Reparar la Iglesia

El día 5 de octubre comienzo las clases de Eclesiología pneumatológica en el Instituto Teológico de Murcia. Es una asignatura que imparto desde el curso 2009-2010 y la que más alegrías me ha proporcionado en mi docencia universitaria. Creo que es la asignatura más actual de toda la teología, especialmente con la llegada de Francisco al solio pontificio. Ya se dijo que el siglo XX fue el siglo de la Iglesia, pero con más razón se puede decir del XXI. Estamos, así lo creo, ante una perspectiva de transformación radical del mundo y de la Iglesia, ante esto sólo podemos plantearnos hacer un profundo análisis de lo que es la Iglesia y de su relación con el mundo, como ya hizo el Concilio Vaticano II en sus dos más prominentes textos: Lumen Gentium y Gaudium et Spes. Se trata de analizar pormenorizadamente qué es esencial al ser eclesial y qué no lo es, de modo que esto último podamos sacudírnoslo para poder realizar mejor, no ya una adaptación al mundo, no se trata de esto, sino una mejor aplicación de nuestra misión en el mundo. La misión de la Iglesia depende de su ser y su ser no es otro que manifestar a Dios mismo en el mundo. Esta manifestación de Dios en el mundo debe ser identificada con el Reino de Dios, del cual la Iglesia es germen e inicio, pero no presencia absoluta. La Iglesia no es el Reino de Dios, como se afirma en los manuales preconciliares, sino que la Iglesia es el sacramento de la presencia del Reino de Dios.

Intentaré hacer comprender a los alumnos que es falsa la dicotomía progresismo-conservadurismo. No se trata ni de mantener prietas las filas ante los supuestos ataques de la posmodernidad, ni vendernos a una actualización que sancione un mundo de injusticia y sufrimiento. Se trata de un falso dilema para la Iglesia. La Iglesia no puede ser otra cosa que lo que es desde la experiencia de los primeros cristianos vivida en Jesús de Nazaret y las primeras comunidades, así como los tiempos apostólicos y los Santos Padres. Somos, en buena medida, lo que hemos sido, pero también somos lo que estamos llamados a ser. La Iglesia es el cuerpo de Cristo, es la continuación temporal del cuerpo real de Cristo. Con San Pablo, sabemos que Cristo es la cabeza del cuerpo y que una cabeza no vive sin cuerpo, ni un cuerpo sin cabeza. Esta unión entre Cristo y la Iglesia es fundadora de su ser en el mundo. Pero, sin la presencia del Espíritu Santo, sería imposible vivir esto como novedad. Cristo es la persona trinitaria que asume la historia, que se encarna, que asume lo humano hasta las últimas consecuencias, hasta la muerte. Pero, sin la presencia del Espíritu, Cristo habría muerto y todo acabaría ahí. La Resurrección es la acción del Espíritu Santo que abre la historia hacia el eschaton, hacia la novedad absoluta. El Reino de Dios es el futuro de la humanidad por la acción del Espíritu en la Iglesia. Cristo lo inauguró, el Espíritu le da cumplimiento en el mundo por medio de la Iglesia, y también por otros medios.


Por todo esto, el ser eclesial es un ser sacramental. Un sacramento no es una realidad mágica que hace aparecer lo que no se ve. No es un recipiente donde se nos sirve lo sagrado, como afirman los manuales previos al Concilio Vaticano II. Un sacramento es una realidad material, física, del mundo que nos remite por su medio a una realidad superior, mayor, que sobrepasa al mundo y abre las puertas de la utopía dentro de un mundo encerrado en sí mismo. Esto es la Iglesia, como un sacramento universal de salvación (feliz expresión de Concilio, veluti sacramentum). Como sacramento, la Iglesia tiene una parte material y visible y otro no material y no visible. La parte material es su ser institución, su estructura visible como comunidad organizada, los lugares donde se reúnen los cristianos y los ritos y gestos que se practican. Pero, también necesita esa otra realidad, real, pero no visible, que es el fundamento esencial del sacramento. La Iglesia es, en su ser más íntimo filiación y fraternidad en Cristo (Pie-Ninot), es una realidad que profundiza en la humano hasta llegar a lo divino que hay en él.

Es importante hacer comprender a los cristianos de hoy y a los futuros teólogos, que hay que separar de nuestra fe cualquier rastro de dualismo, como así lo pide el Papa Francisco en Laudato Si', 98, que pervierte la fe y la convierte en una realidad pagana de las muchas que hay. El dualismo lo vemos en las concepciones de Iglesia tradicionales, donde se proyecta una imagen de Iglesia que pretender abandonar el mundo y la materia para acercarnos una realidad trascendente que preexiste al mundo. Nada de esto tiene que ver con la verdadera fe. Los Santos Padres, como Máximo el Confesor, ya diferenciaban su visión del mundo de la visión neoplatónica: la Iglesia profundiza en la humano, en lo mundano, en lo material, para vivir una profundización de estas realidades que lo llevan a lo divino. Este es el verdadero sentido de la místico, no lo que está más allá de lo mundano, sino lo que está más adentro. En la Eucaristía, no traspasamos lo material, sino que lo transformamos en una realidad más honda. Pan y vino no son, al modo platónico, realidades materiales que nos transportan a realidades espirituales. Son realidades que nos permiten acceder al nivel más profundo de lo real.

A lo largo del curso intentaré hacer comprender estas y otras cosas, y lo haré desde el espíritu de Francisco, el poverello, al que sigue nuestro Papa actual. Con ambos franciscos, dones de Dios a la Iglesia, intentaré profundizar en la necesaria metanoia de la Iglesia de estos tiempos, una Iglesia que debe volver a los orígenes para expresar su ser más íntimo al mundo, su misión, que no es otra que la constitución del Reino de Dios entre los hombres.
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