San Ignacio en la capilla de La Storta

Mañana, último día del mes de julio, la Iglesia recuerda a san Ignacio de Loyola, el fundador de la Compañía de Jesús. Nuestra tierra está muy unida a su vida y, especialmente, a su conversión y a los inicios de su misión. Sin sus estancias en Montserrat, Manresa y Barcelona no se puede entender la trayectoria biográfica de san Ignacio.Su recuerdo se me hizo presente los últimos días de junio pasados en Roma. En el consistorio del día 28 de junio para la creación de cinco nuevos cardenales, se me pidió que, al inicio de la ceremonia, en nombre de los cinco, dirigiese unas palabras de agradecimiento al Santo Padre. En esas palabras empecé recordando un hecho y un lugar muy vinculados a la vida de san Ignacio.

Llegando Ignacio a Roma por la Vía Casia, acompañado de Pedro Fabro y Diego Laínez, para ponerse a disposición del papa Pablo III, entró a rezar en una pequeña iglesia, aislada y situada en un lugar donde la famosa vía hace un giro brusco o esvolta, de donde deriva el nombre de dicha ermita, La Storta, la curva. Ignacio, en aquellos inicios inciertos, era sólo un peregrino con algunos compañeros. Sin embargo, allí –la ermita se visita aún hoy y es un lugar espiritual muy querido por los jesuitas- Ignacio tuvo una especial iluminación espiritual y entendió que el Señor le decía: “Yo te seré propicio en Roma”. El padre Laínez, más tarde, recogió el sorprendente comentario que hizo Ignacio buscando comprender aquella comunicación interior: “No sé qué será de nosotros, tal vez seremos crucificados en Roma”.

San Ignacio, en aquellos momentos, no interpretaba el favor divino en clave de ventajas, sino más bien como una disponibilidad para asumir incluso la posibilidad del martirio. Como dije en la celebración del consistorio, a diferencia de los honores mundanos, en la Iglesia no hay otros títulos que aquellos que indican el camino de un servicio más solícito y más comprometido para el anuncio del Evangelio y la redención de todos, y sobre todo de los más necesitados, en nombre y por la gracia del Señor. Y todavía añadí: “El color púrpura que ahora vestimos no debe ser para nosotros un honor, sino una intensa memoria de nuestro Redentor, que nos rescató al precio de su sangre preciosa. Este color se convertirá en adelante en el signo vocacional de un nuevo despojo de nuestros intereses, para entregarnos totalmente al servicio de todos, de manera que todas nuestras capacidades se pongan al servicio de Jesús, el Buen Pastor y al servicio de su Vicario en la tierra.”

No es fácil despojarse de los propios intereses para ser servidores de Cristo desnudo y de la misión confiada a su Iglesia. En este sentido, me vienen a la memoria unas palabras de san Juan de la Cruz. El santo, en medio del conflicto entre carmelitas calzados y carmelitas descalzos o reformados, se encuentra en la prisión conventual de Toledo. Intentando ganarse al santo para su causa, el prior del convento donde estaba recluido, el padre Maldonado, le ofreció una imagen muy bella de Cristo crucificado trabajada en oro. El Santo la rechazó diciéndole: “Padre, quien busca a Cristo desnudo, no ha menester joyas de oro”.

Cardenal Juan José Omella
Arzobispo de Barcelona
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