El intermitente silencio de Joseph / La crónica de la visita del Papa Benedicto XVI a México




Hace dos años, México recibió al Papa Benedicto XVI. Una visita muy breve al Bajío mexicano que despertó el entusiasmo y fe de todo ese pueblo; nadie imaginó que sería su penúltimo viaje, meses antes de su renuncia.

Este bloguero, hace un año y gracias al generoso patrocionio de la parroquia San Bernardino de Siena, Xochimilco, publicó un libro homenaje al Papa emérito reuniendo crónicas, discursos, fotos y opiniones de esa visita. Ese ejemplar fue presentado por el Cardenal Norberto Rivera Carrera y el prólogo fue escrito por el Nuncio Apostólico, monseñor Christoph Pierre.

Una colaboración que destaca es la del Director de la Revista Vida Nueva, el periodista Felipe Monroy. Uno de los pocos profesionales de la comunicación mexicanos quienes tuvieron la oportunidad de saludar el Pontífice e intercambiar palabras, entregándole algún presente. Monroy entregó a Benedicto una biblia ilustrada.

Dejo a los lectores, la crónica del Director de Vida Nueva, desde su salida a México y Cuba desde Roma hasta concluir el viaje apostólico. Una crónica que vale la pena releer para vivir de nuevo una visita histórica en la esperanza de que muy pronto, el obispo de Roma y Sucesor de Pedro visite México.


El intermitente silencio de Joseph / Crónica del viaje apostólico a México. Marzo de 2012

Felipe de J. Monroy González
Director Vida Nueva México


Lamento iniciar esta crónica con un evento que no sucedió, que se quedó guardado en la dimensión de lo probable, pero que en el fondo parece justificar la satisfacción ulterior de quienes manifestamos un pronóstico ‘reservado’ previo a la visita del Papa Benedicto XVI a México y a Cuba. Llegué a asegurar que probablemente Ratzinger no tendría la misma recepción que Juan Pablo II. La gente en México se sentía aún muy identificada al Papa polaco. Mientras en Cuba, el encuentro entre Fidel Castro y Karol Wojtyla en 1998 fue el de dos titanes del siglo XX, dos personalidades que marchaban de cierto modo por dos senderos que se abrían cautelosos al nuevo horizonte del tercer milenio, del mundo de la información y el conocimiento, de la inmaterialidad de los bienes, del relativismo del ser.

Benedicto acudía a un México enamorado de su antecesor, presto a la comparación; un pueblo que no cedería fácilmente terreno en su corazón al pontífice reinante, donde las frases de recíproco cariño: “me voy pero no me voy… de corazón me quedo… soy un Papa mexicano” serían difíciles de superar. A un país que tenía menos de seis meses de haber vivido jornadas apoteósicas con el recorrido nacional de la reliquia sanguínea del Beato Juan Pablo II, El Grande.

Además, Benedicto acudía a una Cuba que también era ya diferente gracias a la feroz globalización, donde ya no gobernaba Fidel sino su hermano menor Raúl, donde los ecos del siglo XX ya no se escuchan en las calles sino en la Wikipedia, en la web, en el espacio digital, en la multimedia; visitaba una Cuba que había vibrado intensamente con la frase: “El Papa libre y nos quiere a todos libres” y que ahora sentía cierta inquietud de ver acercarse la libertad paulatina e inexorablemente.

Bien, esto no sucedió. Y lo que hoy queda registrado en la historia de ambas naciones no lo imaginó ni el más optimista de los analistas y, para los futurólogos, nos quedó una lección muy interesante: hay que dejarse sorprender por la realidad.

Los preparativos

Escuché de los rumores de la visita del Papa Benedicto XVI a México desde octubre de 2011, lo potenció la visita de la directiva del Consejo Episcopal Latinoamericano (CELAM) a inicios de mes. Se decía que Ratzinger habría adelantado al arzobispo mexicano, Carlos Aguiar Retes, presidente del CELAM y de la Conferencia del Episcopado Mexicano (CEM) sus intenciones de visitar México. La noticia fue confirmada hasta el 12 de diciembre; desde la Basílica de San Pedro, el Papa anunció su viaje mientras celebraba la Fiesta de Nuestra Señora de Guadalupe. Los siguientes meses fueron de intenso trabajo. Como periodista quise conocer muchos de los detalles de la visita y de sus preparativos: el lugar, la logística, los actos previstos, etcétera. Me imaginé realizando la cobertura del acontecimiento, cuando visité la arquidiócesis León, Guanajuato (sede de la visita), conocí de primera mano los avances (y los retrasos) en la organización e imaginé como sería todo para la semana de marzo en que estaría el Papa allí. Lo que no imaginaba fue la invitación que me hiciera la Conferencia del Episcopado Mexicano a representarles como periodista acreditado ante la Santa Sede para hacer la cobertura del viaje. “Irás en el vuelo con el Papa”, me dijo un muy alegre padre Antonio Camacho, Misionero de Guadalupe y responsable de la Pastoral de Comunicación de la CEM.

