De manadas y endorfinas: el dolor y el cuerpo social.

Otro estacazo más en todo el lomo y el animal sigue sin emitir queja alguna. Seguramente está tan acostumbrado que los golpes ya no resultan dolorosos, o que ha llegado a un extremo tal que sin la dosis pertinente de dolor no es capaz de vivir, como si le faltara algo. Y es así, como en la flagelación voluntaria de algunos creyentes en Semana Santa. Los primeros golpes duelen y mucho, pero tras esos el cerebro empieza a generar endorfinas para poder soportar los golpes y casi no se sienten, es más, se llega a un punto en el que cada golpe es menos doloroso que el anterior, hasta que se llega al placer corporal con el castigo. En ese punto, el penitente ha llegado a un estado de pseudo ataraxia: ni siente ni padece. Pues algo así está sucediendo en nuestras sociedades con las medidas que se toman para, supuestamente, acabar con la crisis. El cuerpo social está siendo castigado de forma paulatina y progresiva, de modo que genere las endorfinas sociales suficientes para soportar el dolor. Y ya parece que estemos asistiendo al punto en el que la sociedad goza con el dolor infligido, pues los golpes se suceden sin solución de continuidad y el cuerpo no se queja, ni gime, ni grita; aguanta una y otra vez, cual estoico que viera pasar el dolor como un río junto al que está cómodamente sentado.


Tras el duro golpe de la reducción de becas, que siguió a la reducción de las ayudas al desempleo, asistimos en estos momentos al golpe más duro de todos: la reducción de las pensiones futuras. Se trata del mayor crimen que pueda cometerse contra la población en general y contra los más pobres en particular, pues el sistema de pensiones que hemos tenido hasta ahora ha sido, junto a la sanidad y educación, la mayor protección social contra la exclusión, marginación y pobreza. Se trata de un sistema de reparto que asegura a las clases más bajas un mínimo vital con el que sobrevivir en los momentos de más desvalimiento personal, en la vejez. La contribución al sistema se hace según el salario y la percepción está corregida en función de clausulas de justicia. Así, existe un mínimo de pensión y un máximo que no supera en cuatro veces el mínimo. Un sistema justo por el que un rico no se hace más rico y un pobre no cae en mayor pobreza. Podría ser más justo, pero así ha funcionado bastante bien. Sin embargo, asistimos a la destrucción de este modelo que tanto bien ha hecho a la sociedad sin que los que sufrirán las consecuencias, el 80% de la población, se oponga con uñas y dientes.

Han empezado por modificar las retribuciones de modo que la percepción de la pensión no asegure en un futuro la supervivencia. El siguiente paso será permitir que quien tenga su propio plan privado de pensiones pueda detraer recursos del público. No se hará de forma tan evidente, sino mediante triquiñuelas legales como situar un tope de cotización a partir del cual pueda aplicarse al plan privado. Logrado esto queda allanado el camino hacia un sistema público para pobres y un sistema privado para ricos. Y si llega ese momento habremos acabado con la justicia social en la vejez. Con este golpe en los lomos de la sociedad se ha llegado hasta el final del proceso. En solo cuatro años de gestión neoliberal de la crisis, en solo dos de gestión ultraliberal, se habrían dado los pasos para romper la cohesión social y crear una realidad injusta e ilegítima, contra la que será no solo lícito, sino imprescindible rebelarse. Si seguimos adormecidos por los opiáceos sociales pronto nos miraremos al espejo y no seremos capaces de reconocer más que una manada embobada y presta al matadero.

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