El infierno prometido

Thomas Mann nos dejó una de las cumbres de la literatura universal en su obra La montaña mágica, pero también nos dejó un relato del proceso de descomposición de la sociedad moderna tipificado en esas élites que ascendían a la montaña a tomar los aires y recuperar una salud debilitada, trasunto físico del problema espiritual que les aquejaba. Mientras los pudientes se permitían y permiten el ascenso a la montaña, los pauperrimos deben conformarse con habitar el profundo valle de lágrimas que es el resto de la humanidad. Es imposible que todos podamos ocupar el lugar de la élite, aunque bien es cierto que con el sistema capitalista puede haber algún grado de circulación de élites, si bien es posible establecer cierto grado de sucesión entre las élites de finales de comienzos del Renacimiento y las actuales, incluso en los apellidos de su miembros. Lo que no ha cambiado en 500 años es la proporción de los que pertenecen a la élite y el resto: 1-99. Es decir, la élite mundial es hoy el 1% de la población, el resto somos la no-élite. Así fue y ha sido desde el Imperio romano. Y si no cambiamos esto, así seguirá siendo hasta que el mundo reviente de injusticia.

El 1% de la población mundial, apenas 700.000 personas, poseen, acaparan o controlan el 90% de toda la riqueza que se genera. Aunque en los años posteriores a la Segunda Guerra Mundial se había atenuado la distancia entre unos y otros, llegando a ser, más o menos, el 10% de la población con un 80% del control de la riqueza, tras los cinco años de supuesta crisis hemos vuelto a la posición natural del modelo imperante. Este modelo necesita para subsistir que una parte de la no-élite evite que la mayoría se dé cuenta de la situación o intente su transformación: medios de comunicación, creadores de opinión, educadores, ejércitos o policía tienen la misión de impedir por la fuerza o por la disuasión que las ingentes mayorías puedan o quieran rebelarse ante esto. Además, se necesita de otra pequeña porción que se dediquen a reproducir el modelo de forma material: juristas, catedráticos, políticos, médicos, gestores de empresa o arquitectos mantienen con vida el modelo y lo reproducen a escala social. Luego están los que trabajan para que todo siga adelante en los países desarrollados y en las islas de desarrollo que hay por el mundo. Entre todos estos apenas suman el 15 o 20 por ciento de la población. El resto, más del 80% de la humanidad, es material de desecho o de recambio para que la máquina no pare. Como por ejemplo la población de Bangladesh, lugar donde se producen una gran parte de la ropa de las principales marcas.

Los muchos infiernos que el modelo imperante genera en el planeta son imprescindibles para que subsistan los pocos paraísos donde la élite y quienes a ellos sirven se regocijan y solazan cada día. Es imposible acabar con los infiernos sin abolir el paraíso. El paraíso es un costoso lujo que nuestro planeta no se puede permitir, pues existe a costa del sufrimiento de miles de millones de seres humanos. El infierno Bangladesh es uno de ellos que en los últimos tiempos se ha hecho famoso por los accidentes que acabaron con la vida de miles de trabajadores en industrias que trabajan para grandes firmas multinacionales, entre ellas algunas españolas. En una especie de transmigración del alma capitalista en los distintos cuerpos sociales, el infierno ha ido pasando de unos lugares a otros en función del grado de descomposición y corrupción de los países. A finales de los 90 Nike reconocía en documentos internos que debían abandonar Indonesia porque el nivel de vida había subido y debían subir el salario para mantener a los trabajadores, de ahí que se desplazaran a Vietnam. De esta manera, el infierno genera sucursales en aquellos lugares donde la desesperación humana permite poner a trabajar a niños y adultos por sueldos de miseria absoluta.

En Bangladesh, última ramificación del infierno asiático, el salario de los trabajadores de la industria textil se duplicó en 2010, tras manifestaciones, huelgas y represión policial. Pasó a ser de 38 euros. Un gran logro para la industria, pues de otra manera se habrían quedado sin obreros por inanición. Hoy se vuelven a repetir las huelgas en ese infierno para reclamar 76 euros al mes de salario, con los que poder hacer frente al aumento de los precios de los productos básicos controlados por las mismos capitales que dominan las multinacionales textiles. Ya se sabe que el truco viene de antiguo: pago a mis obreros, pero deben comprarme todo lo que necesiten. Con la inflación y el salario controlo sus vidas. Así, los habitantes de ese infierno luchan porque les permitan seguir sobreviviendo en el infierno, no por salir de él. Es una constante en las luchas obreras el no tener claro cómo funciona el sistema y errar el tiro cada vez que establecen una lucha. Lo que deberían hacer es destruir el infierno, no negociar las condiciones de uso del mismo.

Como en las películas distópicas, anhelamos habitar el infierno un día más y haremos todo lo posible porque las élites nos permitan disfrutar del infierno prometido. Sabemos que el paraíso no es para nosotros, nos conformamos con un buen nivel de disfrute del infierno mientras nos permiten subsistir. La élite asiste gozosa al espectáculo de las masas humanas luchando por sostener su paraíso a cambio de hacer algo soportable nuestro infierno.

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