El 17 de marzo (cinco días antes del viaje), me encontraba ya en Roma organizando detalles antes de subir al vuelo que iniciaría el vigésimo tercer viaje apostólico internacional de Benedicto XVI. Gracias al apoyo del padre Armando Flores Navarro, rector del Pontificio Colegio Mexicano, logré compartir con mis compatriotas mexicanos el Angelus Dominical que el Santo Padre ofreció el día 18 en la Plaza de San Pedro. Los sacerdotes del Colegio improvisaron un mariachi festivo con acordeón, trompetas, guitarras y tololoche que detonó el júbilo mexicano. Luego el Papa descansó.

Lo vi de nuevo hasta el día en que los periodistas, elementos de seguridad, personal de logística, obispos y cardenales esperábamos en el avión de Alitalia AZ4000 FCO-JBX (Roma-León). Cruzó la pista del aeropuerto apoyado en un bastón y lentamente inició el ascenso por las escalinatas del avión. Minutos después, ya estabilizada la navegación, se sirvió el desayuno y al término de éste, se anunció la presencia del Papa en la sección de periodistas para ofrecer un saludo y contestar algunas preguntas. Al finalizar, el padre Federico Lombardi, director de prensa de la Santa Sede, anunció al pontífice que tres periodistas mexicanos le llevábamos un regalo: Arcelia Becerra, una medalla de plata conmemorativa del viaje; Javier Alatorre, un iPod con música; y, yo, una Biblia ilustrada en México.

Cuando me acerqué a saludar al Papa y a entregarle los volúmenes del Antiguo y el Nuevo Testamento noté en sus ojos una mirada curiosa, casi infantil, deseosa de conocerlo todo, de abrazar todo lo nuevo sin prejuicio, dejándose sorprender a cada página que hojeaba mientras le explicaba frente a 75 colegas en qué consistía mi regalo. El Papa dijo –casi exhaló- un ‘muchas gracias’. Apreté su mano para despedirme y noté más timidez que debilidad, más docilidad que senectud; mientras me alejaba, sentía que había vivido un hecho único e irrepetible, pero ese mismo viaje me demostraría todo lo contrario.

Antes también debo advertir al lector. Mucho de esto lo viví personalmente, también lo seguí por transmisiones en vivo, repeticiones y por la charla que mantuvimos los periodistas en el centro de prensa, lo escuché de viva voz del padre Lombardi y lo fueron confiando algunos obispos y sacerdotes que participaron muy íntimamente a lo largo de esta experiencia. Aquí apenas dibujo un esbozo de este complejo paisaje.

México

Llegamos a México luego de cruzar un blanco globo terráqueo (blanca espuma, blanca nieve, blancas nubes, blanco hielo infinito, blanca luz reflejada desde los espejos hacia las ventanas de la aeronave) y comencé a mirar sin prejuicio ni falsas pretensiones lo que nos ofrecía a los periodistas este fragmento de historia, una estampa multicolor repleta de fieles alegres, funcionarios protocolarios y analistas perplejos.

Al igual que mis colegas, intenté registrarlo todo, llenamos muchas páginas de apuntes en libretas, grabamos muchas entrevistas, tomamos cientos de fotografías, realizamos enlaces para los más variados medios de comunicación, escribimos muchos artículos y los lanzamos al mundo para que se conociera esta visita. Tengo muchos recuerdos y anécdotas de aquellos días, imágenes mentales que me asaltan en ocasiones en sueños diurnos. Algunos me llenan de alegría.

