Fuera de la Iglesia también hay salvación Eclesiologías intoxicadas/comunidades enfermas
Al parecer la jerarquía no comprende adecuadamente que la Iglesia no es un fin en sí misma, sino que su misión consiste en ser fermento y levadura en la historia y en la sociedad, sirviendo a las personas y no a la propia institución.
Si la realidad de pueblo de Dios es anterior y más amplia que la de la Iglesia, para la salvación la Iglesia jerárquica está subordinada a la del pueblo de Dios. La categoría de pueblo contiene la unidad basada en la igualdad y la no discriminación, por eso Pablo escribe a los gálatas: “Ya no se distinguen judío y griego, esclavo y libre, hombre y mujer, porque todos ustedes son uno con Cristo Jesús” (Gal 3, 28). La Iglesia no puede, pues, pertenecer ni ser identificada solo con un grupo minoritario de varones, célibes y clérigos.
La eclesiología se hace tóxica y esclavizante especialmente cuando no está dispuesta a incorporar como el elemento central al pueblo empobrecido porque entonces, no solo se centra en sí misma, sino que se vuelve infecunda al relegar su fidelidad a las Bienaventuranzas. Como afirma Theresa Denger: “… porque se debe reconocer a las víctimas inocentes como intermediarios de la redención y sujetos primarios de la salvación que viene de abajo (…) los pobres, como cuerpo torturado y crucificado, son la verdadera Iglesia”.
La eclesiología se hace tóxica y esclavizante especialmente cuando no está dispuesta a incorporar como el elemento central al pueblo empobrecido porque entonces, no solo se centra en sí misma, sino que se vuelve infecunda al relegar su fidelidad a las Bienaventuranzas. Como afirma Theresa Denger: “… porque se debe reconocer a las víctimas inocentes como intermediarios de la redención y sujetos primarios de la salvación que viene de abajo (…) los pobres, como cuerpo torturado y crucificado, son la verdadera Iglesia”.
| Jesús Herrero Estefanía
En numerosos lugares del mundo la Iglesia católica sigue implementando, en la práctica, un modelo de Iglesia eclesiocéntrico y clerical donde no ha habido conversión al reino de Dios y, por lo tanto, no ha podido surgir una Iglesia como pueblo de Dios. El eclesiocentrismo es una tentación de poder que aparece cuando la Iglesia se aprovecha de su influencia y control moral y deja de ser un signo de salvación.
Al parecer la jerarquía no comprende adecuadamente que la Iglesia no es un fin en sí misma, sino que su misión consiste en ser fermento y levadura en la historia y en la sociedad, sirviendo a las personas y no a la propia institución.
Tampoco está bien ubicado el sentido comunitario que tiene su fundamento en un Dios que ofrece su salvación a todo el pueblo, no solo a unos pocos, porque el pueblo de Dios es, ante todo, pueblo referido al reino de Dios y abarca a toda la humanidad, no solo a la Iglesia[1]. Se habla y se nombra mucho el “pueblo de Dios” en las catequesis, documentos y sermones, pero no se verifica en la realidad. Esta incongruencia entre lo que se declara y lo que se hace en concreto la denunciaba ya Pablo de Tarso cuando advierte a los corintios: “Porque Dios no reina cuando se habla, sino cuando se actúa” (1 Cor 4, 20).
El gran problema es eclesiológico porque fuera de estas coordenadas, la Iglesia tampoco logra superar los dualismos entre lo inmanente y lo transcendente, entre lo profano y lo sagrado, entre la cultura y la religión, entre lo estructural y lo personal o entre la moral individual y la moral social. De este modo, aparece ante la sociedad como una especie de reliquia incomprensible al plantear doctrinas y opiniones que ya no son significativas ni liberadoras para la gente.
El modelo eclesiocéntrico dualista hegemponico establece unas relaciones asimétricas que influyen negativamente en las personas, ya que generan represión, misoginia y clasismo. Aplasta cualquier disidencia que se manifieste, considerándola como un “enemigo interno”, y tampoco admite que la Iglesia, como comunidad de creyentes que es, se debe ir construyendo desde abajo y desde los pobres.
En este modelo se establecen unas relaciones que no profundizan las dimensiones del amor cristiano olvidando las exigencias de un amor liberador que debe extenderse a las relaciones y a las estructuras que impiden o potencian la realización de un tipo de persona, de relaciones y de sociedad, adecuados al proyecto de Jesús[2].
Reflejo de esa realidad son las propias estructuras eclesiales que históricamente quedaron obsoletas y que son profundamente antievangélicas ya que mantienen y promueven el secretismo en las decisiones, el autoritarismo de los órganos de gobierno, la organización verticalista de las diócesis, los contenidos aculturales e ideologizantes de las catequesis y la prepotencia muchos obispos. Estas estructuras son instancias de control y dominación que impiden la libertad de los creyentes y la construcción de comunidades eclesiales adultas y autónomas.
