navarrete como “el resultado de la aceptación gozosa de cuanto nos ofrece la vida”[20]. José Antonio Marina dice que la felicidad depende de haber aprendido con éxito el arte de vivir.

La felicidad de una u otra manera se relaciona con un sentimiento, más bien con un estado de bienestar interior, suficientemente estable y que nos conduce a elegir lo que es positivo y bueno. Eso nos hace sentirnos fundamentalmente satisfechos.

La felicidad también tiene que ver con ser de verdad aquello para lo que se ha nacido, es decir, con el despliegue de las propias potencialidades.

En la aproximación a la noción de felicidad nos encontramos, sobre todo hoy, no tanto la pregunta teórica sobre lo que es la felicidad sino más bien con preguntas más personales y concretas: de qué forma nos sentimos felices, y cómo llegamos a ello; cuándo y cómo perdemos la felicidad.

Contestar a estas preguntas personal y comunitariamente, con verdad, es una sugerencia que os hago como la mejor manera de introducirnos en el apartado siguiente.

2.2. Qué es lo que nos dificulta encontrar felicidad

Dije anteriormente que hay, por un lado, realidades objetivas, situaciones concretas generadoras de infelicidad y, por otro, realidades subjetivas muy variadas que pueden favorecer o dificultar la experiencia de felicidad. Analicémoslas brevemente.

a) Situaciones objetivas que imposibilitan y/o dificultan la vivencia de la felicidad.

La primera afirmación que quiero hacer es que decir que la felicidad depende de uno mismo puede ser un sarcasmo si no se añade que eso ocurre cuando la vida nos regala las condiciones humanas mínimas para poder vivir como personas, con las necesidades básicas cubiertas.

Hoy más de las ¾ partes de la humanidad viven en situaciones de extrema pobreza, injusticia, violencia generalizada, guerras terribles, enfermedades que podrían curarse. El dolor, la enfermedad, la pobreza, las guerras, la violencia, la explotación y un largo etcétera nos hablan de realidades que difícilmente son compatibles con la felicidad, aunque se puedan encontrar excepciones.

No tenemos un mundo justo y esto es fuente de infelicidad para tod@s aunque no afecte de la misma manera a quienes lo padecen directamente que a los que no lo padecemos. Luchar contra estas situaciones es el primer mandato ético de la vida humana y hacer de este deseo una tarea será una fuente de felicidad personal y social.

b) Además de esas situaciones objetivas hoy otras subjetivas muy variadas.

Enuncio algunas de ellas:

Creencias sociales que nos confunden y desvían de los caminos que nos conducirían a la verdadera felicidad.

Son miradas que desplazan el centro de la felicidad a aspectos periféricos de nuestra persona, identificando felicidad con satisfacción, fortuna, salud, dinero, poder, sexo, éxito fácil, placer. Se trata de una felicidad que se ofrece hoy en el gran mercado del mundo, se compra, se vende, se subasta vinculada a la adquisición de bienes, fomentando la posesividad como fuente de felicidad. Se nos quiere hacer creer que la felicidad se encuentra fuera de uno mismo y que se puede comprar. Nuestra tragedia es que esos “valores” terminan confundiéndonos y provocando en nosotr@s más infelicidad e insatisfacción.

Otra equivocación frecuente es confundir felicidad con estado de bienestar material. Como ya he señalado, es cierto que sin las condiciones mínimas de vida humana no es posible la felicidad, pero esto no basta. No se puede ser feliz si se margina la dimensión espiritual del ser humano, el cultivo de la dimensión ética, estética, el sentido de la vida, la capacidad para trascender más allá de uno mismo y poder amar. El error está en confundir el bien-estar con el bien-ser. El bienestar no produce automáticamente felicidad. Sin duda que el bienestar produce satisfacción y una situación placentera, pero eso no es felicidad.

Siempre que ponemos la clave de la felicidad en algo o alguien fuera de nosotros mismos estamos dándole a esa cosa, circunstancia o persona la llave de nuestra felicidad. Cuantas más cosas o realidades identifiquemos con la felicidad más amenazada estará ésta, pues más fácil será que esas realidades no las consigamos o las perdamos. Así pasaremos de la tristeza a la euforia continuamente dependiendo de que poseamos o no aquello con lo que hemos identificado la felicidad.

Otras creencias peligrosas que hoy nos acecha son:

· Identificar vida feliz con vida fácil, con vida brillante, con vida exitosa (desde los parámetros culturales del éxito) y, sobre todo, vida despreocupada de los graves problemas de nuestro mundo,

· Confundir felicidad con placer. No se trata de demonizar el placer, que es en sí una realidad buena, pero placer y felicidad son dos cosas distintas. El placer es una experiencia momentánea y se produce en una parcela de nuestra persona, afecta a una o dos dimensiones de nuestro ser, no a la totalidad. La felicidad es un estado enraizado en el fondo del ser, en lo más profundo de la persona, envolviéndola por entero y produciendo una experiencia liberadora. Por eso placer y felicidad están vinculados, aunque no identificados. Es indudable que la felicidad tiene que ver con saber disfrutar de los placeres auténticos que la vida nos regala.
Pensar que se puede ser feliz sin aprender a renunciar a la búsqueda compulsiva de la felicidad y de la propia felicidad a cualquier precio. Creer que la felicidad es la ausencia de frustración, de dolor, de adiós…
Buscar una felicidad completa, perpetua, continuadamente intensa, capaz de ser retenida para siempre. Esta percepción de la felicidad es una quimera. Sin renunciar a ella no se puede disfrutar de la felicidad posible, real, que se nos presenta muchas veces como una experiencia modesta, frágil, insegura.
Confundir vida feliz con vida eficaz, y ésta con vida fecunda. La fecundidad no es vida agitada, ni hiperactividad sino vivir nuestra existencia generando vida, sentido, valores…