Recuerdo el trayecto que hicimos en el autobús desde el aeropuerto a León, al Hotel Hotsson donde se montó el Centro Internacional de Prensa. Sobre la carretera, en una interminable hilera caótica estaban los fieles, los curiosos, los primeros que apartaron su lugar para ver pasar al Papamóvil. Llevaban banderines con los colores de la bandera del Estado Vaticano. Aún no habían visto nada, sus rostros expectantes seguían por la radio o televisiones portátiles la transmisión de la recepción protocolar que el presidente de la República ofreció al Papa. Inquietos por el movimiento en la carretera, ardían en deseos por ver pasar a Benedicto XVI; luego pasó él y lo vieron un par de minutos antes de perderlo completamente tras las puertas del Colegio Miraflores, donde el pontífice descansó durante su estancia en México.

Lo que siguió se ha dicho en muchos espacios: su encuentro con el presidente en la Casa del Conde Rul en Guanajuato capital, el rezo de las vísperas en la Catedral de Nuestra Señora Santísima de la Luz en León, el sobrevuelo en helicóptero por el Cerro del Cubilete para admirar al Cristo de la montaña, la misa multitudinaria en el Parque Bicentenario de Silao, su emotiva despedida a las puertas del Miraflores con el sombrero de charro.

Todo esto que escribí en decenas de crónicas y artículos dejó fuera otras historias que ahora, a un año de distancia, me vienen a la mente. Son fragmentos de historias, relatos y recuerdos como estos: Tras el saludo público, protocolar y laico, casi marcial de los funcionarios del gobierno al Papa, vino un saludo privado, informal y religioso, casi devocional de los fieles funcionarios; las religiosas del Colegio Miraflores, Esclavas de la Santísima Eucaristía y de la Madre de Dios reportaron la presencia de unas aves canoras durante la estancia del Papa, luego desaparecieron; el Papa solicitando que el almuerzo se sirviera en el solar, donde parece que solo él gozó de la resolana y la tranquilidad mientras los cardenales y asistentes eran un torbellino de inquietud; las muy ostentosas pero desapercibidas ceremonias que organizaron los alcaldes de León, Silao y Guanajuato en las que dieron las tres llaves de sus ciudades al pontífice; los técnicos en el Santuario de Cristo Rey en el Cubilete que seguían muy atentos, a kilómetros de allí, al momento en el que el Papa apretara el botón desde la Catedral de León para encender la luz simultáneamente; los obispos de México rezando una y otra vez la Liturgia de las Horas practicando antes de que llegara el Papa a presidir las Vísperas; los obispos de México y varios más de América Latina, compartiendo una magna sacristía horas antes de la Misa en el Parque Bicentenario, tomándose fotos mutuamente, alegrándose unos por haber previsto un par de lentes oscuros y bloqueador solar, lamentándose otros por no ser tan previsores. Aún parece que veo al Papa cruzar el mar de gente en Silao, sobre su papamóvil usando el sombrero negro de charro, saludando a los candidatos a la presidencia de México, diciendo ‘hace calor’ y bendiciendo las 91 imágenes de Guadalupe que pretendidamente estarían en cada una de las Iglesias particulares del país.

Se mezclan esas imágenes con las de su recorrido en Guanajuato, frente a la Basílica de Nuestra Señora, en ese lugar donde volaron papelitos de colores que inundaron la tarde y donde las porras rompieron lo acartonado; a veces confundo los rostros de las vallas, con los de la misa, los de la ciudad con aquellos apostados a la intemperie, bajo el sol o la luna, pienso en la anciana que falleció camino a Silao intentando cumplir su último deseo o en aquellos amigos que se aventuraron en el peregrinaje y que jamás llegaron al destino porque no hubo señalamiento alguno. Sí, hay anécdotas de mis colegas periodistas, unas buenas, como la generosidad y la franqueza con la que trabajamos varios; las hay también vergonzosas, donde la soberbia y la arrogancia hicieron que de los 15 mexicanos que llegamos a México de Roma, regresáramos 13.

Cuba

Iríamos a Cuba, a Santiago y a La Habana, la despedida de México fue protocolar; los mensajes, contundentes. Subimos al avión Alitalia nuevamente. Según los veteranos de la fuente vaticana, correspondía a México ofrecer el avión a Cuba y a Cuba ofrecer el avión de vuelta a Roma, “pero no es que la Santa Sede confíe mucho en el régimen”, resolvió una colega.