Otro elemento que desacredita teológicamente la eclesiología que mantiene la Iglesia en la práctica es la defectuosa recepción de la eclesiología que plantea el Concilio Vaticano en la Constitución Lumen Gentium. En la tradición preconciliar se afirmaba que Israel era el pueblo elegido por Dios y que la Iglesia, en su condición de sucesora, era el nuevo Israel, el nuevo pueblo de Dios. Esta concepción es insuficiente y confusa, ya que primero identifica exclusivamente Israel con el pueblo de Dios y, en segundo lugar, deshistoriza y espiritualiza el concepto de pueblo de Dios sin atender a su carácter histórico.
La Lumen Gentium trata de superar estas limitaciones poniendo el capítulo de pueblo de Dios luego del misterio de la Iglesia y antes de la Jerarquía[3]. Si la realidad de pueblo de Dios es anterior y más amplia que la de la Iglesia, para la salvación la Iglesia jerárquica está subordinada a la del pueblo de Dios. La categoría de pueblo contiene la unidad basada en la igualdad y la no discriminación, por eso Pablo escribe a los gálatas: “Ya no se distinguen judío y griego, esclavo y libre, hombre y mujer, porque todos ustedes son uno con Cristo Jesús” (Gal 3, 28). La Iglesia no puede, pues, pertenecer ni ser identificada solo con un grupo minoritario de varones, célibes y clérigos[4].
El clericalismo es una realidad que se practica por parte, tanto de clérigos como de seglares aplastando toda posibilidad de participación real en la toma de decisiones por parte de las bases de la Iglesia, ya que la figura del sacerdote ha sido considerada por muchos creyentes como alguien sagrado y casi perfecto y, a falta de éstos, el laico responsable se convierte en una especie de “cura sin sotana”.
Olvidan que la igualdad original en dignidad y derechos de todos las seguidoras y seguidores de Jesús es un dato teológico constante e incuestionable en los evangelios porque las seguidoras y seguidores de Jesús conforman una fraternidad, y toda relación fraterna es una relación de igualdad donde nadie debe estar por encima de los demás (cfr. Lc 14, 11; Mc 10, 43).
La eclesiología se hace tóxica y esclavizante especialmente cuando no está dispuesta a incorporar como el elemento central al pueblo empobrecido porque entonces, no solo se centra en sí misma, sino que se vuelve infecunda al relegar su fidelidad a las Bienaventuranzas. Como afirma Theresa Denger: “… porque se debe reconocer a las víctimas inocentes como intermediarios de la redención y sujetos primarios de la salvación que viene de abajo (…) los pobres, como cuerpo torturado y crucificado, son la verdadera Iglesia”[5].
Los empobrecidos no son un lugar de caridad, sino un lugar de revelación donde el Dios del éxodo, el Abba de Jesús, nos interpela y nos convoca a la acción (cfr. Mt 25, 31-45). Por eso se convierten en signos liberadores ya que son portadores de salvación.
Y esto se puede verificar porque, cuando los miembros de la Iglesia emprenden un proceso de identificación con el pueblo, comienzan a renunciar a los privilegios clasistas, individuales o de grupo, dan el paso de socializar los bienes, universalizan las relaciones, crean cultura popular y se niegan a colaborar con las estructuras y sistemas injustos. De esa manera, aparecen en la sociedad como constructores del cuerpo de Cristo y del pueblo de Dios.
Incluso el papa Francisco radicaliza este proceso cuando afirma que la Iglesia en salida “asume la vida humana, tocando la carne sufriente de Cristo en el pueblo”(EG 24). Sin embargo, estos procesos están escasamente presentes en la Iglesia porque generalmente sus “pastores se apacientan a sí mismos” y no fortalecen a las ovejas más débiles, ni curan a las enfermas, ni vendan sus heridas (cfr. Ez 34, 2-4).
En resumen, este sería el modelo de Iglesia con el que rompieron muchos creyentes que se abandonan las estructuras eclesiales, entre ellos las mujeres pobres y los jóvenes porque esos comportamientos deshumanizadores comenzaron a desconcertarlos y a cuestionarlos llegando finalmente a resultar insoportables para ellos.
[1] Cfr. Ignacio Ellacuría «La Iglesia como pueblo de Dios» p.326
[2] Cfr. Jon Sobrino, Resurrección de la verdadera Iglesia, Sal Terrae, Santander, 1981, pp. 54-99.
[3] Cfr. Ellacuría, «Iglesia como pueblo de Dios», p. 337.
[4] Cfr. ibid., p. 342.
[5] Denger, op. cit., pp. 3-4.