"El juego divino se comienza a entender cuando se participa en la partida" Para una vida con sentido (VII): Competir con uno mismo
"Demasiadas veces andamos preocupados por la opinión de los otros y nos olvidamos de que el único dictamen que vale la pena es el de Dios mismo. Le importamos poco, a pocos y durante escaso tiempo"
"El hombre que verdaderamente lo es, es siempre el mismo. Se comporta de igual modo ante una multitud que en solitario"
"Si no vivimos como pensamos, acabaremos por pensar cómo vivimos.…"
"Si no vivimos como pensamos, acabaremos por pensar cómo vivimos.…"
Una tarea bien realizada lleva a veces a sobresalir entre los propios colegas. Cada uno vale lo que vale delante del Creador, ni más ni menos. Demasiadas veces andamos preocupados por la opinión de los otros y nos olvidamos de que el único dictamen que vale la pena es el de Dios mismo. Le importamos poco, a pocos y durante escaso tiempo.
El hombre que verdaderamente lo es, es siempre el mismo. Se comporta de igual modo ante una multitud que en solitario. Trabaje o descanse, rece o bromeé, goce o sufra, quien vive cara a la Trinidad ignora en cierto modo a los demás, aunque no los olvide nunca.
Si no vivimos como pensamos, acabaremos por pensar cómo vivimos. Y aunque no siempre se entiendan las exigencias de la honorabilidad, esas reglas del juego de las que vengo hablando. Muchas veces hay verdades que es muy arduo comprender solo desde la perspectiva teórica. Por el contrario, cuando la voluntad se dispone a actuarlas, a asumirlas, parece que la inteligencia abre sus compuertas.
De ese tipo de verdades está repleta la fe. El juego divino se comienza a entender cuando se participa en la partida. Limitarse a contemplarlo desde fuera es negarse la capacidad de comprenderlo plenamente. Los ejercicios ignacianos son como ir al gimnasio. Leer las instrucciones de uso de los aparatos de la palestra para poco sirve.
Las consecuencias prácticas de la dignidad personal son muchas. La primera de todas,la paz. Si procuramos hacer lo que en conciencia consideramos que Dios espera de nosotros, podemos estar tranquilos. Quien hace lo que puede no está obligado a más, recuerda el refrán popular.
La alegría es compañera de viaje de la rectitud.
La tranquilidad, porque aprendemos a aceptarnos tal como hemos sido creados, sin considerarnos ni más ni menos de lo que somos, ni desear más o menos de lo que se nos ha entregado.
La paciencia, porque al luchar contra los propios defectos no nos desanimamos a pesar de los tropiezos; porque no nos juzgamos, ya que aceptamos el programa previsto para nosotros.
El espíritu de examen, porque tratamos de alejar de nuestra vida lo que pueda desagradar.
La amistad con la muerte que nos abre las puertas del cielo.
Nos hace despreciar interiormente los honores, porque la única honra a la que aspira el verdadero cristiano es la de ser útil. Los viajes, los triunfos… son radicalmente relativos y circunstanciales.