En la festividad del Santo Cristo de La Grita
La imagen de la ovejita.
No es un secreto la profunda crisis en el país. Los factores políticos están más pendientes de su forma de mantenerse en el poder o como acceder a él. Hay un ansia desmedida de poder. Los factores económicos expresan las dificultades que encuentran para poder producir lo que se necesita en Venezuela y no deja de haber quienes se valen de la situación para la especulación. Campea la corrupción manifestada de diversos modos. En nuestra región, al “bachaqueo”, al contrabando, al matraqueo se unen el tráfico de personas y la despreocupación por la gente. Crece el hambre y escasean los alimentos y las medicinas. Como dato curioso no se consiguen insumos alimenticios en los abastos y supermercados, pero no han cerrado –antes bien han aumentado- la venta de licores en todos los lugares de nuestro Estado. Para colmo, como una nueva ofensa a la dignidad de la persona se suman el continuo deterioro moral, el desprecio por la familia y el irrespeto a la institucionalidad en el país al pretenderse imponer un sistema rechazado por el mismo pueblo. Este se siente indefenso, oprimido, burlado y defraudado.
La imagen de la ovejita propuesta por el profeta Natán a David retrata bíblicamente la situación que sufrimos hoy. El profeta le explica a David cómo un potentado le arrebató a un pobre su única oveja, luego de haberla criado y le despojó de lo único que tenía para su sustento personal y familiar. David, enojado, quiso enviar a apresar al potentado de la parábola. Natán, sin muchos miramientos, le hizo saber que se trataba de él mismo por lo que había hecho al quitarle la mujer a uno de sus mejores amigos y generales, a quien había mandado a matar. David entendió y buscó reparar el daño con un acto de penitencia y conversión.
¿Acaso no es lo mismo que está sucediendo en nuestra nación? La ovejita es el pueblo. Se le ha ido privando de lo necesario, de lo que le pertenece –las riquezas de su territorio, la libertad de sus comunidades, la esperanza de su futuro- para dejarlo sin lo que de verdad necesita. Frente a ello, nos topamos con la prepotencia de quienes se autoerigen dirigentes políticos, en todos los bandos, cuya propuesta es o mantenerse en el poder –algunos- o llegar al mismo –de otros- sin que el pueblo, con sus expresiones sea considerado el auténtico protagonista y sujeto social de la democracia. El no preocuparse del pueblo hace que su ovejita sea apetecida por muchos, y que se le arrebate. Si de verdad hubiera preocupación por él ¿no se habría tomado ya decisiones para arreglar el asunto? ¿no habría ya canales humanitarios ciertos? ¿no se habrían dejado las negociaciones y acuerdos subterráneos que existen en la oscuridad?
Como lo hizo Natán, nos corresponde a nosotros, los miembros de la Iglesia, despojados de cualquier interés humano y mezquino, pedirle la conversión a cada uno de los miembros de los diversos bandos, para que cambien de actitud. Urge hacerlo para no agudizar la crisis y para que el pueblo pueda retomar lo que le pertenece, junto a la libertad y la justicia, su protagonismo y participación en el diseño de la nación que todos juntos queremos. Sin esta conversión el camino será difícil y casi imposible.
Hoy, con su Palabra siempre viva, y con su fuerza redentora y liberadora, el Cristo de los Milagros llama la atención como Natán a quienes se sienten poderosos, a quienes sólo son movidos por su ansia de poder, a quienes no buscan el interés del pueblo, sino se valen de él para hundirlo en miseria y pobreza, para dividirlo y fomentar la violencia en sus diversas maneras de realización. A ese Cristo venimos hoy para pedirle que no nos deje solos. Sabemos que no nos ha abandonado y por eso hemos clamado a Él en el salmo responsorial.
El Señor siempre se ha preocupado por nosotros.
El salmista canta la confianza del pueblo en su Dios. Dios siempre protege a los suyos. Incluso en los momentos de abatimiento. Canta el mismo autor sagrado, “Si Yahvé no hubiera estado de nuestra parte…nos habrían tragado vivos” (Salmo 124(125), 1.2). Como lo manifestó un día a Moisés, siempre escucha el clamor de su pueblo en especial cuando sufre. Hoy lo está haciendo y nos pide actuar como Moisés para liberar al pueblo de la opresión.
Esto supone reafirmar la confianza en Dios: “Los que confían en Yahvé son como el monte Sión, inconmovible, estable para siempre”. Urge, ciertamente alentar la confianza en Dios: no con un sentido de resignación o de fatalismo, sino con la seguridad de que Él nos da la sabiduría, la decisión y la certeza para salir adelante. No es con pietismos, ni con “milagritos”, sino con la confianza puesta en Él como iremos superando y creciendo en la vocación a vivir la libertad de los hijos de Dios. Pero, a la vez, se requiere tomar conciencia de que esa vocación va a conllevar el desierto de la recuperación: no para ver hacia atrás como la mujer de Lot, ni para anhelar las cebollas amargas de tiempos anteriores como lo pidió el pueblo de Israel. Se nos pide hoy asumir la responsabilidad de ir adelante, en el horizonte de justicia y paz de su Reino.