Al llegar a Santiago, sentí que todos nos poníamos una piel diferente, una sensibilidad diferente. Los periodistas que parecían turistas descansando en México saltaron a tierra cubana como agentes especiales, espías, apuntándolo todo, hablando con sigilo, llamando a sus personalísimos contactos, concertando encuentros de lo más clandestinos, mirando sobre sus hombros constantemente. En realidad, vimos a Benedicto XVI mucho menos que en México. Lo vimos en su discurso en el aeropuerto de Santiago junto a Raúl Castro y a los obispos cubanos enmarcado con salvas de cañones y redobles marciales; lo vimos pasar en la Plaza Antonio Maceo y celebrar la misa mientras Andrés Carrión, disidente, gritó: “¡Abajo el comunismo! ¡Abajo la dictadura!”; lo vimos a la mañana siguiente pero por los televisores del aeropuerto cuando visitó el Santuario de Nuestra Señora de la Caridad del Cobre allá sumido en la verdísima montaña.

Luego lo vimos llegar a La Habana donde lo recibieron con ballet y música y niños que besó y abrazó; más tarde apareció un par de minutos fuera del Palacio de la Revolución durante la foto oficial con el presidente del Consejo de Estado y de Ministros. A la mañana siguiente lo vimos en la mítica Plaza de la Revolución en la misa multitudinaria y eso fue todo. En retrospectiva, la intermitente presencia de Benedicto XVI fue lo único constante en su estancia en Cuba.

En el Hotel Nacional se montó el Centro de Prensa, allí había muchos más representantes de medios que en México. La razón es obvia, desde 1959, para saber qué ocurre en Cuba hay que conocerlo de primera mano y no a través de medios cuya afinidad o crítica del régimen estropeen la versión más serena. Allí esperamos muy inquietos los detalles del encuentro de Fidel Castro con Joseph Ratzinger. Greg Burke, corresponsal de Fox News Channel (hoy asesor en comunicación para la Santa Sede), nos adelantó que el padre Lombardi le envió un par de mensajes: uno antes de ingresar al encuentro que se realizó en la Nunciatura Apostólica y otro al término de la misma. Luego llegaron las versiones oficiales de cada lado y las fotografías de las agencias.

Apenas teclee mi última nota desde Cuba, la envié a México y tomé mi maleta para subir al avión que nos regresaría a Roma. En el trayecto miré otros rostros en las personas, estaban serenos y apacibles, aún no sabían si algo cambiaría en su país con la visita o si ésta alcanzaría la dimensión histórica que necesita cada acto para dejar huella en una nación absolutamente sorprendente.

Epílogo

Volábamos hacia el atardecer por el caribe, el cansancio acumulado me hizo dormitar unos segundos. De pronto sentí el poderoso índice del jefe de logística de prensa sobre mi hombro, me dijo que me pusiera el saco encima: ‘el Papa desea saludarlos’. Inmediatamente formó a los periodistas mexicanos y a la alemana Tanja May, corresponsal de Bunte (que ese día cumplía años). Nos condujo a través de las secciones del avión hasta el primer asiento. Yo iba en último lugar. Uno a uno fueron pasando mis compañeros y en 15 segundos saludaron y escucharon al Papa. Al llegar mi turno, el padre Lombardi me presentó, me senté junto a Joseph Ratzinger y le estreché la mano, tenía mucho qué preguntarle pero él dijo “Buen trabajo; bien, bien”.

Pensé en permanecer así, en silencio, hasta que se me agotaran los quince segundos que me permitirían estar allí. En lugar de ello, le dije que me había gustado su mensaje de esperanza; le dije que mi generación no suele mirar con esperanza el futuro; le dije que, si de algo ayudaba, procuraría mirar con más esperanza al mundo. Ratzinger calló, me pareció un largo momento, entornó los ojos y dijo en su voz trémula, aguda, anciana:

-Io sono messicano.
-Sí, lo sé.

Me levanté y di media vuelta de regreso a mi asiento, en esos pasos pensé que Benedicto XVI había hablado muy poco, casi siempre me pareció un pontífice silencioso, reflexivo, íntimo en lo íntimo. La última imagen que tengo grabada en la memoria de ese viaje es a Joseph Ratzinger mirando por la ventanilla, el sol lo cobijaba en una ilusión blanca, silenciosa, inmutable.
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