La reforma de la Iglesia

El nuevo estilo de presencia y gobierno del actual obispo de Roma, Francisco, ha suscitado, como es bien sabido, esperanza en no pocos cristianos. De la misma manera que son también bastantes los creyentes que se sienten inquietos, preocupados e incluso irritados. Porque piensan que Francisco le está haciendo daño a la Iglesia. Y le hará más daño, si el nuevo camino que ha emprendido el papado no se detiene y se orienta de acuerdo con lo que, durante tantos siglos, hicieron y dijeron los papas en la santa madre Iglesia. Así las cosas, ¿qué tendríamos que hacer los cristianos - concretamente los católicos - estando la Iglesia como está?

Lo primero que tendríamos que hacer: darnos cuenta de que la Iglesia necesita urgentemente una reforma muy profunda. La Iglesia no puede seguir como está. Desde hace siglos, la Iglesia lleva un camino equivocado. ¿Por qué? Porque en la Iglesia se vienen haciendo y diciendo muchas cosas que están literalmente en contra del Evangelio. Cosas, por tanto, que son contrarias a lo que hizo y dijo Jesús, el Hijo de Dios. Nadie tiene - ni puede tener - potestad en la Iglesia para anular lo que dice el Evangelio. Y, por tanto, nadie tiene potestad, ni siquiera un papa o un concilio, para actuar en contra de lo que dejó dispuesto Jesús.

Mientras en la Iglesia no se tenga esto muy claro, de forma que nadie tenga miedo a decirlo (y a portarse en consecuencia), esta Iglesia no tiene arreglo, por más ejemplar que sea la vida del papa o por más molestos que se sientan los clérigos, desde los curas hasta los más eminentes cardenales. Además - y como es lógico - mientras a este estado de cosas no se le ponga remedio, ¿de qué va a servir nombrar comisiones, quitar o poner oficinas, dicasterios, cargos, publicar documentos, permitir que los curas se casen o que las mujeres digan misa, publicar las cuentas del IOR, castigar a los curas pederastas, etc, etc? Todo eso - y tantas otras cosas - será todo lo importante que queramos. Pero nada de eso resuelve el problema de fondo.

Vamos a ver, ¿dónde está ese problema de fondo? La cosa está clara. O los evangelios son una sarta de tonterías y de mentiras o la Iglesia vive, habla y actúa en contra del Evangelio. No le tengamos miedo a pensarlo y decirlo así. O digamos, sin miedo, que ni creemos en el Evangelio de Jesús. Ni eso nos importa un bledo.

Concretando más: ¿dónde está el nudo del asunto? Lo diré utilizando la acertada fórmula de un importante y conocido especialista en estas cosas: “Jesús aceptó la función más baja que una sociedad puede adjudicar: la de delincuente ejecutado” (Gerd Theissen). Ahora bien, en la Iglesia no hemos aceptado ni esa tarea, ni ese destino. Todo lo contrario: somos los que rechazamos lo que Jesús aceptó. Y aceptamos y queremos lo que nunca quiso Jesús. En la Iglesia queremos y buscamos poder, dignidad, dinero, autoridad. Para someter a la gente y a los poderes públicos. Jesús no quiso nada de eso, Ni buscó nada de eso. Mientras la Iglesia no tome, en estas cosas tan fundamentales, el camino que siguió Jesús, la Iglesia andará perdida, extraviada. Y su presencia en el mundo será un estorbo.

Lo digo más en concreto. Jesús terminó siendo ejecutado como un delincuente porque se enfrentó a la religión y sus dirigentes. Lo primero y lo central en la vida, para Jesús, fue (y sigue siendo) la salud de los enfermos, la alimentación de los pobres, la dignidad y el respeto que merece todo ser humano. Lo primero y lo central, para los hombres de la religión, era (y sigue siendo) la observancia de los rituales sagrados. Por tanto, mientras que el centro de la religión es el “rito”, el centro del Evangelio es la “bondad”.

