"No hay irrupción atronadora de lo divino, sino luz y aire" "Debemos prestar siempre atención si oímos una voz que grita en nuestro desierto y nos pide que vigilemos"
"El mensajero prepara el camino a los que vendrán en una historia que nos implica, en la que estamos dentro. Vemos más allá de él caminos que se deshacen y se enderezan en sus giros, que se redibujan. Son nuestros"
"Su sobriedad es escasa, salvaje. Tiene el hedor del solitario que repele a la sociedad civilizada"
"Los dioses paganos también salían del agua, pero Jesús no es Neptuno, no tiene tridente ni carro tirado por caballos marinos. No tiene corona ni atuendo real. Está desnudo"
"Los dioses paganos también salían del agua, pero Jesús no es Neptuno, no tiene tridente ni carro tirado por caballos marinos. No tiene corona ni atuendo real. Está desnudo"
Se oye una voz en off que viene de muy lejos en el tiempo. No es un eco, sino una voz directa, sin estruendo. Como en el teatro, cuando oímos una voz en off en la oscuridad al abrirse el escenario. Es la voz de alguien que grita en el desierto. Vemos la arena, y el sonido parece cubrir la extensión vacía e interminable mientras se extiende un grito: "¡Preparad el camino del Señor, enderezad sus sendas!". Una sensación de expectación invade la escena llena de una presencia sonora como un viento en las dunas. ¿Quién grita?
Como en una escena surrealista, vemos por detrás a un hombre -un "mensajero", escribe Marcos (1,1-11)- enviado por delante para anunciar la llegada de una presencia. Es como si su figura estuviera impresa en un espejo. Al mirar su nuca, vemos nuestros propios rasgos, nuestros propios movimientos. El mensajero prepara el camino a los que vendrán en una historia que nos implica, en la que estamos dentro. Vemos más allá de él caminos que se deshacen y se enderezan en sus giros, que se redibujan. Son nuestros.
¿Quién es este mensajero? Marcos nos presenta a Juan. De repente vemos su figura de frente, ya no de espaldas. Y lo vemos en acción: bautiza en el desierto, proclamando la conversión y el perdón de los pecados. Sumerge a la gente en el agua del Jordán y la levanta con un gesto de gran fuerza simbólica. Como un zoom, el objetivo de Marcos nos acerca a esta figura misteriosa. Ahora nos aparece bien definido: está vestido con pelo de camello y lleva un cinturón de cuero alrededor de las caderas. Es un hombre que no tiene nada de civilizado, nada de burgués, diríamos. No tiene nada que ver con el hieratismo de un ministro de culto o de un hombre sagrado. Lo vemos comiendo langostas y miel silvestre. No tiene ante sí alimentos suculentos ni bebidas embriagadoras. Su sobriedad es escasa, salvaje. Tiene el hedor del solitario que repele a la sociedad civilizada.
Pero su soledad y su absoluta originalidad contrastan con el panorama que tiene ante sí: se ve gente sin número que se agolpa en su dirección. Una ola de multitudes surca el desierto en dirección al río. Él no las mira, no las ve venir, sino que realiza sus gestos repetitivos de inmersión en el agua del río Jordán: una persona cada vez.
Marcos nos dice simplemente que Jesús fue bautizado en el Jordán por Juan. Su llegada no va acompañada del redoble de tambores ni de signos especiales. El Mesías es uno de los muchos que vinieron a bautizarse. Ni siquiera se nos dice si Juan lo reconoce: simplemente lo sumerge. Jesús desaparece en las aguas que lo cubren. Pero aquí lo vemos salir del agua. Los dioses paganos también salían del agua, pero Jesús no es Neptuno, no tiene tridente ni carro tirado por caballos marinos. No tiene corona ni atuendo real. Está desnudo.
Ahora es una escena que se abre como las cortinas de un telón. El cielo se abre. Marcos nos hace ver las cosas a través de los ojos del Mesías, que ve al Espíritu descender hacia él como una paloma en picado. Mientras el agua se agita, el aire se mueve como por el batir de unas alas. La escena tiene una gracia ligera. No hay irrupción atronadora de lo divino, sino luz y aire.
Y es entonces cuando todo vuelve a ser voz. La voz en off de Juan es sustituida por la divina, que le hace eco. Por eso debemos prestar siempre atención si oímos una voz que grita en nuestro desierto y nos pide que vigilemos. Puede llegar a ese desierto -como ahora- una voz del cielo: "Tú eres mi Hijo, el Amado". Esto es lo que dice la voz: el Amado. No "el Todopoderoso, el Poderoso", sino el Amado.
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