La renovación que necesitamos
Es evidente que, si todo esto se llevara a cabo, los cambios indicados - si no se quedan en letra muerta - representarían un cambio de época en la historia de la Iglesia y del papado. Sobre todo, si el gobierno de la Iglesia recupera el modelo sinodal, que estuvo en vigor durante el primer milenio de nuestra historia eclesiástica. Nadie duda que esto sería un motivo de notable alegría para cuantos deseamos esa “otra Iglesia” más comunitaria, menos jurídica y más participativa.
Pero la pregunta de fondo, que aquí se plantea, nos confronta con la siguiente cuestión. Por supuesto, todo esto es conveniente, es importante, es sobre todo necesario. Pero, resolviendo los problemas administrativos, que se refieren a la gestión y al gobierno de la Iglesia, ¿con eso, nada más, esta Iglesia que tenemos va a responder a las cuestiones de fondo que hoy se plantean tantas personas de buena voluntad, que le buscan un sentido a sus vidas y una solución a este mundo tan desquiciado?
Mi convicción, en este orden de cosas, es la siguiente: la Iglesia no tiene solución mientras no ponga en el centro de su vida el mensaje fundamental y desconcertante del Evangelio. Ahora bien, el problema capital, que aquí encontramos, está en que el centro de la vida de la Iglesia no es el Evangelio, sino la Religión, con sus “dogmas”, sus “leyes” y sus “ritos”. Esto supuesto, el problema no se resuelve manteniendo los “dogmas”, reforzando las “leyes”, y haciendo que los “ritos” resulten más solemnes o más fáciles, con tal que se observen. Todo esto no servirá sino para que la Religión cobre fuerza y la gente sea más “religiosa”. Pero, si es que ponemos en eso la renovación de la Iglesia, lo que se consigue es que seremos más “religiosos”, pero menos “evangélicos”.
¿Por qué digo estas cosas? Porque, si algo hay claro en los evangelios, es que Jesús se puso de parte de los enfermos, de los pobres y de los marginados enfrentándose a muerte con la Religión. De manera que este enfrentamiento es central en los evangelios, en la vida y en el mensaje de Jesús. En la Iglesia tenemos miedo a afrontar esta toma de postura que asumió Jesús. Tenemos mucho miedo a que se nos juzgue según el texto tremendo de Mt 25, 31-47. Tenemos miedo a quedarnos sin religión y solamente con lo que hemos hecho o hemos dejado de hacer por los que sufren. Tenemos miedo, sobre todo, a tomar en serio las palabras tremendas que, un día, Dietrich Bonhoeffer escribió desde la cárcel del Tegel, poco antes de ser asesinado por los nazis: “Dios nos hace saber que hemos de vivir como hombres que logran vivir sin Dios. ¡El Dios que está con nosotros es el Dios que nos abandona (Mc 15, 34)! El Dios que nos hace vivir en el mundo sin la hipótesis de trabajo Dios, clavado en la cruz, permite que lo echen del mundo. Ante Dios y con Dios vivimos sin Dios. Dios clavado en la cruz, permite que lo echen del mundo. Dios es impotente y débil en el mundo, y precisamente sólo así está Dios con nosotros y nos ayuda. Mt 8, 17 (“Para que se cumpliese lo dicho por el profeta Isaías cuando dijo: Él mismo tomó nuestras enfermedades y llevó nuestras dolencias”) indica claramente que Cristo no nos ayuda por su omnipotencia, sino por su debilidad y por sus sufrimientos”.
Lo que nos da miedo es quedarnos con esta postura ante Dios. Solamente con esto. Sin dogmas, ni leyes, ni ritos a que agarrarnos, sino únicamente con nuestra identificación con el inmenso sufrimiento de los demás, el inmenso sufrimiento de este mundo en el que tanto se sufre.