#cuaresmafeminista2025 La abuela en modo: cabeza de bola de boliche

La abuela en modo: cabeza de bola de boliche
La abuela en modo: cabeza de bola de boliche

La primera vez que me vi obligada a raparme, ante la caída de mechones de cabello, no pude evitar llorar. Había cuidado con esmero mi melena, orgullosa de su abundancia y belleza. Recordaba cuando vi la película “ Legalmente rubia” , y me sentí conectada con esa joven que, justo en un salón de belleza, hablaba de sus faenas. Yo hacía lo mismo en los peinadores de Chelo y, años después, con Irma B. Fadul y su hija Biny Sosa Decía: “Voy al peinador” y sabía que en ese espacio tendría una tarde de risas, confidencias, de compartir preocupaciones.

Pero al ver mi cabeza, sin una hebra de cabello, me dije: “Mi misma, no hagas drama, todo como el cabello, ya crecerá”. Limpié mis lágrimas, respiré profundo, y continué mi caminar.

Fue en la Casa de la Espiritualidad de las monjas de la Congregación Felipe Neri en Barcelona donde aprendí a entender el duelo. Así como mi maestra y prima Rossina Uranga me enseñó sobre el círculo de la violencia—una herramienta muy importante para acompañar a las mujeres que viven violencia y entender por qué regresan con sus agresores—yo, víctima de una enfermedad, tuve que encontrar mis propias estrategias para comprender lo que me sucedía.

Así, comprendí que todas las personas atravesamos duelos por pérdidas significativas. Se puede vivir duelo por la pérdida de los ahorros, un trabajo, una madre, un gran amor, una casa o la salud. Cada pérdida nos enfrenta a un proceso que comienza con la negación—ese momento en que nos aferramos a la idea de que nada ha cambiado—y que suele venir acompañada de enojo, una furia que busca culpables. Luego llega la negociación, esa fase en la que tratamos de hacer pactos con la vida o con Dios, esperando revertir la pérdida. Después, la tristeza nos cubre con su velo, obligándonos a mirar de frente lo que duele. Y, finalmente, si nos permitimos vivirlo, llega la aceptación, el momento en que nos reconciliamos con lo que es y encontramos sentido en lo vivido.

La segunda vez que me rapé, llegué con una sonrisa genuina al salón. Al ver los primeros cabellos en la almohada, no me importó. Ya lo sabía: saldría corriendo al peinador. Pero lo que sí me hizo reír fue la pregunta de Valentín, mi nieto de tres años quien al verme, abrió sus grandes ojos azules y preguntó:

—¿Por qué la abuela no tiene pelo?

Y, con una sonrisa, respondí:

—Porque la abuela ahora tiene la cabeza como una bola de boliche.

Más tarde, entre carcajadas, Gabino Gómez envió al grupo de WhatsApp del gremio de defensores/as la imagen de un jabón con un hombre calvo: Maestro Limpio. En ese momento, ya había atravesado la fase de aceptación del duelo, y hasta celebré la ocurrencia.

Hoy, por tercera vez, volví a raparme. Como en las ocasiones anteriores, reflexioné sobre lo que me ha enseñado esta enfermedad. En mi caso, el cáncer ha sido un maestro que me invita a encontrar mi verdadera esencia. Es un proceso de despojarme poco a poco de ese personaje que he construido a lo largo de los años. A diferencia de los animales, que simplemente son, el ser humano construye una identidad, un personaje del que es difícil deshacerse. A veces, ese personaje pesa como una losa. El ego nos obliga a sostener esa imagen, pero si la enfermedad la asumimos con aceptación, nos lleva a otro nivel de conciencia

Hoy, al mirarme al espejo, no veo una cabeza calva. Veo mis ojos, que aún pueden ver el mundo, y en esa mirada descubro mi interior. Empiezo a ver al ser que habita en mí, al misterio que me habita.

Ahora uso pañuelos lindos y turbantes para cubrirme del sol, no para ocultar mi calvicie ni para evitar las miradas de lástima. Esas miradas, que antes me incomodaban, hoy ya no me afectan. Puedo caminar con la cabeza rapada, alegre, imaginando que soy una monja budista en busca de respuestas: ¿por qué sigo viva? ¿Qué más debo aprender?

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