Una llamada a la prudencia y a la sensatez Una Navidad especial
La historia dramática de un muchacho en los años cuarenta.
Mi amigo y escritor jiennese, Antero Villar Rosa, me envía este escrito que no me resisto a compartir con vosotros en este Blog "Teselas":
"Quisiera que este mi escrito de hoy sea una llamada a la prudencia, a la sensatez, y a la responsabilidad de cada uno de nosotros en estas extrañas fiestas navideñas, porque a mi modo de ver tal como las cifras de contagios indican, es mejor no gozar un año de la compañía de parte de algunos de nuestros seres queridos en nuestra mesa, a que alguno de ellos nunca más vuelva a sentarse en ella. Seamos pues prudentes y precavidos sin arrinconar la alegría propia de estas fechas.
Sirva de consuelo asimismo esta historia que cuento de una época no muy lejana donde algunos vivieron navidades mucho más más tristes que las actuales:
Año 1941
Llora el zagal en la aceituna, de rodillas la va recogiendo, de dos en dos, de tres en tres, de una en una. Calza albarcas con peales, uncidos estos con tomizas. Llora pensando en su madre que en un hospital agoniza. La cuidan monjas con tules blancos en una sala infinita, con crucifijos negros en cada cama, y al lado de cada cama una mesita. Cuentan que en esa tétrica estancia la muerte no para de hacer visitas. Anoche la fue a ver después del duro trabajo del día. Andando hasta el hospital de la capital lo hizo, adonde juró que nunca más volvería. Fue cuando murió su padre después de una lenta agonía, porque aquella vez vio como con fuego azul, largas agujas hervían, y quiere olvidar, pero no puede, los lamentos de aquellos enfermos tísicos cuando le inyectaban vida.
A la hora de comer llora sentado bajo una oliva. Solo, alejado de los demás quiere comerse su desgracia y no el pan duro además de algunos higos secos que lleva en su mochila. Un hombre mayor se le acerca, le ofrece una naranja y parte de una tortilla, y le dice que esta noche es Nochebuena, que hay que irse pronto del tajo porque habrá que estar con la familia. El niño no quiere nada, da las gracias a aquél buen hombre que además de su comida se lleva el llanto del chiquillo contagiando a la cuadrilla.
De regreso al pueblo, por entre los olivares el niño recoge leña. Cargado con un haz a cuestas llega a su casa donde su abuela y dos hermanitos con ansiedad lo esperan. Con ellos jugar quisiera, pero no puede, porque él juega a ser mayor sin tener edad siquiera. La hermana menor, casi harapienta, sorbe sin parar dos mocos verdes como tallos de cebolletas, el otro juega con un roeno dando con él vueltas alrededor de una mesa.
La abuela junto al fuego atiende un puchero de barro, y mientras roncan los borbotones, con una cuchara le va quitando lo que navega en el guiso, algo que no es de su agrado.
El niño aceitunero con un cántaro acuestas marcha hasta la fuente. Tres veces lo hace sin que salga de él ninguna queja. Después, antes de la cena, va a cobrar el jornal para dárselo a su abuela. Veinte reales le dan, que es lo mismo que un duro, y un duro cinco pesetas, mientras que ajeno a todo, en las calles, villancicos y panderetas suenan.
Cuando llega de nuevo a casa, la mesa ya está puesta. Una fuente de cerámica remendada con grapas de metal viejas, descansa sobre un raído hule además de cuatro trozos de pan, dos cucharas grandes, dos pequeñitas y una servilleta.
– ¿Qué hay para cenar? –pregunta el niño aceitunero a la abuela. –Lentejas –le responde, mientras muy diligente, esta, vacía el puchero en la remendada fuente, al tiempo que una nube de vapor envuelve su silueta.
– ¿Qué son estas cositas negras? –pregunta la niña del moco verde a la abuela.
– ¡Niña, come! No es nada malo, son gorgojos. Me ha engañado el de la tienda.
Tres golpes, tres, se sintieron entonces dar en la puerta. Dos hombres con batas blancas en unas angarillas sacan de un furgón blanco a la madre muerta. El grito que la abuela da se cuela por las cerradas ventanas y los balcones de aquella calle desierta. Llegan vecinos y vecinas, algunos ya cenados y otros sin terminar la cena, y ven a los tres niños que abrazados lloran y también a la madre muerta yaciendo en un colchón de farfolla que casi no hace hoyo en él porque si en vida era delgada, muerta, está esquelética. La abuela de rodillas con las manos entrelazadas grita pidiendo auxilio a Santa Ana para que acompañe a su hija y no se pierda por los laberintos del Cielo sola y desamparada.
El día de Navidad fue el entierro, el día de Navidad la entierran en una caja de listones que el carpintero deprisa le hiciera, que cobrar este no quiso porque ni lija ni barniz al mal llamado ataúd le diera.
A la mañana siguiente un hombre con bigote recortado vistiendo traje y sombrero se presenta, y la palabra hospicio cien veces al menos en la casa resuena. El niño aceitunero da un paso al frente y se planta ante aquel señor que de buenas intenciones pareciera, y le dice muy serio como si persona mayor él fuera:
–Dicen que catorce años he cumplido, pero mire usted, tengo más, muchos más que sin cumplir, cumplidos por mí están, pues, aunque me considere un muchacho y por desgracia un lego, trabajo y doy el callo como el primer jornalero. Créame señor que no le miento, que soy de Torredelcampo y me sobran agallas para traerle el sustento a mi abuela, a mis hermanos, y a todo un regimiento.
Y aquél hombre rompe el papel que llevaba, se encasqueta el sombrero, y se marcha sin rebatirle al muchacho, o, mejor dicho, a aquél que consideró un niño y demostró ser un hombre hecho y derecho. Luego, en su informe, entre otras cosas escribió y además su firma estampó sin reparo ni desdeño: El niño mayor demuestra tener los c., muy gordos, como todos los torrecampeños.
Dicen que esto ocurrió a principios de los cuarenta, en un pueblo andaluz al que mucho quiero. Se llama Torredelcampo, así que si no lo sabías ya lo sabes que Torredelcampo es mi pueblo.
No quisiera que la historia de este relato haya servido para apenaros, pero si para reflexionar sobre la gravedad de esta pandemia. Como meditación, retrocedamos en el tiempo en el que vivió el chiquillo protagonista de esta historia donde el hambre y las enfermedades desgraciadamente se afincaban en muchas familias. Aquello que, sin llegar a tener el título de pandemia, fue, sin lugar a dudas otro tipo de calamidad de la que, afortunadamente, gracias al sacrificio de aquella sociedad como el demostrado por el chaval torrecampeño protagonista de esta narración, pudimos salir para contarlo.
Ahora, con el esfuerzo de todos, también lo lograremos, que no os quepa la menor duda.
¡Feliz Navidad! "
(Antero Villar Rosa)
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