Cuando llegue mi hora, será la del Amor
| Gabriel Mª Otalora
Nuestras vidas son similares a un trozo de arcilla que moldeamos a lo largo de la vida. Mientras vivimos, la arcilla está todavía húmeda y podemos trabajarla hasta el día en que se coloca en el fuego y es entonces cuando su forma se fija definitivamente.
Una vez que morimos, estaremos delante de Dios con la forma que nos hayamos construido a trompicones a lo largo de la existencia, más o menos abiertos a la acción del Espíritu. Con la muerte terrenal llega el momento en que Dios se manifieste en todo su Ser experimentando, por fin, la realidad de la existencia conforme a la visión de Dios. Hay que recordar aquí algo imposible de entender, pero que es de fe: Dios es todo amor, es infinitamente justo y a la vez infinitamente misericordioso.
Cuando nos referimos al llamado Juicio final como algo real e inevitable, nos hemos centrado en demasía en el pecado y sus consecuencias, en lugar de hacerlo en el amor y sus otras consecuencias teniendo en cuenta que Dios es amor y todos formamos parte de su plan. No pocos insisten en que la sociedad secular ha perdido contacto con esa realidad eterna llamada Amor, pero olvidan que tampoco es acertado centrarse en un Juicio presidido por la atrición fundamentada en el miedo. De hecho, en no pocos ámbitos eclesiales el mensaje que sigue primando es el miedo de si seremos excluidos o incluidos en el Reino. De hecho, en la liturgia ya se dice que Cristo murió por muchos, no por todos, anticipándose a una clase de tribunal más propio de seres humanos justicieros que de un Dios omnipotentemente misericordioso.
La justicia humana, también en los ámbitos clericales, confunde con frecuencia justicia con venganza, olvidándose de la actitud que tuvo Cristo en la Pasión y en la Cruz, para centrarse en el maniqueísmo estrecho de bendición-maldición y salvación- condenación. Lo esencial, en cambio, es que estamos hechos para Dios y la encomienda suya es “que ni uno solo se pierda”.
El pensamiento de la muerte y el Juicio no deben destruir nuestra paz interior o socavar nuestra confianza en Dios. Lo fundamental es que seremos examinados por el amor que hayamos dado, como afirmó san Juan de la Cruz; no por lo que hayamos hecho mal; parece lo mismo, pero no lo es ya que el amor es lo esencial, no la maldad. Por tanto, dejemos el miedo como haría cualquier hijo o hija que se siente amado por su Padre, para centrarnos en la imagen que Jesús nos da de Dios -con el hijo pródigo- de que todo girará en torno a lo que hemos amado, al amor que hayamos aceptado de Dios; no pongamos el acento en lo negativo más que para tratar de no repetirlo. Dios buscará y primará el amor desplegado, por pequeño que este sea.
Por lo tanto, esperanza de saber que, cuando nos esforzamos por amar al prójimo, estamos amando a Dios. El amor es lo único que da sentido a nuestra existencia. Cuando miramos nuestra vida a través de la fe, vemos que Dios nos creó como un regalo, para ser amados por Él y disfrutar de la felicidad eterna. Cuando vivimos con este enfoque, amar es importante y todo lo demás es secundario al amor. Sin miedos, con confianza, con humildad sabiéndonos limitados y recordando cómo actuó Jesús, que dio la vuelta a lo que se consideraba bueno y malo, pero ofreciendo siempre su paz, su perdón y su bendición, incluso a sus asesinos: “Perdónales Padre…” ¿Quién es capaz de rechazar, conscientemente, semejante Plan de Amor? Sabemos por la fe de millones de personas que ya gozan de Dios, pero nadie sabe si existe un solo ser humano condenado a eso que llamamos infierno ¿Será por algo?
Llegados a este punto, sugiero al lector o lectora que dedique un minuto más a estas reflexiones en forma de oración.