Unos rezan de rodillas. Algunos hasta lloran, pero la mayoría hace fotos y selfies con el templo abierto en canal de fondo Notre Dame: Herida a cielo abierto en Paris
Si ya antes, con la torre Eiffel, formaba la dupla de los monumentos más visitados de París, ahora, después del incendio, está batiendo todos sus propios récords
De cerca, es cuando se ve a la catedral en la mesa de operaciones, con las tripas al aire, operada a corazón abierto y con las entrañas al descubierto
Una herida a cielo abierto. Con sus esparadrapos en forma de tablones gigantes que sostienen uno de los rosetones laterales
Una herida a cielo abierto. Con sus esparadrapos en forma de tablones gigantes que sostienen uno de los rosetones laterales
| José Manuel Vidal
Una tarde, tras terminar las sesiones del 'Coloquio internacional sobre el trabajo en la transición ecológica', al que asistí esta semana en la sede parisina de la Unesco, me acerqué a ver la catedral de Notre Dame. O lo que de ella queda.
Si ya antes, con la torre Eiffel, formaba la dupla de los monumentos más visitados de París, ahora, después del incendio, está batiendo todos sus propios récords. Desde la plaza Saint Michel, la riada de turistas que afluye hacia el templo es enorme y constante. De diría que la gente responde a la llamada de un voz interior y se siente atraída por un imán, al que ndie se puede resistir.
De lejos, el templo ofrece la imagen majestuosa de siempre, con sus dos imponentes torres surcando el cielo azul de París. Pero, a medida que uno se va acercando, se van apreciando los enormes desperfectos. El fuego de aquella noche fatídica, que todos vimos por televisión, no era una película, era real y catastrófico.
El templo está absolutamente vallado y no se permite el acceso ni a las inmediaciones. Los peregrinantes lo contemplamos desde las orillas del Sena, que lo sigue abrazando. Como dos viejos amigos, inseparables en las duras y en las maduras.
A medida que uno se acerca se aprecia la herida del templo en toda su magnitud. Una herida a cielo abierto. Con sus esparadrapos en forma de tablones gigantes que sostienen uno de los rosetones laterales.
De cerca, es cuando se ve a la catedral en la mesa de operaciones, con las tripas al aire, operada a corazón abierto y con las entrañas al descubierto. Por supuesto, ni rastro de la flecha que se hundió aquella tarde-noche ante los ojos incrédulos de la humanidad, desconcertada ante un icono de la cristiandad pasto de las llamas. ¿Misterio, advertencia apocalíptica, sino de los tiempos o simple mala fortuna?
Las reacciones de la gente ante el símbolo herido son dispares. Unos rezan de rodillas. Algunos hasta lloran, pero la mayoría hace fotos y selfies con el templo abierto en canal de fondo. Que el espectáculo continúe. El dios mercado todo lo consume. Incluso las desgracias o, especialmente, las desgracias, cuando saben a drama, llamas, humo, desesperación y misterio.
Las grúas ya se afanan y los bateau-mouche del Sena continúan su trajín de guiris atentos a inmortalizar en sus móviles el templo despanzurrado cuando pasan a su lado.
Está claro que el templo se va a reconstruir. La grandeur de la France no se puede permitir que quede así o que termine de derrumbarse. Pero, como siempre sucede, ante los grandes retos, hay división de opiniones. Algunos creen que sería mejor dejarlo tal cual, desangrado y desangrándose, remedo de la situación eclesial y civil actual. Otros creen que sería mejor dar todo ese enorme caudal de dinero de la reconstrucción a las catedrales humanas, a los pobres.
Algunos aducen aquello del Evangelio de que “a los pobres siempre los tendréis con vosotros” y otros, los del justo medio, apuestan por restaurar la catedral de piedra sin olvidar a las millones de personas tiradas en las cunetas de la vida y de la historia.
Mientras tanto, desde la lejanía, la gente reza y llora por la catedral herida, mientras el Sena le lame el costado como siempre y le susurra al oído: “Ánimo, hermana, de otras peores hemos salido”.