Por ello, con el salmista podemos decir: “¡Bendito Yahvé, que no nos hizo presa de sus dientes!...Nuestra ayuda es el nombre de Yahvé que hizo el cielo y la tierra.” No nos deja solos, nos inspira la palabra oportuna, el gesto necesario para que podamos sentirnos apoyados por Él. Puede haber diversidad de opiniones, pero hemos de conseguir la comunión, la sintonía, el acercamiento mutuo. No podemos darnos el lujo de sentirnos desamparados: nos debemos acompañar mutuamente, pues en esto conseguiremos la fuerza de Dios. Si así caminamos y actuamos, podremos exigirles a quienes sólo se preocupan por mantenerse o por acceder al poder, cambiar de actitud y a caminar por las sendas verdaderas. Al realizar todo esto de seguro podremos cantar con el salmista: “¡Paz a nuestro pueblo!”.
Hemos de vivir en la Paz de Cristo.
Solemos hablar mucho de paz. En las mismas celebraciones eucarísticas, además de pedírsela a Dios, nos damos un abrazo para compartir la paz. La paz que nos propone Dios no es la misma de los acuerdos o convenciones frágiles, como tampoco el silencio de los cañones o de las armas. Es mucho más que eso. No se reduce a acuerdos de convivencia. Bíblicamente, hemos aprendido que la paz verdadera nace y crece desde el corazón mismo de cada ser humano. Y hay una razón para ello, pues somos imagen y semejanza de Dios. Entonces somos íconos, reflejos de un Dios de paz que quiere la salvación de todos los seres humanos.
San Pablo nos lo dice de manera clara y precisa: “Cristo es nuestra paz”. El mismo Apóstol nos lo explica. La paz nace de la entrega de Jesús cuando derribó todo muro de división para hacer un solo pueblo con una misma característica: ha creado un HOMBRE NUEVO. Es decir, Él, con su acción liberadora, destruye todo lo que pueda dividir para hacer realidad la nueva humanidad, surgida desde la Cruz, donde no hay división, ni enemistades. Todo ha sido una obra de reconciliación: Jesús vuelve a tender el puente entre Dios y la humanidad. Él es el mismo piso donde transitan quienes van al encuentro con Dios Padre. Desde la Cruz, se destruye la enemistad. “Vino a anunciar la paz: paz a ustedes que estaban lejos y paz a los que estaban cerca”.
En uno de sus más hermosos mensajes, Jesús nos invita a ser constructores de la paz si queremos ser felices y llegar a participar en el Reino de los cielos. Luego de su Resurrección, en varias ocasiones, al aparecerse a los discípulos, les da la paz, una paz duradera, precisamente por provenir de la plenitud de la pascua del Resucitado. Desde la Cruz, el Cristo del rostro sereno nos vuelve a repetir a cada uno de nosotros, a toda Venezuela: “La paz les dejo, no como la paz que da el mundo”. Al contemplarlo, traspasado, en la generosidad de su ofrenda al Dios Padre, recibimos una invitación y un reto: ser constructores de la paz.
Pero no podrá haber paz mientras nos dejemos llevar sólo por los criterios del mundo. El egoísmo, la soberbia, la prepotencia, la autosuficiencia y otras maldades más atentan contra la paz que necesitamos. Mientras haya quienes apelen a la violencia de cualquier tipo, mientras existan quienes quieran imponer sus intereses y criterios divorciados del bien común, mientras haya quienes jueguen a la división y a los enfrentamientos… será difícil consolidar la paz que viene de Cristo. Habrá entonces una clara división, un muro a ser derribado para poder instaurar la auténtica paz. La paz nacida de Cristo va a eliminar todo lo que desdiga de la dignidad del ser humano: derribará todo odio, todo rencor, toda prepotencia… La paz que viene de Cristo alentará la solidaridad y fomentará el encuentro entre hermanos… La paz de Cristo romperá la oscuridad del pecado manifestado en tantas perversiones y corrupción que esclavizan a muchos de nuestros hermanos… La paz que viene de Cristo favorecerá el auténtico desarrollo integral de los seres humanos. La paz que viene de Cristo es la del reino de Justicia y amor inaugurado por Él en la Cruz.
