La saga de los amortales

La investigación científica médica, es un hecho, no está orientada hacia la resolución de aquellos problemas que más inciden en la población, sino a aquellos otros que más beneficios pueden reportar. Con los datos en la mano, vemos que se dedica cien veces más dinero a investigar la alopecia que la malaria. Que sepamos, nadie ha muerto de la primera, pero la segunda se lleva cientos de miles de vidas cada año. Esto forma parte de un modelo de desarrollo económico que, como denuncia el papa Francisco, no pone a las personas como el objetivo principal, sino el beneficio puro y duro. Por eso, la investigación para resolver problemas de fertilidad, que son los que aquejan a la población que más dinero tiene para pagarlo, es muy superior a otras investigaciones que de verdad aliviarían el sufrimiento de millones de seres humanos. Estoy pensando en las decenas de enfermedades raras que no tienen quien las investigue, ni siquiera el erario público lo puede hacer. Estoy pensando en la cantidad de medicamentos que tienen un precio prohibitivo para la mayoría de los habitantes de este planeta porque los derechos de patente están por encima de la vida de los seres humanos. Estoy pensando en la cantidad de recursos destinados a investigaciones sobre cosmética y otros afeites que bien podría dedicarse a sanar a los millones de hijos de Dios a los que una simple diarrea les cuesta la vida.

Sin embargo, lo que me resulta hoy más preocupante es cómo las empresas privadas de investigación médica, subsidiadas por el dinero de los Estados, están haciendo una carrera por ver quién consigue frenar el proceso de envejecimiento y de muerte. En sí misma, esta investigación no sería objetable desde el punto de vista moral. Frenar el envejecimiento y procurar una calidad de vida aceptable en la vejez forma parte del tratamiento, siempre paliativo, contra la muerte. El problema aquí es que se persigue que haya un segmento de la población, quienes lo puedan pagar que sea, técnicamente, amortal. No inmortal, porque eso no es posible dadas las limitaciones de la biología, pero sí amortal: los seres humanos privilegiados no morirían por efecto de la edad, sino por alguna otra causa más bien accidental.

Según las investigaciones que se llevan a cabo, se trata de modificar las estructuras biológicas para que el envejecimiento se frene y de cuando en cuando hacer sustituciones de material biológico con el fin de reponer las piezas defectuosas. Además, se investiga cómo 'volcar' la información del cerebro, de modo que pueda tenerse una 'copia de seguridad' de uno mismo, de modo que en caso de accidente se pudiera reinsertar la información en un clon perfecto. Se trataría de un proceso moderno de transmigración del alma. No se cosa de ciencia ficción, ya tenemos resultados que apuntan en todas estas direcciones. El investigador Yuval Noah Harari, vaticina que para 2050 ya estará disponible esta opción (De animales a dioses. Breve historia de la humanidad, Debate 2010).

Esta opción plantea dos problemas morales. El primero ha sido apuntado: dedicar una ingente cantidad de dinero, privado y público, a investigar algo que sólo un 10% de la población podrá permitirse, mientras un 50% de la población mundial no puede resolver sus problemas de salud, se antoja inmoral desde cualquier punto de vista. Es evidente que se está produciendo un apartheid sanitario, junto al económico y social. Vemos como normal que quien tenga dinero pueda acceder a un transplante de corazón, a una medicación cara contra la hepatitis o contra la leucemia, mientras quien no puede pagarlo, como el caso paradigmático de la película John Q, deban resignarse a una muerte prematura. El mal reside aquí, no en la investigación, sino en su aplicación. Deberían existir prioridades puesto que los recursos son limitados. Lo primero ha de ser asegurar un nivel de vida digno para todos. A partir de ahí vendrá otra investigación suplementaria.

Sin embargo, hay aquí implicado un aspecto metafísico. Los seres humanos somos mortales por nuestra propia naturaleza. Como Sócrates, todos hemos de morir y esa misma muerte ha sido considerada en algunas tradiciones como un verdadero regalo, un don de los dioses (Derrida: donner la mort). Y así es, que muramos es la condición necesaria para la existencia de nuestra especie. El hijo es, como dijera Hegel, el signo de la muerte del padre. En ese ir y venir del ser se hace la existencia propiamente humana. Aceptar el límite fue la tarea impuesta por Dios en el Paraíso a Adán y Eva. Los límites nos construyen, nos hacen a nosotros mismos, nos delimitan y nos permiten construirnos. Yo soy mis límites y sin ellos no sería capaz de individuarme. El la antigüedad griega, los dioses eran por definición los inmortales, pues no podían morir. Eso les acarreaba una existencia tediosa y aburrida, que les llevaba a todo tipo de luchas, envidias y excesos. Técnicamente, por ser inmortales eran inmorales (nótese que la eliminación de la t modifica la palabra). Sin embargo, los hombres somos mortales, y por ende morales. Nuestro ser es in fieri, lo que implica tomar decisiones, hacerse poco a poco en los actos volitivos, en las responsabilidades asumidas, en la libertad condicionada. Somos hombres porque nos hacemos hombres.

Con las nuevas técnicas de prolongación de la vida y de casi eternización del individuo, estamos convirtiendo a un ser mortal en amortal, y por tanto el ser moral que es el hombre se transformaría en un ser amoral. Sus decisiones no estarían condicionadas por límite alguno y no podría catalogarse dentro del ámbito de lo humano. Serían seres sobrehumanos, poco inferiores a los inmortales, pero ya no humanos plenamente. Una sociedad así, donde un 10% de la población sea amortal, no podría permitir la reproducción normalizada del resto de la población. Habría que limitar el número de habitantes del planeta a aquellos que sean necesarios para mantener a esta élite social. Esto se haría mediante la supresión de la reproducción en amplias capas sociales y el control sistemático de la natalidad mediante selección artificial. Nos acercaríamos mucho a esas obras distópicas de la literatura y el cine que casi resultan hoy proféticas.

La sociedad que estamos construyendo no merecerá el nombre de humana; quizás sí el de posthumana, según la expresión de Fukuyama. En todo caso, creo, será una sociedad inhumana, donde el bien común y la persona humana no tendrá lugar. ¿Nos acercamos a un mundo feliz?
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