Otros aires en la Iglesia
Los que estamos dentro lo notamos en muchas cuestiones, pero la que quizás más nos ha impactado es el cambio de aires que se respira. Ahora, por fin, podemos respirar hondo sin miedo a levantar sospechas. Ahora podemos hablar en la plaza pública lo que antes quedaba reducido a los círculos de confianza. Ahora se puede hablar de pobreza sin levantar sospechas de liberacionista; se puede plantear el diálogo religioso como un buscar la verdad y no como mera estrategia apologética; se puede criticar el capitalismo sin tener que soportar la losa de comunista (aunque algunos no cambian en esto); se puede decir "no a la guerra" sin parecer un ultra izquierdista paniaguado por los de la ceja. Ahora, en fin, se puede decir lo que se piensa y sentir lo que se dice, cosa que, como dijera Hume siguiendo a Tácito es más bien rara. Pes bien, estamos en esos tiempos extraños (rara temporum) en los que la libertad fluye como agua pura y en los que los torquemada de siempre deben guardar las herramientas para otra ocasión (de seguro que la tendrán y por eso esperan agazapados).
Publiqué un libro, No podéis servir a dos amos, en el que expongo una crítica a esa Iglesia que no sabe sino enrocarse en posiciones numantinas que solo la arrastran a lo más lúgubre de la mundanidad. Me permito hacer unas propuestas de salida, para el mundo y para la Iglesia, que permitan vivir en este mundo hoy como sería posible dado el avance científico y moral al que hemos llegado, pero que no se pone en práctica porque la avaricia extrema elevada a sistema social, el capitalismo, sigue coartando las posibilidades de la humanidad, secuestrando los espíritus y encerrándolos en una jaula dorada, en occidente, y una prisión oscura, el resto del mundo. Hacia el final del libro expreso mis anhelos con estas palabras:
"Nuestra ciudadanía, nuestra pertenencia política, no es de este mundo, es una ciudadanía celestial, dicho en los términos del Nuevo Testamento, o con una traducción adaptada al mundo de hoy, es una república alternativa. Se trata de otra forma de hacer las cosas, de otra manera de organizar la política, de otra manera de hacer la economía. En definitiva, se trata de otro mundo que debe ser posible, de otra Globalización, la del amor y la pobreza. Porque esta nueva civilización, como hemos dicho en varias ocasiones, se opone a la actual y resulta de una confluencia de perspectivas: la del Magisterio eclesial, la civilización del amor; y la de las víctimas del IGP (Imperio Global Posmoderno), la civilización de la pobreza, que “supone el des-quiciamiento del mundo actual, es decir, una alteridad radical”[1]. Hemos de ser capaces de cambiar la mentalidad de los habitantes del planeta, como única forma real de desconstruir un mundo que ha crecido contra los hombres y su desarrollo. El desarrollo a toda costa ha sido la ideología dominante, una especie de promesa del cielo en la tierra que generó un sueño, un sueño monstruoso que la razón occidental convirtió en realidad. La civilización de la pobreza"
La Iglesia, me atrevo a proponer, debe empujar la historia hacia esa República alternativa que es otra forma de llamar al Reino de Dios y que lo debemos construir entre todos. Los cristianos no tenemos ningún privilegio, no somos especiales, pero sí tenemos la confianza puesta en que el Dios de Jesús, el Señor de la historia, empuja en la dirección de hacer del mundo un lugar de fraternidad, un lugar donde el hombre puede vivir como tal.
[1] Jon Sobrino, “Revertir la historia” Concilium 308 (2004) 146.