Hay muchas naciones que hoy quieren ayudar a salir de la crisis a nuestra nación. Hablan de apoyo internacional. Pero esas mismas naciones e instituciones tienen una gran dificultad: no terminan de hacer nada pues poseen serios intereses económicos en nuestro país, que han influido en la gravedad de la situación actual ¿Acaso no son los países europeos que siempre hablan de un apoyo al pueblo venezolano de entre los que hay quienes venden armas tanto al gobierno como a otros grupos armados? No les interesa la paz de Venezuela sino el rédito que puedan obtener de sus negocios. En el fondo no les interesa la paz de los venezolanos, sino la consecución de recursos mineros, comerciales y de otro tipo. Cuando ellos se pongan del lado de la gente, no sólo en Venezuela, sino en muchas otras naciones habrá paz y concordia.
Todos hemos sido llamados a la Vida en Cristo.
Al no interesarles la paz, tampoco les importará la vida de los ciudadanos. Lamentablemente son bastantes los que actúan contra la vida y su defensa. Lo comprobamos en los actos amorales de quienes atentan contra ella: con la violencia de cualquier tipo, con la defensa del aborto, con la promoción de la eutanasia, con el comercio de muerte del narcotráfico, con la destrucción del medio ambiente como está sucediendo en el sur de Venezuela… La vida es el don más preciado entregado por Dios a todos los seres humanos, cualquiera que sea su condición, credo y raza. Todos somos imagen del Dios de la vida. Pero hay quienes se creen dueños de ella y pretenden hacer lo que les venga en ganas sin importarle la dignidad y centralidad de la persona humana.
Entre quienes menosprecian la vida humana también nos conseguimos con los traficantes de personas, en especial de mujeres y niños. Se destacan quienes promueven la prostitución y la pornografía, que destruye las ilusiones y las inocencias de tantos hombres y mujeres, niños y adolescentes, jóvenes y adultos; los que pretenden desvalorizar el matrimonio e imponer la ideología de género... En nuestra región y país no se quiere enfrentar estos problemas: no es un secreto cómo hay mafias destinadas a traficar con personas, al ofrecerles supuestas garantías y paraísos que terminan por convertirse en infiernos demenciales. ¿Por qué las autoridades no enfrentan el tráfico de niños llevados a otros países hermanos para convertirlos en mendigos? ¿Por qué no se termina de enfrentar, de una vez por todas, el narcotráfico y sus comercios anexos? Y lo peor de todo es la indiferencia de la sociedad cuando se denuncian estas y otras atrocidades que atentan contra la vida.
En la Iglesia nos sentimos obligados a defender la vida y, con ella la familia, declarada por San Juan Pablo II precisamente “santuario de la vida”. Hay dos motivos para ello, ambos unidos en el origen y la razón de ser: quien inventa la vida es Dios, para que los seres humanos puedan participar de su amor. Por eso hizo al hombre y a la mujer a su imagen y semejanza. El segundo motivo viene de Dios quien entregó a su Hijo para salvar al mundo, y así darnos la vida nueva. Cristo es la Palabra encarnada, la Vida y la Luz existentes desde antes de la creación: “Y la vida era la luz de los hombres, la luz brilla en las tinieblas y las tinieblas no la vencieron”, nos recuerda Juan en el Prólogo de su Evangelio.
¡Qué bonito es participar de esa vida por la entrega pascual de quien cumplió radicalmente la voluntad de su Padre! Hemos visto la luz que brillaba y destruía las tinieblas. La luz nos enseña el camino de la auténtica vida, nacida de Dios y engrandecida por su decisión de convertirnos también en sus hijos. Por eso, todo creyente y discípulo de Jesús tiene que ser un defensor y promotor de la vida, en todos sus aspectos. No puede considerarse buen cristiano quien, aún siendo bautizado, opta por los caminos de las tinieblas y no se dedica a combatirla. Al venir ante el Santo Cristo del rostro sereno podemos contemplar en Él ese misterio de la vida nueva engendrada en la cruz y hecha resplandeciente con la Resurrección. Cuales peregrinos estamos invitados a asumir la defensa de la vida, el gozo de ser enriquecidos por la salvación realizada por Jesús y compartida en fraternidad con los demás hermanos, hombres y mujeres del mundo. Por ello, al seguir a Cristo, nos acercamos sin temores a los más pobres y necesitados para acompañarlos, dignificarlos y hacerles sentir que juntos formamos la gran familia de los hijos del Dios de la vida.
Somos ministros de la Reconciliación.
En ese acercamiento fraterno, a realizar de manera permanente, tenemos la responsabilidad de acabar con las sombras y tinieblas que oscurecen el don de la vida. Con decisión y fortalecidos por el Espíritu Santo, nos corresponde también la tarea de la reconciliación. Esta no es una simple actividad piadosa. Es un servicio pedido por Dios a la Iglesia y a los creyentes. Es una manera óptima de imitar a Jesús, el de la entrega amorosa para derribar todo muro de división y para quitar el pecado del mundo.