El problema, que tenemos los católicos, es que la Iglesia ha querido armonizar y unir ambas cosas: el rito y la bondad. En teoría, por supuesto, estas dos cosas son armonizables. En la práctica, no lo son. Porque el rito responde a una necesidad del propio sujeto, ya que el ritual fielmente cumplido nos libera de los sentimientos de culpa y nos devuelve la paz. Mientras que la bondad responde a una necesidad de los demás, ya que la persona bondadosa contagia felicidad a quienes conviven con esa persona. Por eso el peligro del rito está en que, produciendo buena conciencia, al sujeto lo divorcia de la ética. En tanto que la resistencia, que sentimos ante la bondad, se explica por el hecho de que le exige al sujeto la auto-estigmatización de la propia seguridad, de las propias conveniencias y puede ser que hasta de los propios derechos. Cuando Jesús dijo: “No hagas frente al que te ofende. Al contrario, si uno te da una bofetada en la mejilla derecha, ponle también la otra; al que te ponga pleito para quitarte la túnica, dale también la capa...; al que te pida, dale; y al que quiere que le prestes, no le vuelvas la espalda” (Mt 5, 39-42). En realidad, estos mandamientos de Jesús equivalen a renunciar a los propios derechos.

Esta auto-estigmatización es lo que tenemos que hacer los cristianos. Pero es también lo que tiene que hacer la Iglesia. La reforma de la Iglesia se basa y se hace posible a partir de la auto-estigmatización de la Iglesia. Esto no es masoquismo. Ni es un radicalismo de locos ausentes de la realidad. Es el “principio-bondad” operante en el mundo. El que, libre y voluntariamente, se auto-estigmatiza, ése es el único que desarma al contrario. Es el único que siempre contagia paz. Es el único que humaniza los ambientes y las personas. El único que hace posible la felicidad que todos anhelamos.

Mucha gente no sabe que las primeras “iglesias” se organizaron antes de que se conocieran los evangelios. Aquellas primeras “iglesias” fueron organizadas y gobernadas por el apóstol Pablo, cuyas cartas se escribieron entre los años 49 al 56. Mientras que los evangelios, en la redacción que de ellos conocemos, son posteriores al año 70. Por otra parte, Pablo no conoció a Jesús (al Jesús terreno). Sólo conoció al Señor Resucitado y glorioso, cosa que el mismo Pablo repite varias veces (Gal 1-11-16; 1 Cor 9, 1; 15, 8; 2 Cor 4, 6; cf. Hech 9, 1-19; 22, 3-21; 26, 9-18). Es más Pablo llegó a afirmar que el Cristo “según la carne” no le interesaba (2 Cor 5, 16).

Sea cual sea la interpretación que se le dé a todo esto, hay una cosa que no admite duda: la Iglesia se organizó sin conocer el Evangelio. Por tanto, la Iglesia empezó a vivir sin tener una idea clara y precisa de lo que Jesús pensó y dijo sobre dos cuestiones capitales: 1) El gobierno de la Iglesia, es decir: ¿cómo se debe ejercer el poder y la autoridad en la Iglesia? 2) El culto en la Iglesia, es decir: ¿qué presencia y qué importancia han de tener los rituales en las asambleas de la Iglesia? No es ningún atrevimiento afirmar que Pablo no sabía exactamente lo que Jesús quiso dejar claro sobre estas dos cuestiones tan fundamentales.

Lo que sabemos con seguridad es que Pablo organizó “iglesias domésticas”, que se reunían en casas y que, por tanto, se regían según el modelo de la familia, en la que el “pater-familias” era el señor, dueño y amo. Era el jefe que gozaba del poder que le otorgaba el derecho romano, no (en modo alguno) el servicio de esclavos que Jesús quiso para sus apóstoles (Mc 10, 42-45; Mt 20, 25-28; Lc 22, 24-27). Así, muy pronto se impuso en la Iglesia una forma de ejercer la potestad que nada tiene que ver con el Evangelio. Y eso dura hasta el día de hoy. Por otra parte, en aquellas asambleas domésticas, los cristianos de las “iglesias” de Pablo descubrieron el señorío de Cristo. Pero lo descubrieron en la estricta observancia de los rituales. Y así propagaron sus creencias. De forma que, según 1 Cor 14, 23-25, cuando toda la comunidad se reunía, era posible que los de fuera que asistían al ritual pudieran llegar a convertirse. Eran los rituales del bautismo (Gal 4, 6; Rom 8, 15) y de la Cena del Señor (1 Cor 11, 17-34). El “bautismo en el Espíritu” y la “cena de despedida” se vieron convertidos en ritos sagrados. Ritos en los que la mujer se calla y no puede intervenir, en los que se observa un orden detallado, etc. Se reproduce así, no la convivencia de Jesús el Nazareno con la gente, sino el ritualismo de la religión romana, en la que los dioses era lo que menos importaba; y en la que todo giraba en torno a la exactitud de los minuciosos rituales (Robert Turcan).
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