"No hay aceite más resbaladizo que la verdad dicha con espíritu de mentira" Jesús no quiere mezclas entre política y religión

Los sumos sacerdotes, los escribas y los ancianos meditan venganza: intentan arrestarlo, pero tienen miedo de la multitud. ¿Qué hacer? Hay que encontrar una artimaña. En primer lugar, deciden no exponerse directamente en persona. Y no solo eso: para ser más eficaces recurren a una alianza sucia. Envían a Jesús a sus propios discípulos religiosos junto con los herodianos, que en cambio constituían un partido político. No hay nada mejor para el engaño que tejer falsas alianzas entre la religión y la política.
Marcos (12, 13-17) no nos habla de sus maquinaciones, sino que se centra en la acción. Nos deja pistas para imaginárnoslas. Vemos, pues, a los herodianos y fariseos caminando juntos en grupo. Tienen una tarea precisa: proponer a Jesús una pregunta engañosa, que lo exponga de tal manera que no pueda escapar. Tendrá que decir sí o no. Y de todos modos estará en una trampa. Este es el plan.

Lo llaman: «Maestro». Continúan: «Sabemos que eres veraz y no tienes respeto a nadie, porque no miras a nadie a la cara, sino que enseñas el camino de Dios según la verdad». La maldad se manifiesta en el elogio adulador que debería predisponer a Jesús a caer en la trampa: creer en los halagos es la mejor manera de dejarse engañar, porque todos somos sensibles a la vanagloria. La verdad sirve para hacer resbaladizo el terreno. Y no hay aceite más resbaladizo que la verdad dicha con espíritu de mentira.
Están levantando la pelota para luego aplastarla. Y he aquí el aplastamiento, la pregunta fatal seca y afilada: «¿Está permitido o no pagar el tributo a César? ¿Debemos dárselo o no?». ¿Sí o no? No hay escapatoria. Si hubiera respondido que no, Jesús se habría puesto en dificultades con los romanos; si hubiera respondido que sí, habría quedado desacreditado ante el pueblo. Estaba en una trampa.
¿Por qué? He aquí el astuto truco: el pago del tributo es la señal de sumisión a un poder extranjero que plantea un problema religioso, porque César era un rey pagano que reivindicaba una cierta forma de culto que a los ojos de los judíos era perversa. Los fariseos, en el plano religioso, tienen dificultades para aceptar el poder de ocupación romano, pero no quieren la revuelta armada. Los herodianos, en cambio, apoyan a las autoridades locales y aceptan la presencia romana. Fariseos y herodianos quieren que Jesús se exponga a la autoridad para tropezar y caer.
Pero Jesús «conoce su malicia», nos dice Marcos, que aquí por una vez entra en la psicología de Jesús para volver inmediatamente a la acción. El Maestro responde con una pregunta, revelando inmediatamente la trama: «¿Por qué queréis probarme?». Les pregunta: «Traedme un denario: quiero verlo». El intercambio de frases se convierte en una acción teatral. Jesús obliga a sus interlocutores a presentar pruebas, mientras él permanece inmóvil. Le trajeron un denario.
La dinámica se invierte de repente, y ahora es Jesús quien les interroga: «¿De quién son esta imagen y esta inscripción?». Sus interlocutores ya se han perdido: ¿qué pregunta es esa? ¡La respuesta es obvia! De hecho, le responden: «De César». Entonces Jesús les dice: «Dad, pues, a César lo que es de César, y a Dios lo que es de Dios».
Jesús no quiere mezclas entre política y religión. Así, por un lado, no pone condiciones ni compromisos a la hora de dar a Dios lo que es suyo, de garantizarle una dedicación total. Por otro lado, denuncia claramente la mezcla teocrática que ve a César divinizado como una interferencia de lo político en lo religioso. Hay que dar a César lo que es suyo, pero no hay que darle lo que es de Dios. Así, es el propio Hijo de Dios quien ofrece un sano criterio de laicidad que rompe toda tentación persuasiva de colateralismo entre religión y poder.
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