El silencio inquietante de Dios. Viernes de dolor y esperanza.

Amor inútil o amor redentor

Nos encontramos cara a cara con el misterio más inquietante de la vida: la muerte del Hijo de Dios en la cruz, como un malhechor, y, en él, nuestra propia muerte.

Estamos rodeados de muerte. Hay un profundo silencio, incluso un silencio de Dios, ante la muerte de su hijo. ¿Dios mío, Dios mío, por qué me has abandonado?

El viernes santo es ese instante en que queremos contemplar el misterio de la muerte cara a cara, sin tapujos, porque no sirve de nada esconder la cabeza o mirar para otro lado mientras vamos todos muriendo poco a poco.

El drama de los cristianos, decía Bernanós, es bajar del calvario hablando del tiempo. En este momento de calvario y de pasión queremos arrodillarnos ante el Cristo muerto y meditar con él este largo silencio de la muerte. Con frecuencia queremos esconder el misterio, alejarlo de nosotros, como si así dejara de existir y de interpelarnos. Pero la muerte nos visita de vez en cuando en forma de cana, de arruga, de falta de ilusión, de pecado. La señal más evidente de la muerte es el pecado; el pecado personal que nos hace cómplices del mal y del dolor y de los otros, y el pecado estructural o social que sostenemos con nuestra indiferencia y nuestra falta de sensibilidad y de compromiso por la justicia. Es tan pecador el que fabrica zapatillas deportivas explotando a los niños del tercer mundo como el que las compra en Europa y apoya que esa explotación continúe.

 No entendemos este cúmulo de injusticia, de dolor estéril, de terrorismo fanático, de ambición desmedida, de violencia doméstica, de maltrato de la vida, de guerras y hambre, pero tirando del hilo siempre encontramos el mismo ovillo: el pecado. Y somos todos, todos, pecadores.

 La muerte de Jesucristo ha querido ser el rescate de la humanidad, en un servicio de amor desmedido, apasionado, ilimitado. Cristo ha apostado por la definitiva reconciliación de los hombres con Dios en este gesto de infinita compasión por nosotros que es la entrega de la vida, para que tengamos vida y vida abundante.

Hoy no es tan importante querer entender el misterio de la muerte –Jesús no ha venido a explicarnos el misterio del dolor y de la muerte- cuanto contemplar el gesto salvador de Cristo, con respeto y veneración, su propia muerte por amor a la humanidad. Nadie me quita la vida, la entrego libremente. Nadie tiene mayor amor que el que da la vida por sus amigos. Y así poder arrodillarnos con agradecimiento y respeto ante el Cristo muerto para sentirnos uno con Él, para acoger su oferta salvadora, para no hacer inútil en nosotros tanto amor derramado desde el corazón, desde su costado, en sangre y agua.

 Un amor crucificado que no se queda en la cruz, en viernes santo permanente, sino que se hace luminoso en la resurrección. La resurrección es la respuesta del Padre a la pregunta angustiosa del Hijo. ¿Dios mío, Dios mío, por qué me has abandonado?

 Quedarnos en la muerte, en el viernes santo, sería como renunciar a la aurora, después de una noche oscura. Hay muchos seres humanos que se quedan en la muerte, les cuesta dar el paso de la fe, se dejan vencer por la duda permanente que les encierra en la desesperanza y convierte este mundo en una instancia cerrada en sí misma y sin futuro. La vida no es sólo amenaza de otoño moribundo; es también esperanza de primavera. Es verdad que sentimos con frecuencia la amenaza del hastío, del cansancio, de la muerte. Quevedo decía que algún día nuestro cuerpo sería pasto del destino, nuestros músculos deshechos, nuestros huesos triturados, todo en nosotros acabará siendo polvo. Polvo, es verdad, pero polvo enamorado. Hay en nosotros semillas de vida y de eternidad que se resisten a dejar de ser para siempre. Estamos sellados, por la muerte de Cristo, para participar de la vida. Este Viacrucis, que es la vida, no termina en la estación de la crucifixión, termina en la estación luminosa de la resurrección. Siempre y cuando seamos capaces de llegar con Cristo, pasando por el calvario, hasta allí; de no abandonarnos y convertirnos en simples espectadores o consumidores de la vida. Siempre que no vivamos obsesionados por llenar nuestra vida de años en vez de llenar nuestros años de vida. Y Cristo, muerto hoy, es el camino, la verdad y la vida.