Son muchos los mecanismos interiores, creencias y actitudes personales que son auténticos saboteadores de nuestra felicidad. Es más frecuente de lo que creemos encontrar dentro de nosotr@s mism@s estos mecanismos, incluso transformarnos, como muy bien expresan Heineman, M. y Pieper W. en auténticos “adictos a la infelicidad” [21].

No podemos obviar el hecho de que en la formación cristiana que hemos recibido la felicidad no era un derecho humano, hasta tal punto que buscarla por sí misma era algo peligroso o egoísta. Búsqueda de felicidad, culpa y miedo estaban muy asociados. Incluso aún hoy es frecuente oír ante situaciones o experiencias gratificantes: “esto es demasiado”, “algo malo me va a pasar”…, y no deja de ser expresivo el dicho: “lo que produce placer o engorda o es pecado”.

Podía ser bueno preguntarnos, personal y comunitariamente, si reconocemos en nosotros mismos algunas de estas creencias sociales dominantes en nuestra cultura que pueden equivocarnos en la búsqueda de la felicidad o bien si reconocemos mecanismos, pensamientos, emociones, conductas saboteadores de la posible felicidad de la que podemos disfrutar.

2.3. Algunos senderos de felicidad.

Modestamente, y sin pretender ser exhaustiva, quiero proponer algunos senderos que al transitarlos pueden hacer no sólo nuestra vida personal y comunitaria más feliz sino también favorecer una felicidad social mayor. Senderos que si muchas personas los transitásemos haríamos nuestro mundo más humano, más justo; viviríamos más reconciliad@s y felices y posibilitaríamos que nuestra tierra sea más habitable.

Como no es posible desarrollarlos con detalle, haré una breve descripción de cada uno de ellos, con el deseo de que cada un@ de nosotr@s no sólo los transitemos, sino que podamos compartir entre nosotr@s aquellos caminos que cada un@ hemos explorado.

El camino del amor

El amor es el camino por excelencia. Sin transitarlo es imposible ser feliz ni generar felicidad.

El amor está compuesto de muchos ingredientes, algunos imprescindibles como el respeto, la donación, la solicitud o cuidado, el compromiso, y otros más específicos de los diversos registros del amor, como la intimidad, la comunicación, el afecto, el deseo. El amor vivido en todos sus registros: el amor a uno mismo, a los otros (amor de servicio y/o solidaridad, de amistad, de pareja, paterno-materno-filial) el amor a los proyectos, trabajos, realidades, seres vivos, la tierra, el cosmos y Dios (para los creyentes).

El camino del amor pasa por saber recibirlo y darlo. Dar amor con lucidez, generosidad y sabiduría, distinguiéndolo de la dependencia y de la utilización de los otros. También saber recibir el amor. Es más difícil de lo que creemos porque requiere de un corazón de pobre, de sentirse personas dignas de ser amadas y perder el miedo a serlo. Saber recibirse de los demás y sobre todo de Dios es fuente increíble de felicidad. Es imposible una vida feliz sin amar, sin crear relaciones vinculantes[22], sin afectos, intimidad compartida, sin generosidad y entrega más allá de las fronteras afectivas para expandirse en un amor de servicio, solidaridad, cuidado de los otros y de las cosas. Una vida feliz es una vida fecunda y la fecundidad es siempre un fruto del amor.

El camino de la consciencia

“Darse cuenta” es la palabra clave para el propio crecimiento, para poder ver la realidad como es sin vivir alienados ni dormidos y esto es condición indispensable para vivir una felicidad lúcida.

Darse cuenta es aprender a percibir conscientemente la realidad propia y la de lo que nos rodea tal como es, no con etiquetas de nuestra mente, ni con fantasías que nos oculten lo que no queremos ver. Tony de Mello ponía en la consciencia el elemento imprescindible del crecimiento, para él la espiritualidad era la consciencia y el pecado la inconsciencia[23].

La lucidez, la consciencia, no suele vincularse a la felicidad, como si fueran dos caminos incompatibles, como si sólo los “tontos”, alienados o inconscientes pudieran ser felices. ¿De qué felicidad se habla entonces?.

Es cierto que la consciencia de una realidad dura, injusta, violenta, como la que estamos viviendo produce dolor, pero el dolor no es incompatible con la felicidad; y la capacidad de ver con verdad la realidad también nos hace conscientes a toda la cuota de bien que hay en el mundo, a la presencia de las semillas de esperanza que tantas personas buenas siembran en nuestro mundo: son pequeñas, como granos de mostaza, pero con potencialidad de crecimiento.

Sobre todo es fuente de gozo profundo la consciencia del corazón de la realidad, de lo que de verdad Somos, la consciencia de la Unidad Profunda que nos constituye como el fondo último de nuestro ser[24].
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