Hoy, en nuestro país, debemos gastarnos por la reconciliación. No se trata de impunidad ni de conformismos. Quienes tienen responsabilidades por sus graves faltas contra la vida, contra la paz y contra la convivencia deben ser sometidos a la justicia. La justicia humana podrá ser burlada, pero les tocará enfrentarse a la divina. Pero, si han asumido sus responsabilidades y han comenzado el camino de su purificación, el Señor podrá ser misericordioso con ellos.
Gastarnos por la reconciliación es reconocer, en primer lugar, que todos somos iguales y hermanos; que el don de la vida y de la paz, lo resguardamos y lo defendemos al acercarnos a todos. El Papa Francisco nos ha pedido tender puentes, no destruir caminos. Ya son demasiados los caminos deteriorados en nuestro país; ya son demasiadas las situaciones creadas por la intemperancia de quienes se creen más que los demás; ya son demasiados los corazones afligidos por el desprecio recibido. Nos toca ser ministros de la reconciliación, para lograr reconstruir el país y su tejido social.
Al venir ante el Santo Cristo, acudimos al gran reconciliador de la humanidad. Seríamos hipócritas y con doble moral si le pedimos paz, concordia, solución a nuestros problemas y, los cristianos no somos capaces de hacer posible la reconciliación. Repetimos, no se trata de impunidad. Quien se lanza en el camino de la reconciliación va a ayudar al pecador a convertirse, lo va a purificar como lo hizo el padre de la parábola del hijo pródigo, lo va a ayudar a reconocer que es hermano…y así podremos sentir la frescura del amor que todo lo puede. Ese amor que llevó a hacernos partícipes de la vida de Jesús, como los sarmientos unidos en la vid.
La ovejita de Jesús.
Muy al contrario de David, quien nos da ciertamente el ejemplo de conversión y arrepentimiento, Jesús nos ofrece una actitud para imitar: es el Pastor bueno que sale a buscar la o las ovejas extraviadas o en peligro, para traerlas al redil en sus brazos. El nos pide este año, y en todos los momentos, al peregrinar ante el Santo Cristo de La Grita, que debemos confesar nuestra fe en Él, quien dio su vida para contagiarnos eternidad y darnos así la novedad de una vida que brilla con su luz admirable.
Esto requiere de cada uno de nosotros la actitud del pastor que da la vida por sus ovejas. No es un momento para desconsolarnos ni para desanimarnos. Es la ocasión para decirle al Señor que cuenta con nuestros brazos para cargar con tantas ovejas que están necesitadas: los pobres, los que sufren, los que se sien ten burlados y cansados. Esos mismos brazos deben abrirse para que quienes están destruyendo las ilusiones de este pueblo se arriesguen a cambiar y convertirse. Son los brazos del Santo Cristo de La Grita, abiertos para recibir y sostener a todos.
Esto exige permanecer unidos a ese Cristo del Rostro Sereno para así poder dar frutos que también permanecerán. Además podremos pedir lo que necesitemos y lo conseguiremos. Mucha gente se queja de hacer harta oración en estos tiempos y diera la impresión de no ser escuchados. Aquí está la clave: “Si permanecen en mí y mis palabras permanecen en ustedes, pidan lo que quieran y lo conseguirán” ¿Nuestra oración la estamos haciendo desde esta perspectiva, o la hacemos contagiados de los criterios del mundo y del odio?
El evangelista Juan nos recuerda nuestra vocación a dar frutos… Para lograrlo, Jesús nos da otra clave importantísima e irrenunciable: “Como el Padre me amó, yo también les he amado, permanezcan en mi amor”. Y quien permanece en el amor de Jesús ni es corrupto, ni es narcotraficante, ni es violento, ni abusa de las personas, ni se deja llevar por el odio ni la venganza, ni se burla del pueblo. No en vano, Cristo nos dejó un mandamiento también nuevo e inagotable en el tiempo: “Este es el mandamiento mío, que se amen los unos a los otros como yo los he amado”.
Vamos a continuar la celebración eucarística. Al ofrecer el pan y el vino, le presentamos al Señor el compromiso de defender la vida, realizar la reconciliación y edificar la paz. Son dones que nos vienen de Dios y se los presentamos para que El, en su amorosa misericordia nos conceda lo que de verdad necesitamos. Con la intercesión de María, nos unimos e identificamos al Santo Cristo de La Grita. En este año, nuestra peregrinación debe ayudarnos a la toma de conciencia de nuestra vocación cristiana, con la cual hacemos realidad en Venezuela, el reino de Dios, nacido en la Cruz y cuyas características son el amor, la paz y la justicia. Amén.
Mario Moronta, obispo de San Cristóbal (Venezuela)