 El poeta y sacerdote Martín Descalzo, en un momento personal terrible, cuando los médicos le habían asegurado que sólo le quedaban unos días de vida, y así fue, escribió uno de sus poemas más luminosos sobre el misterio de calvario que estaba viviendo. Acuciado por el dolor, amenazado por la muerte, en el lecho, escribe:

Nunca podrás, dolor, acorralarme,

podrás alzar mis ojos hacia el llanto,

secar mi lengua, amordazar mi canto,

sajar mi corazón y desguazarme.

Podrás entre tus rejas encerrarme,

destruir los castillos que levanto,

ungir todas mis horas con tu espanto,

pero nunca podrás acorralarme.

Puedo amar en el potro de tortura,

puedo reír cosido por tus lanzas,

puedo ver en la oscura noche oscura.

llego, dolor, a donde tú no alcanzas.

Yo decido mi sangre y su espesura,

yo soy el dueño de mis esperanzas.

Es verdad que en estos momentos sobreviene la duda, nos cerca la desesperanza y se nos vienen abajo todos los recursos que tenemos para salir adelante. El zarpazo del terrorismo, la muerte de los inocentes, el hambre de los niños, nuestra propia soledad interior a pesar de estar rodeados de gente, son preguntas que nos interpelan y nos colocan al borde del abismo de la fe. ¡Cuántos hombres y mujeres pierden la fe en este trecho, en medio de estas circunstancias de sufrimiento!

Martín Descalzo, en el mismo poema, ha presentido esta realidad y así lo cuenta:

En medio de la sombra y de la herida

me preguntan si creo en ti. Y digo

que tengo todo cuando estoy contigo:

El sol, la luz, la paz, el bien, la vida.

Sin ti el sol es luz descolorida,

sin ti la paz es cruel castigo,

sin ti no hay bien ni corazón amigo,

sin ti la vida es una muerte repetida.

Pues si me faltas tú, no tengo nada:

Ni sol, si luz, ni paz, ni bien, ni vida.

    Guardemos en viernes santo un silencio profundo y sobrecogedor ante el misterio de la muerte, de Cristo muerto, unidos a toda la iglesia que vive este momento en respetuoso silencio. Unidos al mundo que experimenta, una y otra vez, tantos momentos de muerte angustiosa. Es viernes santo. Es el tiempo de afrontar nuestra propia muerte con el luto riguroso de la contemplación. Y preguntarnos: ¿Dónde está, muerte, tu victoria? ¿Dónde está muerte tu aguijón? El aguijón de la muerte es el pecado.

      Y para librarnos del pecado Cristo ofrece su vida en el altar de la cruz, por amor y sólo por amor.

       San Juan de la Cruz lo expresa hermosamente en un poema en que Cristo aparece como un pastor enamorado y la pastora amada es la humanidad:

Un pastorcico solo está penado, ajeno de placer y de contento, y en su pastora puesto el pensamiento, y el pecho del amor muy lastimado.

No llora por haberle amor llagado,que no se pena en verse así afligido,aunque en el corazón está herido;mas llora por pensar que está olvidado.

Que sólo de pensar que está olvidado de su bella pastora, con gran penase deja maltratar en tierra ajena,el pecho del amor muy lastimado.

Y dice el pastorcico:¡Ay, desdichadode aquel que de mi amor ha hecho ausencia,y no quiere gozar de mi presencia,y el pecho del amor muy lastimado!

Y al cabo de un gran rato se ha encumbradosobre un árbol do abrió sus brazos bellos,y muerto se ha quedado, asido de ellos,el pecho del amor muy lastimado.

Que este misterio del dolor y de la muerte, aderezado por el amor de Cristo, nos haga abrirnos a la esperanza, a la oferta salvadora de vida, a la nueva primavera de la gracia que quiere abrirse paso en nosotros a través de la senda de la fe.

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