40 años del golpe de Estado fallido en el Congreso... ¿y en la CEE? La Iglesia y el 23-F: cuando los más progresistas chocaron con los más conservadores
Es difícil saber a ciencia cierta cómo vivió la jerarquía eclesiástica el día del golpe de Estado encabezado por el teniente coronel Antonio Tejero. Se sabe, sin embargo, que la Conferencia Episcopal se encontraba reunida en aquellos momentos para elegir al sucesor de Tarancón y existen indicios dan a entender que los obispos no eran del todo ajenos a lo que estaba a punto de pasar
Unos deseaban expresar su respaldo a la Constitución, otros preferían no mencionarla y dejar la frase en un genérico respeto a la ley. La división hizo imposible tomar una decisión urgente en aquellos momentos dramáticos
¿Sabía el Vaticano que se preparaba una intentona, tal como afirmaría Santiago Carrillo? La Santa Sede recibió presiones, a través de “canales subterráneos”, para que se pronunciara a favor de Tejero. La Secretaría de Estado, por suerte, no se dignó a tomarlas en consideración
¿Sabía el Vaticano que se preparaba una intentona, tal como afirmaría Santiago Carrillo? La Santa Sede recibió presiones, a través de “canales subterráneos”, para que se pronunciara a favor de Tejero. La Secretaría de Estado, por suerte, no se dignó a tomarlas en consideración
| Francisco Martínez Hoyos
Parece que fue ayer, pero han pasado ya cuarenta años desde el 23 de febrero de 1981 en el que un intento de golpe de Estado nos hizo temer que regresaran las horas más siniestras de la dictadura de Franco. Desde entonces, aquel esperpento digno de Valle-Inclán se ha analizado desde múltiples ópticas. ¿Qué hicieron los representantes de la Iglesia en aquella jornada infausta?
El episcopado había apoyado, en líneas generales, la transición democrática. A los partidarios del aperturismo del cardenal Tarancón podía disgustarles que se hablara, por ejemplo, de legalizar el divorcio, pero creían que el Régimen constitucional suponía un progreso para el país. Ese no era el parecer de una minoría de recalcitrantes, con Marcelo González, arzobispo de Toledo y primado de España, a la cabeza. A Marcelo le molestaba profundamente que la Carta Magna no mencionara a Dios por ninguna parte.
Es difícil reconstruir con exactitud cómo vivió la jerarquía eclesiástica el día del golpe de Estado. Los detalles difieren en función de la fuente que consultemos. Está claro, eso sí, que la Conferencia Episcopal se había reunido, precisamente en aquellos momentos, para elegir al sucesor de Tarancón, que sería el obispo de Oviedo Gabino Díaz Merchán. Roberto Muñoz Bolaños, en su reciente libro El 23F y los otros golpes de estado de la Transición (Espasa, 2021), cuenta que, nada más empezar la reunión, sucedió algo extraño. Uno de los obispos, cuyo nombre desconocemos, advirtió a sus colegas que debían permanecer “atentos a la radio, pues es posible que se produzcan importantes acontecimientos”. El comentario da a entender, de forma clara, que un sector de la jerarquía no era del todo ajeno a lo que estaba a punto de pasar.
Según Muñoz Bolaños, tras el asalto al Congreso, los miembros de la Conferencia Episcopal permanecieron atentos a las noticias durante dos horas hasta que dieron por concluido su encuentro hacia las ocho y media de la noche. A su vez, Juan Rubio, antiguo director de la revista Vida Nueva, indica que, en la tarde del 23F, muchos obispos se marcharon. Tarancón tuvo que irse a su domicilio porque su hermana se había quedado sola. Entre los que permanecían reunidos, un sector, el más joven, procuró entonces redactar un comunicado.
¿Qué sucedió entonces? Los más progresistas chocaron con los más conservadores. Unos deseaban expresar su respaldo a la Constitución, otros preferían no mencionarla y dejar la frase en un genérico respeto a la ley. La división hizo imposible tomar una decisión urgente en aquellos momentos dramáticos. Esta explicación parece más plausible que la proporcionada por el periodista Abel Hernández: la inacción habría sido consecuencia de la existencia de un solo teléfono a mano.
En cambio, el que fue secretario de Tarancón, José María Martín Patiño, confesaría que en la noche del 23F no halló a ningún obispo que quisiera condenar en público la intentona involucionista. Uno de ellos, el cardenal Jubany, le llegó a sugerir que fuera él, a título personal, quien hiciera pública una reacción. A falta de una orden de sus superiores, el vicario de Madrid-Alcalá optó por no hacer nada. Iba a arrepentirse profundamente de esta falta de coraje, tal como admitió en 2001 en una entrevista para El País: “yo todavía tengo remordimientos y sentimiento de culpa”. No obstante, es cierto que la enorme responsabilidad de decir algo le correspondía a los prelados, no a él. Bastante hizo con mover los hilos a su alcance para conseguir una condena cuando aún era tiempo.
Por fin, en la mañana del 24 de febrero, los obispos hicieron una declaración, en la que manifestaban su voluntad de contribuir a la serenidad desde el respeto a las instituciones y a las personas. Se dirigieron también a los que retenían al Gobierno y al Parlamento para que facilitaran, cuanto antes, una solución incruenta. Sus palabras, sin embargo, se dieron a conocer cuando todo había pasado ya. Su declaración quedó, de esta forma, poco heroica. Habían perdido una ocasión única de marchar en la misma sintonía que el pueblo frente la esperpéntica intentona contra la legalidad democrática.
De manera un tanto quisquillosa, el historiador Santos Juliá (1940-2019) criticaría a los prelados por mencionar los “graves acontecimientos” sin especificar a qué se referían. Pero, ¿acaso una sola persona, en aquellos momentos, podía desconocer de lo que estaban hablando? El idioma funciona así: no hace falta concretar lo que para todos resulta evidente. En cambio, Juliá si tenía razón cuando criticaba que la Iglesia llegó tarde a la cita con la historia. A las 10 de la noche del día anterior, cuando el Ministerio de la Presidencia del Gobierno urgía a los obispos para que se posicionaran, unas palabras sí hubieran servido para algo.
Dentro del ala más conservadora de la Iglesia, tuvo particular importancia la figura de Emilio Benavent, el Vicario General Castrense. Por lo que sabemos, ya en los años setenta manifestó su incomodidad con la naciente democracia. Afirmó, durante una entrevista, que el ejército iba a permanecer en los cuarteles… a no ser que cundiera la anarquía y la convivencia se viera amenazada. Esta justificación de un hipotético golpe suscitó, cosa lógica, un profundo malestar en el gobierno de Suárez. Más tarde, parece ser que acogió, en su domicilio, a los integrantes de una revista clandestina que promovía una solución de fuerza. Todo ello explicaría su prematura dimisión, en 1982, antes de cumplir la edad reglamentaria. Suena verosímil que el entonces Ministro de Defensa, Alberto Oliart, le pidiera su renuncia para evitar el escándalo de su implicación en los juicios a los protagonistas del tejerazo.
Sería interesante, por otro lado, conocer al detalle la actuación de la Santa Sede. ¿Sabía el Vaticano que se preparaba una intentona, tal como afirmaría Santiago Carrillo? La Santa Sede recibió presiones, a través de “canales subterráneos”, para que se pronunciara a favor de Tejero. La Secretaría de Estado, por suerte, no se dignó a tomarlas en consideración. Nos falta, de todas formas, un estudio en profundidad que solo será posible cuando se desclasifiquen los documentos que aún duermen en los archivos.